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“¿Por qué, si ciertamente se hizo justicia, no hubo equidad?” Conrad Roure. Memorias de mi larga vida.
“Las sentencias son verdades oficiales, que coinciden, o no, con la verdad real…” Joan Piqué Vidal, abogado. Declaración ante la comisión de investigación sobre el fraude y la evasión fiscal y las prácticas de corrupción política. Parlament de Catalunya. 22 de junio de 2015.
“El historiador que observa el funcionamiento de una sociedad en un momento de la evolución relativamente estable, percibe el Derecho como revelador de las reglas de este funcionamiento.” Pierre Vilar. Historia del Derecho, Historia Total.
“Hubiese podido vivir el resto de mi vida con Dickie […] si no hubiera sido que aquel día se me ocurrió vestirme con la ropa de Dickie…” Patrícia Highsmith. El talentoso Mr. Ripley
- El principio.
- La casa Fontanellas.
- La herencia destinada a Claudio.
- El secuestro de Claudio Fontanellas.
- Claudio Feliu Fontanills.
- La cuestión prejudicial, la tipificación del delito y las pruebas.
- La verdad más probable.
- Pero, ¿qué importa la verdad?. El proceso Fontanellas, reflejo de la lucha de clases.
El barco Puerto Rico, procedente de Charleston (Carolina del Sur), de donde había zarpado durante los días que se inició la guerra civil norteamericana, amarró en el puerto de Barcelona, el día15 de mayo de 1861. El bote de la nave se acercó para desembarcar al capitán Feliciano Roig en el malecón. Habiendo pisado tierra, el capitán se dirigió al domicilio del marqués Lamberto Fontanellas y le libró personalmente la carta que le había confiado Claudio Fontanellas, viajero de la nave y presunto hermano del receptor, mediante la cual le avisaba que había regresado después de trece años de ausencia. En realidad, Claudio Fontanellas faltaba de su casa desde el mes de septiembre de 1845. El error de cálculo, referido al tiempo de ausencia del firmante y la circunstancia que se hubiera dirigido a su hermano formalmente, como si fuera un desconocido (“Al señor Lamberto” y se despedía con un S.S.S., es decir “su seguro servidor”) fue alegada en el proceso que se incoó al viajero del Puerto Rico por el delito de usurpación civil, como pruebas de la falsedad del parentesco que pretendía.
Lamberto recibió la noticia y encargó a su secretario Francisco Juan Martí- que también lo había sido de su padre- que fuera a recoger al viajero. Martí se acercó al flanco del barco en el bote de transporte y antes de que pudiera subir a bordo, Claudio le reconoció y le llamó por su nombre. Los hombres, en cubierta, se abrazaron.
Claudio fue aceptado y bien acogido en casa de los Fontanellas por Lamberto, por los parientes y amigos de la familia. Eulalia, una de las hermanas, residía en Madrid con Antonio Lara, su esposo y Lamberto les telegrafió para informarles del suceso. El mensaje de Lamberto decía lo siguiente: “Se ha presentado Claudio, sano y bueno[1]”. Enseguida, Lamberto, segundo marqués de la casa Fontanellas, informó al gobernador de la llegada de Claudio. El secretario Martí acompañó a Lamberto en dicha declaración y afirmó que había reconocido al menor de los hermanos Fontanellas tan pronto como le divisó en la cubierta del barco y que ello fue debido al recuerdo que tenía del chico y también porqué Claudio le correspondió a primera vista.
Eulalia escribió inmediatamente a Claudio para pedirle que fuera a Madrid pero el recién llegado se excusó, alegando la fatiga que le había ocasionado el largo viaje por mar. La hermana debió insistir ya que Claudio se reafirmó en su decisión mediante telegrama en el que le comunicaba que posponía la visita para después de la procesión de Corpus. Los escritos entrecruzados entre Claudio y Eulalia fueron aducidos por la acusación en el proceso criminal que se incoó al viajero del Puerto Rico, como prueba del miedo que sintió el recién llegado de no ser reconocido por Eulalia. El remitente negó que fuera el autor de la primera carta y ciertamente, durante el juicio, se demostró que las firmas del telegrama que envió a Eulalia y de la respuesta posterior a ésta, no coincidían en la letra ni en la forma.
Durante unos pocos días, el viajero del Puerto Rico se paseó por Barcelona, y se reencontró con antiguos conocidos a los cuales explicó la historia del secuestro que trece años antes había sufrido. Entonces, El Contemporáneo y el Diario de Barcelona publicaron comentarios casi idénticos, mediante los cuales los periodistas se refirieron a las “aventuras novelescas” que iba contando el recién llegado por la ciudad, en las que se refería a “no sé qué” de un cadáver y sugerían que en el fondo de estas ficciones pudiera esconderse la “trágica historia” de un crimen horrible.
Los esposos Lara viajaron inmediatamente a Barcelona. Habiendo llegado éstos a la ciudad, el día 23 de mayo, Lamberto visitó al juez y le comunicó que sospechaba que el hombre que se le había presentado como su hermano Claudio, era un impostor. Las dudas de Lamberto se fundaban- según declaró al juez- en el hecho que desde que Claudio había entrado en su casa no le había preguntado por el padre, ni por la parte de la herencia que le correspondía.
La conversación de Lamberto con el juez se formalizó mediante la constitución del juzgado, a media noche, en el domicilio del marqués, a fin de tomar declaración a éste y a sus familiares- incluidos los Lara- así como a quien se presentaba con la identidad de Claudio Fonanellas y también a otras personas que negaban que éste fuera el hijo menor de Francisco Javier Fontanellas. A continuación, Claudio fue detenido por los mozos de escuadra que le esperaban en la puerta de aquel domicilio y conducido a la prisión. Ingresó en el centro con el nombre impuesto de Claudio Feliu Fontanills. A la mañana siguiente el preso se puso enfermo y pidió ayuda médica. Alegó que en el domicilio de los Fontanellas y en el momento que fue detenido por los mozos de escuadra, pidió un vaso de agua y que se la sirvieron endulzada y con un veneno disuelto. Los facultativos privados que visitaron al preso no le encontraron síntomas físicos que demostraran claramente la ingesta de veneno pero le recetaron un antídoto (leche y magnesio) el precio del cual fue satisfecho por el carcelero[2]. El juez denegó que se prestara ayuda médica al detenido con cargo a la administración de justicia. Posteriormente, se descubrió una botella que contenía arsénico en las dependencias de los Fontanellas. En cualquier caso, el procesado fue internado durante cinco días en la enfermería de la cárcel, por intercesión de la compasiva mujer del director del centro. Algún testigo declaró que el preso presentaba un aspecto cadavérico.
El proceso judicial, iniciado de oficio a partir de la “denuncia” verbal de Lamberto, se prolongó durante años, recorrió tres instancias, originó debates intensos de carácter jurídico y popular, dividió a la sociedad en bandos, fue seguido con ansiedad en Europa y América y, en definitiva, más allá del acierto de la sentencia final, confirmó el estado de injusticia y corrupción que atenazaba a la sociedad y más concretamente al sistema judicial. Eso, en primer lugar, debido a que la desaparición de Claudio Fontanellas, ocurrida en septiembre de 1845, se produjo por causa de su extraño secuestro, del cual siempre se sospechó que había sido incitado por el padre del muchacho, el primer marqués Francisco Javier Fontanellas y llevado a cabo por la terrible “ronda” del cabo Jerónimo Tarrés, dependiente del comisario de policía Ramón Serra Monclús[3]. En segundo lugar, las miserias y trampas atribuidas a la familia Fontanellas, empezando por las que se cargaban a cuenta del patriarca, enriquecido merced al comercio colonial- muy probablemente, también de esclavos- la banca y como proveedor del ejército, así como el apoyo que le prestaron en el caso que tratamos, los cargos institucionales, incluida la administración de justicia y las clases dominantes, quedaron expuestas con claridad a los ojos de todo el mundo. El defensor del procesado, en un momento determinado del juicio, pronunció el siguiente reproche: “El sumario está amasado con el oro de la casa Fontanellas”.
Los sucesos que enseguida se relataran se desarrollaron durante el periodo central del siglo XIX. Este periodo se caracterizó por la inestabilidad política y social- sobre todo, en Cataluña- el estado de excepción, la militarización de la vida política, los levantamientos obreros, la corrupción institucional y las contradicciones de todo tipo que originaba la voluntad en la instalación del Estado monárquico liberal en España y el gobierno de los moderados. Durante el otoño de 1848 se publicó el primer código penal español y en 1870, se promulgó el segundo. La ley de enjuiciamiento criminal no llegó hasta 1882. El fiscal, en el caso Fontanellas, oponiéndose a la alegación del defensor, de acuerdo con la cual el juicio versaba sobre “una cuestión civil tratada criminalmente”, proclamó solemnemente que “entre nosotros [españoles] la jurisdicción se ejerce en toda su plenitud por los mismos jueces”[4]. Es decir, la falta de claridad e incluso, la falta de regulación legal que había de conformar el nuevo régimen liberal, tanto en el aspecto jurídico como político, originaba grandes vacios procedimentales y también materiales, de manera que se marginaban los derechos que ahora llamamos de seguridad jurídica, juez propio, presunción de inocencia y de defensa. El fiscal y los abogados defensores, en el caso que nos ocupa, se las componían para cubrir las lagunas de la legislación con las Partidas de Alfonso el Sabio, las interpretaciones del Digesto de Justiniano e incluso con las leyes y la doctrina francesas. Situados en el tránsito del antiguo régimen al nuevo, los juristas a menudo intentaban fundar sus alegaciones buscando las bases jurídicas en el derecho histórico- castellano- o en las que se apoyaba el nuevo modelo de Estado francés que España quería copiar. No tenían más remedio.
Por lo tanto, no debe extrañarnos que los letrados que intervinieron en el caso Fontanellas sacaran el debate fuera de la sala jurisdiccional y publicaran en letra impresa sus intervenciones y conclusiones. El último abogado defensor del procesado, incluso procuró la impresión y distribución de su alegato antes de que se dictara la sentencia- lo que justificó en la previa utilización de la prensa por parte de la familia Fontanellas, para injuriar y calumniar al procesado-.
El fiscal y el abogado particular de los demandantes, enojados por esta publicidad avanzada, también publicaron sus razonamientos. Incluso, un magistrado de la Audiencia de Barcelona, convencido de que el acusado era el verdadero Claudio Fontanellas y siendo crítico con el procedimiento que se había llevado a cabo, ilustró a la población letrada con sus preocupaciones técnicas, a la vez que aprovechó la ocasión para dar a conocer los antecedentes de la familia de los demandantes, así como los retratos físicos y de personalidad de sus miembros[5]. La sentencia de la Audiencia en el caso Fontanellas, criticaba con dureza este despropósito y cargaba las culpas a cuenta de la defensa del procesado: “Que de una manera ficticia se ha producido una alarmante agitación en las masas, jamás conocida por asuntos judiciales…” y añadía que ello correspondía “al estudiado afán de extraviar la opinión, concitar los ánimos contra instituciones sagradas, ejercer presión y fuerza y obtener el triunfo del procesado de todos modos, sin excusas ninguna y asimismo un centro de dirección cuya base no es la caridad sino el lucro…”.
Los análisis del proceso Fontanellas no acabaron con la década de los sesenta. Podemos encontrar escritos de “nuevas aportaciones” referidas a este caso, hasta en la década de los ochenta.
Se dice que Francisco Javier Fontanellas Calaf nació en Capellades en el año 1773. Sabemos con certeza que alrededor del año 1812 estaba instalado en Vilanova y que comerciaba con productos coloniales. No conocemos con detalle los medios que utilizó para excluir a su padre y a su hermano Antonio del negocio familiar pero lo hizo y los coetáneos consideraron que los estafó. Francisco Javier aparece en Barcelona durante el año 1822, domiciliado en la Barceloneta, donde ejercía como proveedor del ejército español, fundó una banca, compaginando estas actividades con la de consejero del banco de San Fernando y la participación en sociedades de transportes, incluidas las ferroviarias, así como de seguros[6].
Francisco Javier Fontanellas casó con Josefa Sala, con la cual tuvo tres hijos: Lamberto, Dolores y Joaquina. Cuando murió Josefa, Francisco José contrajo segundas nupcias con la hermana de ésta, Eulalia Sala, con la que tuvo tres hijos más: Eulalia, Claudio y Francisca.
Francisco Javier poseyó una inmensa fortuna en bienes materiales, así como en valores y dinero en efectivo, la cual fue evaluada en un total de entre 6 a 8 millones de duros. Adquirió una finca de grandes dimensiones situada alrededor de los terrenos en los que actualmente se sitúa la Vía Augusta y la Bonanova, en Barcelona. En el último periodo de su vida, obtuvo el título de marqués de la casa Fontanellas.
La personalidad del patriarca de los Fontanellas no difiere demasiado de la de otros próceres que, especialmente durante el siglo XIX, levantaron imperios comerciales e industriales en Cataluña, a menudo efímeros. Se trataba de personas, surgidas de la clase campesina mediana, generalmente hijos segundones, las cuales no solamente aprendieron las reglas de juego del liberalismo económico- aunque fuera de forma intuitiva- sino que supieron establecer relaciones clientelares con el poder político y militar. En realidad, el viejo Fontanellas, en principio, fue un intermediario: compraba género y lo vendía a precios más altos. Eso lo llevó a convertirse en transportista terrestre y marítimo. Finalmente, con el objetivo de asegurarse el financiamiento de sus negocios, también fundó una banca. El talento comercial y financiero de Francisco Javier constituía un don natural. No tenía base en la formación cultural y profesional. Precisamente, esta carencia devino evidente en el poco interés que mostró por la educación de sus hijos, ni que fuera para que éstos adquirieran conocimientos y habilidades a nivel primario. La poca ambición de los Fontanellas, por lo que se refiere a la instrucción, se demostró, concretamente, en la persona de Claudio. Pero en este aspecto, Francisco Javier y sus hijos tampoco se distinguieron de otros miembros de la clase burguesa emergente, de los “nuevos ricos”, los cuales a menudo y debido a la carencia mencionada, compaginaban el talento, la desconfianza, la pillería y la falta de escrúpulos, con cierta ingenuidad que los dejaba indefensos, deslumbrados, ante las malas artes de contables, funcionarios, abogados, aristócratas y gentes con conocimientos técnicos y culturales superiores.
Lamberto, segundo marqués de la casa Fontanellas, no poseía el talento por los negocios de su padre ni tampoco se distinguió por su voluntad de formarse y conocer mundo. Se le recuerda debido a su carácter cerrado y avaro. No se preocupó por desarrollar las empresas que heredó, o no supo hacerlo. Confió en los favoritos de su padre y se conformó con realizar el menor gasto posible. Habiendo fallecido el primer marqués, Lamberto, falto de criterio, abandonó la gestión del patrimonio familiar en manos de un ambicioso de tomo y lomo: su cuñado Antonio Lara, marqués de Villamediana y Vizconde de La Laguna. Éste agrupó los negocios levantados por su suegro en una empresa, llamada “Fontanellas Hermanos”, de la cual se instituyó como único administrador y se esforzó en hipotecar o vender las propiedades de la misma, liquidando en beneficio propio, el imperio erigido por el viejo patriarca.
Lamberto, por lo que se refiere a la posición política que se le atribuía, fue señalado por los republicanos y progresistas como un retrógrado extremista e incluso lo acusaron de pertenecer a la sociedad secreta de los Templarios, la cual se esforzaba en combatir la clase proletaria, imposibilitar el establecimiento del régimen liberal en Cataluña, monopolizar los cargos institucionales y corporativos, así como en enriquecerse arruinando el país, “como lo han estado haciendo participando de las ganancias de las fábricas de moneda falsa que existen bajo la protección de Ramón Serra y Monclús”[7]. De alguna manera, pues, la opinión popular relacionaba Lamberto con los reaccionarios que ocupaban el poder y por eso, también con el jefe de la policía especial de vigilancia, Ramón Serra. Lo dicho, a los efectos de la explicación que nos proponemos, resulta una circunstancia significativa.
Claudio fue el típico hijo menor de familia rica, atolondrado, juerguista y despilfarrador. Su quehacer cotidiano transcurría en las tabernas, las casas de juego, los teatros y los prostíbulos, invitando a los amigos y paseando a caballo por los alrededores de Barcelona. Las peleas con su padre llegaron a ser diarias. El primer marqués de la casa Fontanellas intentó que trabajara pero el muchacho fracasaba en todas partes. Por el contrario, siempre contó con la protección de su madre. En realidad, Claudio fue el hijo favorito de Eulalia Sala. El chico pasó por dos o tres escuelas privadas, en las cuales permaneció breves periodos de tiempo y en las que- según contó el magistrado Vicente Ferrer- apenas aprendió a leer y escribir. Pero en este diagnóstico existen discrepancias; en realidad nadie atribuyó a Claudio un nivel cultural medianamente elevado aunque Conrad Roure, coetáneo de los hechos y joven abogado que asistió como espectador a la vista pública del proceso Fontanellas, en la Audiencia, no se muestra tan radical al respecto, puesto que afirma que el chico menor de los Fontanellas fue escolarizado con resultados medianos y que aprendió la lengua francesa[8].
Ahora conviene que dediquemos unas líneas con el fin de retratar someramente a Antonio Lara, esposo en primeras nupcias de Joaquina Fontanellas y en segundas, de Eulalia, hermanastra de la anterior.
Antonio Lara nació en La Mancha y hemos de suponer, por los títulos nobiliarios que poseía, que debería ser un propietario cerealista. No sabemos la fecha de su llegada a Barcelona, destinado como funcionario de Intendencia de la provincia. En el año 1844 ya había ascendido a Secretario de este organismo, el cual, además de gestionar el patrimonio del Estado y procurar el aprovisionamiento de la Administración, contratar y alquilar bienes, se encargaba de la recaudación de los impuestos de consumo. En el mismo año se casó con Joaquina Fontanellas, a la cual debió conocer por causa de las relaciones profesionales que mantenía con el padre de ésta- recordemos que Francisco Javier era proveedor del ejército-. De acuerdo con el testimonio de un coetáneo, Joaquina no podía ser considerada una belleza pero, en cambio, Lara fue un hombre de reconocida buena presencia. El matrimonio devino forzado ya que se supo que Antonio y Joaquina eran amantes. Quizá, Joaquima quedó preñada a resultas de esta relación. Tuvieron un hijo.
Hasta aquí, adivinamos que Lara presentaba todas las características propias del ambicioso, del trepador social, que, con el objetivo de satisfacer su codicia, no tiene ningún tipo de escrúpulos. Durante el proceso Fontanellas, alguien testificó que Lara había sido procesado, en el año 1838, por falsificación de documentos y el afectado quiso querellarse contra este testigo. En cualquier caso, la veracidad de dicha acusación no fue desmentida.
Habiendo nacido el hijo de Lara y de Joaquina, ésta se separó de su marido y murió sola, el 22 de enero de 1853, un par de años después que falleciera su padre. Entonces, Lara se casó con su cuñada, Eulalia Fontanellas y consiguió burlar el testamento de su suegro- como veremos, Francisco Javier lo había excluido de la administración de la herencia que había dejado a Joaquina y al nieto- mediante litigio que ganó en segunda instancia. En este punto debemos hacer una aclaración: el pretendido Claudio Fontanellas, habiendo desembarcado en el puerto de Barcelona, fue informado por Lamberto que Eulalia se había casado con Antonio Lara y Claudio le reprochó las disposiciones testamentarias del padre que excluían a Lara. Lambert le respondió: “¿Y que puedo hacer si ahora viven como santos?”. Por lo tanto, Antonio y Eulalia ya deberían ser amantes en vida de Joaquina.
En el transcurso de la explicación del caso Fontanellas, nos daremos cuenta que Antonio Lara, según la opinión popular, casi se apropió del título de malvado principal de la historia, y al respecto quedó solo un poco por debajo de Lamberto. En la construcción de la mala imagen de Lara, además de les causas objetivas derivadas de su comportamiento, intervino su condición de funcionario estatal opresor y forastero. Lara, siempre que le fuera posible, prefería residir en la “villa y corte”, donde podía permanecer cerca del poder administrativo, corporativo y político. En los documentos oficiales aparece el siguiente dato: domiciliado en Madrid.
3. La herencia destinada a Claudio.
Francisco Javier Fontanellas otorgó testamento con fecha del 23 de mayo de 1850, año y medio antes de su muerte y cuando ya se cumplían cinco años de la desaparición de Claudio. Después y antes de que se presentara el hombre que pretendía ser su hijo, murieron Josefina, Dolores y Francisca. Por lo tanto, en el momento que el recién llegado vindicó la identidad del hijo menor del patriarca, los sucesores directos de éste eran los siguientes: Lamberto, el hijo de Antonio Lara y de Joaquina, Claudio y Eulalia- segunda esposa de Antonio.
El primer marqués de Fontanellas dejó algunos legados, entre los cuales uno destinando 16.000 duros a Claudio. Dividió el resto del patrimonio que había acumulado en dos partes iguales. Dejaba la mitad del resto al primogénito, Lamberto, al cual también cedía el título de marqués. Repartió la otra mitad entre las cuatro hijas: Dolores, Joaquina, Eulalia i Francisca. Pero condicionó la herencia a beneficio de Joaquina al cumplimiento de una condición, consistente en que no dispusiera ninguna de las cantidades que heredara a favor de Antonio Lara, ni de los parientes de su esposo, de manera que les prohibía que éstos “entrasen” en la herencia. En caso contrario, Joaquina quedaría automáticamente desposeída de la misma y la parte que le correspondía pasaría a sus hermanas Francisca y Eulalia- por aquel entonces, solteras.
El testador dejó también una “confianza” destinada a Claudio, comunicada verbalmente a Lamberto y que reprodujo mediante escrito que guardó en un sobre sellado y entrego a Eulalia Sala, su esposa. Fallecida su esposa, el sobre sellado debía pasar a la custodia de Francisca y faltando ésta, a Eulalia- más tarde, segunda esposa de Antonio Lara. Precisamente, en el momento que se desarrollaba el proceso contra el viajero del Puerto Rico, el sobre que contenía la “confianza” permanecía en manos de Eulalia. El procesado pidió al juez que le fuera permitido el conocimiento del escrito reservado pero el juez le denegó la autorización.
La madre de Claudio, es decir, Eulalia Sala, poco antes de fallecer, también dejó un “encargo” escrito y guardado en sobre sellado para su hijo, que confió a una amiga.
Al fin es evidente que Francisco Javier y su esposa Eulalia murieron estando convencidos de que Claudio- secuestrado en septiembre de 1845- seguía con vida. Y tampoco podemos dudar que Francisco Javier sentía una profunda aversión hacia Antonio Lara, al cual quería mantener lejos de su patrimonio y de los asuntos familiares.
4. El secuestro de Claudio Fontanellas.
El observador del desarrollo del caso Claudio Fontanellas se formulará la siguiente pregunta: ¿el viajero del Puerto Rico habría sido denunciado y perseguido por sus supuestos familiares y por la Justicia, si, habiendo desembarcado, no se hubiera apresurado a contar por doquier las circunstancias de “su” desaparición, en el año 45, culpando de ellas al viejo patriarca Francisco Javier y a Antonio Lara?. En relación a esta posibilidad, uno puede realizar todo tipo de especulaciones pero, en todo caso, es evidente que la habladuría imprudente del recién llegado incitó la ira de Lamberto y especialmente de Lara, lo que desencadenó el proceso que se instruyó al pretendido Claudio Fontanellas. Precisamente, durante el debate procesal, la cuestión del honor mancillado de la familia Fontanellas, constituyó un tema recurrente. Claro está que el antídoto más radical contra las “mentiras” que propagaba el viajero, consistía en sostener que el verdadero Claudio Fontanellas había perecido en 1845, en manos de los hombres que lo secuestraron.
Claudio Fontanellas Sala, desapareció – según declaró su hermana Eulalia- el 19 de septiembre de 1845, habiendo cumplido veintidós años. En el atardecer de este día, salió de casa acompañando a su padre. Al cabo de un rato, se separaron. Hasta entonces, Claudio había llevado el tipo de vida que acostumbraba y nadie sospechaba que quisiera emprender un viaje, ni que sufriera ningún tipo de urgencia. Durante los tres meses posteriores al secuestro, el padre recibió, por lo menos, tres cartas pidiéndole rescate. De hecho, una de las hijas del patriarca recordó que habían recibido algunas más, firmadas por Claudio- eso fue corroborado por el abogado Torres- las cuales nunca fueron encontradas. De las tres misivas conocidas, la primera y la última- fechada el 27 de diciembre- fueron escritas por uno de los secuestradores, el cual se titulaba “Jefe principal encargado”. La segunda parece que fue escrita por Claudio y firmada por su mano. Francisco Javier no denunció la desaparición de su hijo a la Justicia pero sí que informó del suceso al capitán general, Manuel Bretón del Rio y Fernández de la Jubera, al cual entregó las tres misivas mencionadas. Esta falta de interés del patriarca por la suerte de su hijo fue justificada por el abogado de los demandantes, en el proceso por “usurpación de estado civil”, recordando que los secuestros nunca se denunciaban ante los tribunales debido a que se procuraba la protección de la vida de los rehenes y también debido a que los tribunales no podían tratar de “tu a tu” con los criminales; además, este tipo de crímenes estaban sometidos a la jurisdicción militar.
Las primeras diligencias judiciales adoptadas para descubrir el paradero de Claudio se tomaron el 7 de diciembre de 1852 y se incoó el proceso correspondiente durante el mes de enero de 1853. Ciertamente, estas diligencias se adoptaron cuando el patriarca de los Fontanellas ya había fallecido y se produjeron porqué un juez de la audiencia se enteró de que el famoso cabecilla de la ronda policial, Jerónimo Tarrés, había participado en el secuestro del joven Claudio. El juez informó a Lamberto por si quería instituirse como parte interesada en el proceso, o por si quería iniciar uno de separado pero Lamberto desestimó el ofrecimiento, alegando que él y sus hermanas estaban convencidos de que Claudio había muerto en manos de los secuestradores.
Extrañamente, aunque la desaparición de Claudio devino una noticia de dominio público, el Diario de Barcelona, que acostumbraba a publicar rumores y circunstancias ínfimas, no lo mencionó hasta el 22 de octubre y lo hizo obligado por El Heraldo, de Madrid, que informó del suceso el día 15. La gacetilla del Brusi, decía lo siguiente: “El Heraldo de 15 del corriente, con referencia a los corresponsales de esta capital [Barcelona] desmintió el hecho de haber sido cogido por unos ladrones el hijo del comerciante D. Francisco Fontanellas”. Pero el mismo periódico rectificó al siguiente día de aquella noticia, asegurando la certeza del hecho: “Aunque nada hemos dicho nosotros hasta ahora acerca de tal acontecimiento, acaecido en esta capital, no por eso es menos cierto. D. Claudio Fontanellas, hijo menor de D. Francisco, fue efectivamente arrebatado por los ladrones la noche del 20 de septiembre y por su rescate exigen la enorme suma de 100.000 duros”.
No podemos poner en duda que la suerte que sufrió Claudio Fontanellas, en manos de sus secuestradores, constituía una cuestión central en el procedimiento judicial que se incoó en el año 1861, ya que si se hubiera probado firmemente que en aquellas circunstancias el rehén había perdido la vida, eso hubiera demostrado la falsa identidad que se atribuía el viajero del Puerto Rico. Justo en el momento que éste desembarcó, Antonio Lara y el mismo gobernador de Barcelona se interesaron por el contenido y resultado de las actuaciones que se habían llevado a cabo durante los años 1852 y 1853, a fin de encontrar pruebas de la muerte del joven Fontanellas. No las obtuvieron y entonces, cuando el abogado defensor del pretendido Claudio Fontanellas criticó a los demandantes por no haber probado la muerte del hermano de Lamberto en manos de sus secuestradores, los acusadores le respondieron que ni tan solo habían intentado encontrar esta prueba ya que hay muchas cosas que son ciertas y que por esta razón no es necesario probarlas. De hecho- añadieron los acusadores- la regulación de “Las Partidas” establece que la persona que ha permanecido desaparecida durante 10 años, debe considerarse fallecida.
El recién llegado de América, con el objetivo de dar veracidad a la identidad que reivindicaba, explicó su versión sobre las circunstancias de “su” secuestro a cualquiera que le prestara atención. La narración del procesado, en relación a dicha experiencia, era convincente ya que, en determinados detalles, fue corroborada por algunos testigos y sobre todo, porqué coincidía con la creencia popular respecto los motivos y las autorías intelectual y material del crimen. Efectivamente, desde el momento de la desaparición de Claudio, todo el mundo creyó que se trataba de un asunto “privado”. Incluso, se dijo que el mismo Francisco Javier Fontanellas había opinado, ante las autoridades, que el secuestro de su hijo constituía una farsa.
El procesado explicó que al atardecer de un día de septiembre de 1845, salió de casa con “su” padre- se refería al domicilio que tenían en Barcelona- y al cabo de un rato se separaron. Entonces, cuando pasaba por la calle del portal de la muralla de Santa Madrona, fue detenido por cuatro hombres. Fuera de la muralla, cerca de la casita de madera del “Pes de la palla”[9], en la cual se facilitaba el pienso y la paja a la caballería del ejército y que constituía una concesión a favor de la empresa Fontanellas- otorgada por la administración de la intendencia de Barcelona, de la cual Antonio Lara era el secretario- otros hombres substituyeron a los primeros y condujeron a Claudio hasta una cueva, en la montaña de Montjuïc. Allá, en presencia de un cadáver en descomposición, le obligaron a escribir una carta pidiendo mil onzas de oro por su rescate. El procesado, imbuido en la identidad de Claudio Fontanellas, admitió que los secuestradores, considerando las circunstancias, le habían tratado relativamente bien, aunque le propinaron unos cuantos garrotazos. También dijo que éstos lucían una especie de insignias en las gorras por lo que creyó que formaban parte de una patrulla de vigilancia oficial[10]. El rehén permaneció durante todo un día en la cueva y durante la noche siguiente, viendo que los dos carceleros que le retenían estaban borrachos y se habían dormido, aprovechó la ocasión y huyó. Descendió por la vertiente de la montaña hasta Sants y desde allí siguió caminando hasta la Barceloneta. En este barrio se refugió en casa de un calafate llamado Tomás Samper. El calafate le consiguió un pasaporte y Claudio embarcó en la goleta Joven Conchita con destino a Buenos Aires.
El procesado justificó el hecho de no haber vuelto a su casa, después que huyó de los secuestradores, así como su marcha a tierras americanas y su renuncia a comunicarse por escrito con la familia, durante los años de su ausencia, por la certeza que tenía respecto la responsabilidad de su padre en la organización del secuestro.
En parte, el convencimiento del joven se fundaba- según confesó el procesado privadamente a sus abogados y a un magistrado ajeno al asunto- en el descubrimiento casual que hizo de un terrible “secreto” que amagaba su padre, – un “crimen”, se dijo en el juicio- que también implicaba a otros miembros de la familia- con lo que apuntaba a Antonio Lara. En definitiva, Claudio creyó que el patriarca deseaba que desapareciera para cerrarle la boca.
Francisco Javier nunca movió un dedo para pagar el rescate que se le exigía por la liberación de Claudio y algunos testigos recordaron que, en el momento del suceso, no se mostraba demasiado preocupado por este asunto. No obstante, mantuvo contactos con el capitán general, Manuel Bretón[11] y posteriormente, con el comisario de vigilancia y salud pública, Ramón Serra y Monclús, así como con el superior de éste, el gobernador Manuel Gibert e incluso, con el jefe superior de la Intendencia de Barcelona, Antonio de la Escosura. Ni dichas indagaciones, ni las diligencias judiciales que se llevaron a cabo durante el año 1853, dieron resultado. Parece que Bretón opinó que se trataba de un secuestro “consentido”.
Al cabo de los años, apareció un preso, condenado por el delito de falsificación de moneda, llamado José García Rubio, que informó al gobernador de la provincia que otro preso, condenado por el mismo delito y que se llamaba Antonio Gómez, le había garantizado que Claudio Fontanellas había sido asesinado por sus secuestradores y que lo habían enterrado en Montjuïc, aunque pronosticó que algún día se descubrirían sus huesos en una casa barcelonesa[12]. Lo que daba credibilidad a la confesión del preso es que, sorprendentemente, una de las sentencias en apelación del caso Fontanellas menciona que los falsificadores presos formaban parte en la causa que tramitaba “otra sala de esta Audiencia” contra el antiguo comisario, Ramon Serra Monclús. Es decir que, muy probablemente, García y Gómez habían pertenecido a la banda de delincuentes que, directamente o indirecta, actuaban a las órdenes, o bajo la protección del comisario especial de vigilancia y de Tarrés. A partir de la confidencia de García, nos enteramos que Gómez fue interrogado al respecto y desvió la información hacia Roseta, internada en el correccional. Roseta también fue interrogada pero negó tener conocimiento de dichas circunstancias. Ramón Serra Monclús declaró que, en aquel tiempo, había llevado a cabo algunas diligencias, por encargo del marqués de casa Fontanellas pero que no consiguió enterarse de nada. Serra recordó que la ronda de vigilancia de Jerónimo Tarrés fue creada el día 1 de julio de 1848 y que, por lo tanto, no era posible que hubiera intervenido en el secuestro de Fontanellas, ocurrido casi tres años antes. No obstante, el preso García reafirmó la veracidad de su confidencia y añadió que Gómez- el cual se negó a hablar más del asunto- le había confesado que Claudio estaba muerto, que lo habían asesinado cerca de Sants, que conocía las personas que habían enterrado el cuerpo y que Jerónimo Tarrés estaba implicado en el crimen ya que había registrado el cadáver y a resultas se llevó un montón de dinero y una aguja de pecho.
Sabemos que Francisco Javier también había pedido ayuda al gobernador civil de Barcelona, Manuel Gibert. El gobernador encargó a un par de confidentes la búsqueda de Claudio y éstos, pasado un tiempo, explicaron que no habían hecho ningún descubrimiento pero sugirieron, mediante miradas compasivas y el gesto contenido, que el chico de los Fontanellas había fallecido. Dos o tres años después de la desaparición de Claudio, su padre contrató al abogado Manuel José Torres, amigo de la familia, para que procurase encontrar a Claudio. Esa búsqueda también resultó fallida.
Claro está que cuando se supo que Francisco Javier buscaba a su hijo, el patriarca empezó a recibir noticias y ofertas de personas que afirmaban que conocían el paradero del chico, o que podían encontrarlo. Los comunicantes le pedían cantidades elevadas de dinero, con la excusa que sus gestiones exigían grandes dispendios- comprar la voluntad de los secuestradores, pagar a confidentes, viajar a lugares lejanos…- pero finalmente se demostró que todos ellos eran unos aprovechados.
Melchor Ferrer Palau, autor de la “Historia del tradicionalismo español”, en un capítulo de dicha obra, titulado “Los trabucaires” se refiere al secuestro de Claudio Fontanellas y dice lo siguiente: “Cuando el famoso proceso de Fontanilles (2) [por Fontanelles] se dijo que en el secuestro del joven Claudio Fontanilles había intervenido con una carta con promesas para conseguir la libertad del secuestrado el general carlista Borges[13], siendo que éste ni se había enterado de este extraño suceso al que hoy parece probado, no estuvo ajena la política o cuando menos la Ronda de Tarrés”. El autor nos aclara, mediante la nota al pie de página nº 2, que el proceso fue célebre porqué “Claudio Feliu i Fontanills intentó hacerse pasar por Claudio Fontanilles. Es uno de los procesos más curiosos e interesantes de la época isabelina. Fontanilles había sido secuestrado y parece que hubo intervención de la famosa Ronda de policía de Tarrés. Feliu y Fontanills pretendía haber huido a América, donde debió morir el verdadero Fontanilles y su amigo se apropió de los documentos y los datos que el otro le facilitó”.
Ferrer quería desmentir que todos los trabucaires fueran bandidos ya que, en su opinión, algunos fueron verdaderos carlistas. Por esta razón se refiere al secuestro de Fontanellas y rechaza la intervención en el caso del capitoste carlista, Josep Borges. Pero Ferrer apunta cuestiones interesantes del suceso y sin énfasis, establece una hipótesis. Es decir, no solamente se refiere a la intervención de la “ronda” de Tarrés en el secuestro sino que, de pasada, sugiere que se trató de un asunto de “política”. Al fin, establece su hipótesis: el falso Fontanellas- constatamos que Ferrer cree en el veredicto condenatorio de la Audiencia- debió conocer al verdadero Fontanellas en América y consiguió apoderarse de la documentación identificativa de éste.
La hipótesis de Ferrer, de alguna manera, razona el problema principal que atenazaba a los jueces. La primera cuestión que éstos debían resolver era la siguiente: ¿Claudio Fontanellas había sido asesinado por sus secuestradores o escapó del trance y huyó a América?. Los demandantes mantenían que el chico había muerto en Barcelona, asesinado por sus secuestradores, a finales de 1845 y fundaban en dicha premisa la acusación contra el viajero del Puerto Rico. Es decir, el hombre que en 1861 se les presentó como Claudio Fontanellas no podía ser quien decía ya que el verdadero Claudio Fontanellas había fallecido dieciséis años antes. Ahora bien- como se ha dicho- la muerte de Claudio nunca fue taxativamente probada.
Hay una segunda cuestión que debemos tener en consideración: los documentos de identidad a nombre de Claudio Fontanellas que mostraba el viajero llegado de América, ¿fueron tachados de falsos?. Eso se discutió ya que el procesado poseía un pasaporte, expedido por el consulado en Rosario de Santa Fe de Argentina y nombramientos de oficial de uno de los ejércitos argentinos (guerra entre Buenos Aires y Montevideo)[14]. Al fin, tampoco se produjo un pronunciamiento judicial claro que declarara la falsedad de dichos títulos. Por todo ello, Melchor Ferrer supone que el verdadero Fontanellas escapó con vida del secuestro, llegó a América, entabló amistad con el procesado y éste- por algún medio no explicado- le tomó la documentación personal. Así, todo cuadra. Pero, en contra de lo que Melchor Ferrer opinaba, es cierto que el general de brigada Josep Borges se ofreció al marqués de Fontanellas[15], mediante el rentero de la finca del potentado, para prometerle que le devolvería el hijo perdido. Lo certifica la carta que Borges escribió al marqués, fechada en 1850 y que Lamberto halló entre la correspondencia de su padre. La defensa del acusado presentó este escrito como prueba de que Borges, por aquel entonces, sabía que Claudio Fontanellas seguía con vida y residía en tierra americana, concretamente en Montevideo. Precisamente, el procesado también había residido en esta ciudad y por lo tanto- suponía el defensor- se trataba del verdadero Claudio Fontanellas. Además, el mismo abogado presentó ante el tribunal el testimonio de Tomás Targarona[16], el cual afirmó que conoció a Claudio Fontanellas en Montevideo y que se trataba del procesado.
Iniciado el proceso por el delito de “usurpación de estado civil”, los jueces tuvieron conocimiento de la correspondencia que mantuvo el procesado, desde la prisión de Barcelona, con un preso en las islas Chafarinas, llamado Antonio Sariñena. El presidiario informó al procesado que conocía el entramado de “su” secuestro ya que él fue uno de los hombres que se encargó de custodiarlo desde el portal de Santa Madrona hasta la cueva donde permaneció retenido. En consecuencia, podía asegurar que Francisco Javier ordenó aquella detención y también la muerte del rehén pero que Jerónimo Tarrés, jefe de los secuestradores, consideró que la orden recibida constituía una “anomalía injusta” y decidió tratar bien al muchacho, permitiendo que, finalmente, se escapara. Además, Seriñena contó que, en realidad, el autor intelectual de la trama del secuestro había sido Antonio Lara, marqués de Villamediana. El comisario Ramón Serra Monclús fue el director de orquesta- el confidente preguntaba si el comisario todavía vivía- y Tarrés su lugarteniente. El jefe directo de los ejecutores había sido Miquel Badia- miembro de la banda de Tarrés- residente en Orán. Badia estaba dispuesto a declarar lo que avanzaba Seriñena, si se le pagaban 800 onzas para el viaje a Barcelona. La defensa del procesado también se interesó en la declaración de otros dos antiguos miembros de la ronda de Tarrés. Éstos garantizaron que declararían sobre el secuestro de Claudio Fontanellas a condición de que el juez les concediera inmunidad por los delitos que, en aquella ocasión, hubieran podido cometer. El tribunal denegó la práctica de todas las pruebas mencionadas.
En definitiva, por lo que se refiere al secuestro de Claudio Fontanellas, solo puede asegurarse que el suceso fue real: ciertamente, este muchacho desapareció y su padre recibió, por lo menos, tres escritos pidiendo rescate. A partir de este hecho y por lo que se refiere a las causas, los autores intelectuales y los ejecutores del delito, todo son especulaciones más o menos fundamentadas. Es muy probable que la policía y concretamente, el comisario Ramón Serra, actuando mediante la ronda de Tarrés, interviniera en la ejecución del secuestro. Eso se deduce por indicios ya que, por ejemplo, los trabucaires no acostumbraban a firmar las cartas amenazadoras que enviaban a las familias de sus víctimas, atribuyéndose títulos del tipo orgánico- burocrático, como el de “jefe principal encargado” pero, sobre todo, porqué el secuestro se produjo en la puerta de la muralla de Barcelona- repleta de guardias- y aunque el chico fue recluido en un lugar de Montjuïc, cercano al castillo ocupado por el ejército, las autoridades no supieron encontrarlo ni descubrir a los autores del delito[17]. El mismo capitán general opinó que se trataba de un secuestro consentido, la prensa silenció la noticia y el padre de la víctima ni tan solo pensó en satisfacer el rescate. En realidad, Francisco Javier no se preocupó seriamente por la suerte de su hijo hasta pasado un tiempo que éste hubo desaparecido.
Por lo que se refiere a los confidentes que habían formado parte de la ronda de Tarrés o que le prestaron servicio y que estaban dispuestos a explicar, en sede judicial, su versión del secuestro- de manera que admitían que los matones policías estuvieron implicados en este asunto- resulta sorprendente y sospechoso que su testimonio fuera rechazado por los jueces. Ramon Serra Monclús, preguntado sobre el caso, salió por la tangente. Es cierto que el comisariado de Vigilancia que dirigía y del cual dependía la ronda de Tarrés, fue creado el 1 de julio de 1848 pero la ronda de matones, sin cobertura oficial, existió antes – digámoslo así- de su beatificación administrativa. En realidad, Ramon Serra, antes que fuera nombrado jefe supremo de la Comisaría Especial de Vigilancia de la provincia de Barcelona, ya ostentaba el cargo de comisario y cuando Tarrés solicitó su admisión en la policía, el 15 de agosto de 1847- petición que le fue aceptada, tres días más tarde- estaba procesado en diferentes juzgados por robos y otros delitos. Por lo tanto, Serra y Tarrés podrían haber colaborado en el asunto del secuestro de Fontanellas.
Ahora bien, al fin, aun teniendo en cuenta las alusiones de la defensa del procesado, sobre la instigación del secuestro por parte del patriarca de los Fontanellas, o por parte de Antonio Lara, el hecho es que la autoría intelectual del crimen tampoco fue probada y que, por lo tanto, las causas de la desaparición quedan en el misterio. Al respecto, las especulaciones fueron y son muchas. Podemos resumirlas en las siguientes:
- Francisco Javier, harto de los problemas que Claudio le ocasionaba, decidió escarmentarlo. Ordenó su secuestro para que pasara privaciones, se enfrentara a la muerte- el escenario con el cadáver putrefacto- e incluso fuera castigado físicamente. Todo ello con la esperanza de que el muchacho entrara en razón y admitiera la autoridad paterna. Recordemos que en una de las cartas que el secuestrado envió a su padre, le explicaba que había aprendido mucho, debido a los sufrimientos que le infringían y le pedía perdón.
- Claudio Fontanellas planeó su propio secuestro y amenazó a su padre con descubrir el secreto familiar que había conocido si no pagaba una gran cantidad de dinero. El marqués, habiendo adivinado la trampa del hijo, no pagó el rescate y Claudio fue asesinado por sus cómplices frustrados, o huyó a tierras americanas para no tener que enfrentarse a su padre.
- Lara supo que Claudio había descubierto el secreto familiar que le comprometía y con conocimiento, o la tolerancia del patriarca, organizó el secuestro del chico y luego- a escondidas- ordenó su muerte.
- Francisco Javier, solo o con la complicidad de Lara- y quizá del mismo Claudio- planeó el secuestro como tapadera para cubrir la huida del muchacho a tierras americanas[18].
- El secuestro fue directamente planeado y ejecutado por la ronda de Tarrés, con o sin conocimiento de Ramón Serra y por incitación, o no, de Antonio Lara. El patriarca de los Fontanellas no pagó el rescate debido a la presión del resto de hijos y de su yerno.
Las posibilidades apuntadas admiten combinaciones y todavía podríamos imaginar otras. Lo que no parece creíble es que Francisco Javier ordenara explícitamente el asesinato de su hijo puesto que lo tuvo en cuenta en su testamento y todo señala que hasta el último momento, antes de fallecer, creyó que Claudio seguía vivo. Si Francisco Javier incitó el secuestro del muchacho, su propósito no consistía en matarlo. Otra cosa diferente es que el asunto escapara a su control. Pero la instigación de Antonio Lara parece mucho más probable ya que, debido a la posición que ocupaba en la Administración estatal, forzosamente mantenía relaciones con la policía y porque está claro que con la desaparición de Claudio se libraba de un competidor en la herencia a la que aspiraba como esposo de Joaquina. La aversión que mostró Francisco Javier a Lara y que se evidenció en la última voluntad del patriarca, debió tener causa en las actividades de gestión de los negocios familiares por parte del funcionario y en la mala relación que mantenía con la Joaquina pero también es probable que se originara en la implicación del manchego en el secuestro de Claudio. Al fin, durante el proceso por usurpación del estado civil, quien se mostró más duro y determinado en asegurar la muerte de Claudio Fontanellas, fue Lara. Su certeza bien podría basarse en el conocimiento de las circunstancias del secuestro que solo él, como cómplice del crimen, podía conocer.
La representación de los demandantes sugirió otra explicación sobre dichas circunstancias, la cual, aunque fuese de forma inconsciente, admitía que podría haber sido llevado a cabo por personas cercanas a la familia Fontanellas e incluso, con la colaboración de la víctima. Según los acusadores, probablemente Claudio, después que se separó de su padre, fue al domicilio de unos conocidos, de los cuales se fiaba. Éstos lo retuvieron- ¿por causa de una deuda no satisfecha?- y pidieron rescate al viejo Fontanellas pero como éste no quiso pagarlo, los secuestradores se vieron obligados a matar al rehén. Por lo que se refiere al secreto “inconfesable” que escondía la familia Fontanellas y que Claudio amenazó con descubrir, no conocemos su naturaleza. El magistrado Vicente Ferrer dijo que le fue explicado por el procesado pero ni el juez ni el preso dijeron nada más. Este secreto debe relacionarse con la “confianza” guardada en un sobre que Francisco Javier destinó a Claudio y que, al fin, fue a parar a manos de Eulalia. Es evidente que los esposos Lara conocían el escrito del padre y quizá no les convenía que se hiciera público. Ésta podría ser otra razón de la oposición radical que mantuvieron al reconocimiento del viajero del Puerto Rico como su hermano. Tampoco se sabe el contenido del escrito que Eulalia Sala, madre de Claudio Fontanellas, confió a una amiga con el fin de que fuera entregado al muchacho.
El juez de primera instancia, habiendo recibido las declaraciones de Lamberto Fontanellas, de las hermanas y del cuñado, así como la del presunto Claudio Fontanellas, ordenó que éste ingresara en prisión bajo la acusación de “usurpación de estado civil”.
El acusado fue registrado en el centro penitenciario con el nombre y apellidos de Claudio Feliu Fontanills. ¿Quién era Claudio Feliu Fontanills?.
El abogado defensor Indalecio Caso consideró que el proceso había sido incoado de oficio- por lo que discutió si se trataba de un delito “público” o “privado”[19]– ya que ni Lamberto ni Lara presentaron una denuncia formal, ni colaboraron demasiado en la primera investigación, como si quisieran simular que habían sido arrastrados a la acción judicial debido al “descubrimiento” casual del carácter falsario del viajero del Puerto Rico y la inexorable y obligada persecución por parte del aparato judicial que ello comportaba. Finalmente, Lamberto y Antonio se instituyeron en parte interesada pero ciertamente, habiendo sido recurrida la sentencia de instancia, en ocasiones, Lamberto todavía se mostraba inseguro respecto la identidad del hombre que se le había presentado como hermano. Algunas veces, el segundo marqués no negaba de forma taxativa que el recién llegado a bordo del Puerto Rico fuera su hermano desaparecido sino que, ante todo, pedía que la justicia le aclarara la duda ya que él “debía muchos millones” al verdadero Claudio Fontanellas.
Ahora bien, una cosa es que la acción judicial hubiese sido incoada de oficio y otra que no hubiese sido “solicitada”, o que no hubiera sido la consecuencia de la denuncia o la provocación por parte de los particulares. De alguna manera, Lamberto tomó la iniciativa visitando el juzgado de Palau (plaza de Palau) para pedir una investigación y parece un hecho, más que probable, que Antonio Lara fue quien le empujó a tomar esta determinación. No podemos despreciar la inmensa influencia que tenía Lara como alto funcionario del Estado y administrador único de la empresa Fontanellas.
Evidentemente, las posibilidades de éxito de una persecución judicial de este tipo alcanzan el máximo previsible si el acusador es capaz de probar la verdadera personalidad del usurpador. Antonio Lara era consciente de ello y aprovechó la primera oportunidad. Llegó a Barcelona, procedente de Madrid, se asustó al conocer la narración del secuestro del joven Fontanellas que iba propagando el recién llegado, se hizo cargo de los rumores que corrían respecto el carácter falsario de éste y los aprovechó para desenmascararlo, descubriendo su “verdadera” identidad; después, encontró a los padres del hombre que decía ser su cuñado y al fin, alteró la opinión de la familia del marqués, así como la de los criados y amigos, todos los cuales, de entrada, habían reconocido sin reparos que el viajero del Puerto Rico era el joven Fontanellas, desaparecido hacía ya dieciséis años.
La sospecha respecto la falsedad de quien decía ser Claudio Fontanellas, fue provocada- según el guión de los acusadores- del mismo interesado. Habiendo sido presentado a los amigos más cercanos a la familia Fontanellas, uno de ellos, llamado Grau Rodés[20] declaró que el procesado le dijo espontáneamente, “a usted lo conozco”. Rodés le respondió que eso no era posible ya que él residía en Barcelona desde 1850 y “usted, Claudio, desapareció en 1845”. El procesado insistió y quiso aclarar que se habían conocido en casa de Romeu, en la Barceloneta y que en aquella ocasión le había enseñado la manera de hacer anises. Entonces, Rodés recordó que en el lugar indicado por el procesado se había reunido con Claudio Feliu Fontanills[21]. Lamberto, informado del suceso y con la ayuda de Antonio Lara, reunió a los hombres que por aquel entonces formaban la tertulia en la casa de Romeu, entre los cuales se encontraba Antonio Coll. Los tertulianos se escondieron en la fábrica de la fundición Vulcano, esperando la visita de las dependencias que debía realizar el pretendido Claudio Fontanellas, acompañando a Lamberto. Cuando los visitantes aparecieron, los observadores coincidieron en identificar al acompañante de Lamberto como Claudio Feliu Fontanills. Después, los conjurados encontraron a los padres de Feliu, así como a algunos antiguos conocidos y compañeros de éste, los cuales se avinieron a declarar que el supuesto Claudio Fontanellas no era tal, sino que se trataba de Claudio Feliu Fontanills.
Las declaraciones de los padres de Claudio Feliu, de algunos de los antiguos compañeros y patrones del joven, así como las prestadas por personas que lo habían tratado en tierras americanas, permitieron que se supiera su edad y que se reconstruyera su trayectoria vital en Barcelona, durante los años anteriores a su huida a Argentina. Estos datos, cuando la fotografía todavía no era muy usual – especialmente, entre la gente humilde- ni se conocían las huellas dactilares, ni el resto de medios de identificación actuales, sirvieron para otorgar veracidad a la personalidad que los acusadores atribuían al personaje. Se supo que Claudio Feliu había nacido el 4 de febrero de 1837, que había trabajado de aprendiz de pastelero y de obrero metalúrgico, que durante un tiempo perteneció a la milicia barcelonesa y que participó activamente en la insurrección obrera de 1856. Se supuso que, durante el año siguiente, debido a que era objeto de persecución política, se embarcó como paje y con el nombre y apellido falsos de Juan Carreras en la nave “Joven Conchita”, que lo llevó a Argentina.
En realidad, el procesado- en el rol de Claudio Fontanellas- afirmó que había viajado a Argentina durante el mes de octubre de 1845 y coincidía con los viejos Feliu en la circunstancia que el barco que lo llevó al otro lado del Atlántico se llamaba “Joven Conchita” y que lo capitaneaba un hombre llamado Grau Sala. Pero se comprobó que durante el año 1845 no existía ninguna nave con el nombre de “Conchita”, ni “Joven Conchita” y que, por el contrario, esta embarcación sí que navegó alrededor de 1857[22]. El capitán Grau Sala fue encontrado y prestó declaración, afirmando que, efectivamente, el procesado se había embarcado en su goleta durante el año 1857, justo en el primer viaje que llevó esta embarcación a América. Sala recordó que el procesado se escondió bajo la identidad de Juan Carrera. Pasados unos días, el capitán le pidió que le informara sobre su verdadera identidad y el procesado le respondió que se llamaba Claudio Feliu Fontanills.
Al arribo del barco a Buenos Aires, Claudio desertó y pasado un tiempo, Sala lo encontró en una peluquería de la ciudad, a la cual acudían los catalanes y observó que vestía un uniforme militar estropeado.
Durante el proceso, distintos testigos declararon que habían conocido al procesado en Argentina. Pero, en realidad, ¿a quien habían tratado los declarantes: a Fontanellas, o a Feliu?. Lo que se supo del paso del procesado por tierras americanas provenía de aquello que él quiso contar y no es necesario aclarar que se explayó, asumiendo la personalidad de Claudio Fontanellas, por lo que su relato empezaba el 20 o 21 de septiembre de 1845, en Barcelona, cuando huyó de sus secuestradores y se refugió en casa del calafate Tomás Samper, en la calle Sant Miquel, de la Barceloneta. Este trabajador le facilitó un pasaporte, gracias al cual pudo embarcarse en la goleta Joven Conchita, con destino a Buenos Aires. Precisamente, los datos que obtuvo el tribunal sobre la vida que llevó Feliu, a partir que dejó atrás el puerto de Barcelona, en el año 1857 y hasta que en fecha de 15 de mayo de 1861, volvió- él, o Fontanellas- a la ciudad catalana, resultaban difícilmente comprobables.
6. La cuestión prejudicial, la tipificación del delito y las pruebas.
El proceso, desde que se inició en el juzgado de distrito hasta la sentencia firme, recorrió tres instancias. La primera demanda fue resuelta por el juzgado de distrito de la plaza Palau y las apelaciones por distintas salas de la Audiencia de Barcelona. Las tres sentencias que mereció el caso, tratan los mismos hechos fundamentales y solamente se distinguen por la cualidad creciente del análisis, que asumió el nivel más maduro en la resolución que concluyó el recurso de “revista” (es de suponer que equivalente a la casación). No parece que, en la época, la regulación procedimental restringiera estrictamente los supuestos de apelación de las sentencias ante la instancia superior, como sucede con la regulación actual, o, si estas trabas existían, deberemos reconocer que la interpretación que adoptaron los jueces para admitir la apelación y el posterior recurso de “revista” fue extremadamente benigno[23]. Al fin, da la impresión que este caso fue juzgado tres veces, de cabo a rabo.
Los abogados del procesado discreparon del tratamiento criminal que adoptó la judicatura “ab initio” y que se mantuvo hasta la sentencia firme. En términos literales, alegaron insistentemente que el caso debería haber sido considerado una “causa” y no un “pleito”. Es decir, que según el parecer de dichos abogados, “se ha dado carácter criminal a un asunto meramente civil”. La cuestión del estado civil del procesado debería haber sido resuelta en una causa civil, previa demanda formal de los interesados- afirmaban los defensores- ya que si el procesado tenía la identidad que afirmaba poseer, cuando se inició el juicio, en fecha 17 de mayo de 1861, no podían existir sospechas fundadas y racionales de la comisión del delito. Ello, puesto que el procesado gozaba del reconocimiento jurídico y extrajurídico que lo identificaba como Claudio Fontanellas, debido al hecho probado que su hermano, Lamberto Fontanellas, todos los familiares e incluso el secretario Francisco Martí, lo habían reconocido como tal y porqué, además, poseía documentos identificativos a nombre de Claudio Fontanellas. En definitiva, en fecha de 17 de mayo de 1861, el procesado era poseedor pacífico y legítimo del título de hermano de Lamberto Fontanellas e hijo de Francisco Javier Fontanellas. Pero, habiendo sido incoado el proceso de oficio y por la vía criminal, el acusado fue desposeído ilegalmente y violentamente de su estado civil y encima, fue encarcelado y obligado a litigar con el fiscal a la contra, desde una posición de desventaja. Entonces, con la culpabilidad predeterminada, se buscaron las pruebas para sostener la acusación. Una de las consecuencias de esta tesis es que si no es posible predicar la comisión de un delito y por lo tanto, el caso no constituía materia criminal, no correspondía la incoación de oficio del proceso y tampoco la intervención de la fiscalía. Según la defensa, atendiendo al hecho que el caso era de naturaleza privada, no existía interés del Estado que mereciera protección. Añadió que deberían distinguirse los delitos “públicos” de los “privados” ya que, en el procedimiento penal que se seguía, cuando el delito presuntamente cometido tenía carácter privado, no intervenía la fiscalía. Por lo tanto, habiéndose forzado- y acusando de un delito “público”- a fin de que interviniera el fiscal, quedaba demostrada la conspiración del Estado con los potentados que perseguían a su cliente. El procedimiento criminal- amenazaba la defensa- irremisiblemente conduciría a la siguiente consecuencia: la sentencia que condenase al procesado por el delito que se le imputaba, permitiría a éste y a sus descendientes que demandaran ante los tribunales los derechos de afiliación e inherentes, puesto que “la sentencia criminal ni se los podrá otorgar, ni quitar”. La defensa ilustró su tesis comparando la “usurpación de estado civil” con los delitos de hurto y robo- los cuales son inexistentes si no se prueba que la cosa sustraída constituye “cosa ajena”- con el objetivo de concluir que únicamente puede considerarse que alguien toma una cosa ajena si ésta no es de su propiedad. El defensor alegó alguna jurisprudencia a favor de su tesis, como una sentencia de un caso juzgado en Sevilla referido a un hombre que suplantó al marido de una señora, así como otra referida a una reclamación de herencia por un suplantador del heredero legítimo, las cuales fueron consecuencia de sendos procedimientos civiles.
El juez Vicente Ferrer, de la Audiencia de Barcelona- ajeno a este proceso- no pudo contener su deseo de entrometerse en el mismo y bendijo la alegación de la defensa con la siguiente doctrina: “cuando la acción civil es cierta y la criminal resulta dudosa, deberá ejercerse preferentemente la primera”. Por el contrario, los acusadores sostuvieron que la persecución de los delitos es obligada desde el momento que aparecen indicios de su comisión y que el procesado no podía poseer el derecho de ser Claudio Fontanellas por “concesión” de su hermano, fundada en el reconocimiento inicial; insistieron que el caso no era de “estado civil”, aunque la denominación del delito lo indicara, sino que se trataba de un supuesto de “identidad” y ridiculizaron la comparación utilizada por la defensa ya que si al ladrón le fuera posible de impedir la denuncia del delito que hubiera cometido hasta que la víctima probara que la cosa robada constituía su propiedad, ningún delincuente de este género podría ser detenido ni juzgado por lo criminal. En consecuencia, el acusador preguntaba: ¿en los casos de hurto y robo, la cuestión de la propiedad ajena, se discute en un juicio previo de carácter civil, o de discute en el proceso penal?. El abogado de la demandante respondió la pregunta retórica que había formulado con una larga cita de la doctrina penal francesa, con el fin de concluir que, en definitiva, aquella coincidía con la española, aunque en Francia, al contrario de lo que sucedía en España, se distinguían las jurisdicciones civil y penal. De acuerdo con dicha doctrina, “el juez competente en un delito tiene la competencia para conocer y examinar todos los hechos relacionados con el delito y resolver todas las cuestiones conexas al mismo”.
Los defensores del procesado también discutieron la tipificación del delito, aduciendo que se trataba de un ilícito establecido recientemente y sin tradición en el ordenamiento español. El fiscal quiso rebatir este argumento remontándose al Fuero Juzgo, en el cual la usurpación de nombre con un objetivo ilícito está penada y aclarando que, en el caso que se juzgaba, la existencia de la ilegalidad del objetivo que se proponía el acusado no admitía duda ya que había querido introducirse en una familia ajena para cogerle el nombre, a fin de apoderarse de los “derechos inherentes al nacimiento” que suponía. Esta actuación- añadió el fiscal- constituía una acción criminal equiparable a la de substituir, en el momento del parto, un recién nacido por otro. Claro está que para que un hecho criminal devenga punible exige que haya sido realizado con dolo y mutación de la verdad. Al respecto, el fiscal consideró probado que el dolo y las trampas llevadas a cabo por el procesado, con el fin de enmascarar la verdad, resultaban evidentes. El objetivo de tantos engaños consistía, sin ningún tipo de duda, en apoderarse de la herencia que Francisco Javier Fontanellas había dejado a su hijo Claudio. Pero, en este punto, los acusadores simularon que olvidaban una circunstancia transcendente: el procesado no había reclamado esta herencia y eso, precisamente, sorprendió a Lamberto.
La defensa se preocupó por desacreditar y contradecir los testigos de la demandante, sugiriendo de forma recurrente que habían sido comprados por los acusadores y que declaraban bajo la influencia de los riquísimos Fontanellas, de manera que lo hacían por el temor reverencial que les producían los miembros de esta familia y en circunstancias que no les facilitaba la claridad de ideas, o incluso “ayudados” por el secretario que redactaba el acta. También criticaron que el juez de instancia se hubiera comportado como un criado al servicio de los Fontanellas y del marqués de Villamediana, a los cuales, durante el proceso, trató con deferencia discriminatoria.
Lógicamente, los abogados del procesado se esforzaron en justificar las reiteradas contradicciones, fallos de memoria, errores en la datación de los hechos e incluso la aparente indiferencia de su cliente en la práctica de las pruebas de reconocimiento, todo lo cual perjudicaba la veracidad del relato que vindicaban.
Los defensores se centraron en atacar el procedimiento de primera instancia que instruyó el juez del distrito de Palau. Al fin, el objetivo lógico de la apelación y del recurso de revista, consistía en conseguir la declaración de nulidad de aquel proceso y de la sentencia. Para lograr su propósito, los defensores insistieron en recordar cómo se produjo la primera actuación judicial. El juez de instancia, una vez hubo hablado con Lamberto en la sede judicial, se trasladó al domicilio de los Fontanellas para interrogar a los miembros de la familia, al secretario Martí, a los miembros del servicio y a algunos de los parientes de éstos, así como al mismo Claudio y al matrimonio Feliu Fontanils, progenitores supuestos del también supuesto usurpador. Incluso olvidando que todas estas personas se reunieron en el domicilio de los Fontanellas para prestar testimonio sin que fueran formalmente citadas- y por lo tanto, está claro que el sospechoso de la comisión del delito, no había sido imputado- la constitución del juzgado en la casa particular del acusador vició gravemente la práctica de la prueba ya que allá los testigos no se pronunciaron con libertad, como lo hubieran hecho en el terreno “neutral” de la sede judicial; además, no había ninguna necesidad de realizar aquella prueba “in situ”- como sucede cuando debe examinarse el lugar del crimen- de manera que los testigos declararon bajo la influencia del cabeza de familia y, sobre todo, del administrador único de la empresa familiar, Antonio Lara, de los cuales directamente o indirectamente, dependían. La defensa recordó que, en aquella ocasión, el juez tuvo la “deferencia” de esperar en el domicilio de los Fontanellas la llegada de los esposos Lara para comenzar los interrogatorios- realizados, parcialmente, en grupo- casi como si el marqués de Villamediana fuera el juez. Es decir, en opinión de los defensores, los declarantes a favor de los denunciantes, atendiendo a su condición de parientes, empleados o amigos, testificaron lo que deseaban los dueños. Cuando, en principio, Lamberto reconoció al recién llegado como su hermano Claudio, todos estos testigos se apresuraron a dar su visto bueno al aserto del dueño y se esforzaron en cumplimentar al joven. Pero a partir que Lara llegó de Madrid y consiguió que Lamberto dudara de su reconocimiento, los mismos testigos mudaron la opinión y renegaron de lo dicho. El juez de la Audiencia que dictó la sentencia de apelación se libró como pudo de este reproche y justificó de forma precaria la constitución del juzgado en el domicilio de los Fontanellas, aduciendo que era necesario coger a Claudio por sorpresa.
En la primera declaración, Claudio incurrió en un par de contradicciones aparentemente muy significativas: en primer lugar, no recordó el apellido de su madre y en segundo lugar, cuando le pidieron que relacionara los miembros de la familia que él afirmaba que era la suya, se olvidó de mencionar a Francisca, su hermana pequeña. Para justificar el primer olvido, la defensa se refugió en una tontería, como fue el hecho de alegar que en Cataluña nadie utilizaba el apellido de la madre y aunque esta circunstancia podía ser cierta en el ámbito de la vida cotidiana de la calle, no lo era cuando el interesado participaba en determinadas formalidades, incluso si se trataba de las meramente sociales. Por lo que se refiere al olvido de la mención de Francisca, sucedió un hecho intrigante. El actuario que redactaba el acta de la declaración, al transcribir la respuesta de Claudio, incluyó en la relación de parientes a Francisca pero luego, tachó el nombre de ésta y validó la corrección. Naturalmente, la defensa aprovechó el error del escribiente aduciendo que el acta había sido manipulada y denunció que, curiosamente, este secretario estaba emparentado con los Fontanellas[24]. La representación de la demandante contraatacó afirmando que, precisamente, debido a que el escribiente era pariente de los Fontanellas y por tanto conocía a todos los miembros de la familia, se avanzó instintivamente y redactó la respuesta de Claudio, antes de que éste terminara de darla; de todas maneras- concluyó el acusador- el declarante había firmado el acta sin oponerse a la enmienda.
El testimonio del matrimonio Feliu Fontanills, reconociendo que el procesado era su hijo, complicó mucho el trabajo de la defensa. Los esposos se habían presentado en el juzgado para aportar el acta de bautismo de Claudio Feliu y allá afirmaron que se trataba de su hijo sin que, en aquel momento, todavía hubieran visto al preso. Por esta razón se consideró necesaria la práctica de la prueba de reconocimiento, a la cual la madre se resistió, aunque finalmente se llevó a cabo. La defensa del procesado alegó que si la señora de Feliu había mostrado reticencia en la realización de la prueba, eso se debía a que fue presionada para que reconociera como hijo a una persona que no lo era. Además, la prueba se practicó en la enfermería de la cárcel, donde los esposos Feliu Fontanills, acompañados de sus hijos Carmen y Celestino, tuvieron que observar al procesado desde fuera de la celda que ocupaba, mientras permanecía encamado, cubierto con una manta y en la penumbra, por lo que apenas le pudieron ver el rostro. No obstante, todos los miembros de la familia Feliu Fontanills reconocieron al preso como Claudio Feliu. La acusación rebatió el alegato de la defensa, diciendo que, en realidad, la reticencia de la señora Feliu a participar en la prueba fue debida al malestar que le producía que el hijo la rechazara como madre y que los reconocimientos de presos siempre se llevaban a cabo con la rejilla de la puerta de la celda que ocupaban por entremedio.
Las pruebas periciales realizadas para determinar la edad del procesado y las contradicciones en las que éste cayó en relación a la misma, fueron bien aprovechadas por el fiscal y la acusación particular. Los jueces sabían que Claudio Fontanellas había nacido el 15 de diciembre de 1822 y que Claudio Feliu vio luz el 4 de febrero de 1837. Las fechas de nacimiento de ambas personas no resultaban discutibles ya que en las actas del proceso constaban sus partidas de bautismo. Por lo tanto, en edad, Fontanellas y Feliu se llevaban casi quince años de diferencia. El fiscal recordó la obviedad siguiente: “una persona solo puede tener una edad”. La edad de Claudio Fontanellas, cuando en 1861 se incoó el proceso de instancia, debería ser de 38 años y pocos meses. En la misma fecha, Claudio Feliu debería sobrepasar en poco, los 24 años. Las pruebas periciales que llevaron a cabo los facultativos en la persona del procesado, le atribuyeron entre 24 y 26 años aunque un perito, por lo menos, le atribuyó entre 30 y 40 años. El abogado que en aquel momento defendía al encausado intentó justificar la apariencia juvenil de su cliente con una exageración bufa y afirmó que en el otro lado del Atlántico el envejecimiento de las personas se producía muy lentamente, debido al aire sano que allá se respiraba y que precisamente por dicha razón, la capital de Argentina se llama Buenos Aires. Pero lo que de veras perjudicó al procesado es que desconocía la edad de Claudio Fontanellas. En diferentes momentos dijo que había cumplido 33 años, y 35 años, aunque, de acuerdo con su pasaporte, tenía 32. En ningún caso coincidía con la edad que Claudio Fontanellas hubiera alcanzado en la fecha (alrededor de 40, según el momento del proceso en qué se calculara). El acusador se escandalizaba: “¿Quién no sabe la edad que tiene?”. La conclusión resultaba meridianamente clara: el procesado no sabía la edad que tenía porque pretendía pasar por otra persona de la cual desconocía este dato.
Ahora bien, dejando de lado que en la época y hasta en la primera década del siglo XX, los hijos eran bautizados e inscritos habiendo pasado un tiempo del nacimiento – ya que los padres esperaban para comprobar que la criatura prosperaba- sea por ésta razón o a que el uso preciso del calendario y del cálculo solo estaban al abasto de las personas alfabetizadas, las cuales se guiaban más por el santoral, el hecho es que había bastantes personas que no sabían con exactitud la fecha de su nacimiento. Posiblemente, por eso la gente celebraba más el día de su santo que no el día del cumpleaños. Evidentemente, la diferencia de edad entre Feliu y Fontanellas no puede enmascararse en el recuerdo impreciso que muchos tenían del tiempo de vida pero sí que esta inexactitud habitual en su cálculo podría explicar las edades distintas declaradas por el procesado y las que certificaban los documentos identificativos.
Pero la edad no fue el único dato que olvidó el procesado por causa de la vida errática que llevó en tierras americanas- según sugirió, a modo de justificación la defensa- sino que tampoco sabía en qué año había sido secuestrado y después de escaparse de la reclusión, cuándo viajó a América. Esa desmemoria fue patente- según la acusación- en la nota que Claudio envió a Lamberto al llegar al puerto de Barcelona y que el capitán del Puerto Rico entregó personalmente al destinatario. Recordemos que el procesado dio a entender en ella que faltaba de casa desde 1848. No obstante, también es cierto que en posteriores declaraciones afinó la puntería y dijo que faltaba de su casa desde finales de 1845, o enero de 1846. En realidad, por lo que se refiere a la fijación de esta fecha, Lamberto tampoco se mostró exacto ya que cuando le fue preguntada por el juez de las diligencias instruidas en 1853, dijo que hacía tres o cuatro años que su hermano había desaparecido y en realidad habían transcurrido ocho.
El procesado fue sometido a exámenes físicos para comparar sus características morfológicas con las que se recordaban de Claudio Fontanellas y comprobar si presentaba señales y cicatrices que lo identificaran con esta persona, o certificasen que se trataba de Claudio Feliu. Por lo que se refiere a las cicatrices, el resultado de las pruebas parecía que constataba que el procesado era Claudio Feliu ya que la madre de éste explicó que su hijo, siendo un niño, se había sentado en un brasero y que a resultas le quedó la piel quemada en las nalgas. El acusado presentaba en dicha parte del cuerpo una mancha que podría ser debida al tipo de accidente apuntado por la señora de Feliu. Pero el abogado que lo defendía no dio crédito al resultado de la prueba mencionada, ya que consideró que había sido practicada con predeterminación del resultado y alevosía. El defensor argumentó que la madre de Feliu recordó la circunstancia del accidente cuando el procesado ya había sido examinado de pies a cabeza por los forenses y por lo tanto, todo el mundo conocía la anomalía y porque, además, su defendido había sido soldado de caballería durante muchos años, de manera que presentaba callos en las posaderas, como resultado lógico de este tipo de ejercicio.
En el primer interrogatorio en casa de los Fontanellas, el procesado, refiriéndose a la lesión que sufrió Claudio Fontanellas en una pierna, por encima del tobillo, cuando se cayó del caballo durante una cabalgata campestre, supo explicar este suceso detalladamente. Dijo que antes de que fuera secuestrado y aproximadamente un año y medio antes que abandonase Barcelona, sufrió una caída del caballo cerca de Sarrià, debido a la cual se lesionó un tobillo. Entonces le auxiliaron y fue trasladado a una casa del pueblo, habitada por unos inquilinos y empleados de su padre y que en este lugar fue examinado por un facultativo. Todo lo dicho por el procesado constituía la versión exacta de los hechos. El médico que auxilió al muchacho en la ocasión mencionada, fue encontrado y citado ante el juez. El facultativo declaró que, por causa del accidente, una esquirla del hueso roto desgarró la piel de la pierna rota de Claudio y que el rastro de la herida ocasionada sería visible durante toda su vida. Confiando en la certeza de lo diagnosticado por el galeno, los acusadores enfatizaron que los forenses que habían examinado al procesado no le encontraron ninguna señal de fractura de los huesos de las piernas pero los defensores contraatacaron alegando que Claudio no había sufrido una rotura sino una luxación y que así había calificado el interesado las consecuencias de su accidente durante el primer interrogatorio. Una meretriz – a la cual nos referiremos de nuevo más adelante- recordaba que había conocido a Claudio Fontanellas y que cojeaba.
También se especuló en relación a la herida que presentaba Claudio Feliu en los dedos de una mano y que se atribuyó a un accidente sufrido mientras trabajaba de obrero. Parece ser que el procesado tenía una cicatriz en los dedos de la misma mano pero antiguos compañeros de la fundición en la cual trabajó Claudio Feliu negaron ningún tipo de recuerdo sobre el accidente y la herida que se decía que éste había sufrido. Además, también en este caso- según dijo el defensor- la prueba fue propuesta y aceptada después que el procesado fuera examinado por los forenses y el interesado dijera que la herida le había sido inferida en el campo de batalla, luchando como soldado de caballería en Argentina. Tampoco faltaron los testigos que negaron que el procesado pudiera ser Feliu puesto que habían tratado personalmente a éste cuando era aprendiz de pastelero y que luego lo encontraron en América y no se trataba de la misma persona que se procesaba. Teresa Masot, la nodriza del pequeño Claudio Feliu, aseguró que el procesado ni tan solo se le parecía. Rosas Creixell, criada al servicio de los Fontanellas durante 28 años, reconoció al procesado como el verdadero Claudio Fontanellas.
El esfuerzo empleado para determinar objetivamente el parecido físico del procesado con Claudio Fontanellas, a partir de los recuerdos de las personas que lo habían conocido, se reveló inútil. En principio, ocurrió una circunstancia procesal muy sospechosa: nadie pudo encontrar la documentación relativa a las descripciones que habían declarado sus hermanos y el padre en las diligencias sumariales llevadas a cabo durante los años 1852 y 1853, con motivo de su desaparición. Es decir, esta documentación se incorporó a las actuaciones del proceso incoado por el delito de usurpación del estado civil pero, concretamente, los datos mencionados no aparecían y el órgano judicial se justificaba diciendo que se habían perdido. El magistrado Vicente Ferrer y Minguet dio a entender que conocía las antiguas descripciones del joven Fontanellas y se escandalizó porque diferían totalmente de las últimas aportadas por los familiares, de manera que en el año 1853 los parientes del muchacho lo pintaron como un hombre de buena presencia y de constitución y altura regulares, mientras que en el proceso actual, ante el juez de instancia y en la Audiencia, lo describían casi como un enano giboso. Evidentemente, los miembros del clan Fontanellas se inventaron unas características físicas absolutamente opuestas a las del procesado y eso, en cierta medida, los ponía en evidencia ya que si el verdadero Claudio Fontanellas y el procesado resultaban físicamente tan diferentes, ¿en base a qué le reconocieron, de entrada, como el hermano desaparecido?. Incluso se pidió la declaración del sastre que tuvo Claudio Fontanellas, el cual guardaba las medidas corporales del joven y los apuntes que aportó desmentían que éste cargara con una joroba y que fuera tan pequeño de altura. Al respecto, también declararon dos meretrices, una de las cuales- Magdalena- parece que se acostó con Claudio Fontanellas y con Claudio Feliu. Ambas mujeres gozaban de una memoria tan privilegiada que recordaban las características físicas de sus innombrables clientes, aun habiendo transcurrido un montón de años desde que los consolaron. Las declaraciones de estas señoras, por lo que se refiere a si uno u otro cliente era pecoso, más o menos velloso, tenían el pelo y la barba de un color o de otro, o si estaban pectoralmente bien formados, no deberían satisfacer demasiado a los acusadores ya que, hipócritamente, se lamentaron de la falta de consideración de los defensores del procesado, puesto que se habían rebajado moralmente hasta el punto que pusieron a dos “pobres” mujeres en el compromiso de mostrarse públicamente como promiscuas sexuales.
En definitiva, la acusación quiso desmerecer las pruebas referidas, con la siguiente afirmación: la prueba esencial de la identidad es la que proporciona la persona interesada sobre ella misma y por lo tanto la pretensión de la defensa, consistente en demostrarla mediante testigos, es un error. Cualquier persona, al cabo de dieciséis años de ausencia, debe poder dar noticias o evocando recuerdos que prueben su identidad. ¿Que tipo de persona es el procesado- clamaba el acusador- que confía en otras personas sus recuerdos íntimos, con el fin de demostrar quien es?. Ciertamente, el acusado, enfrentado a viejos conocidos de Fontanellas que le exponían recuerdos comunes, a menudo guardaba silencio y parecía indiferente. Pero también es cierto que supo distinguir, de entrada, a unos cuantos amigos de juventud. No obstante, los acusadores se reafirmaron en las conclusiones del tribunal de instancia, el cual despachó estas pruebas en base a calcular que aun existiendo un número superior de testigos que reconocían al procesado como Claudio Fontanellas, enfrente de los que lo negaban, solamente la minoría merecía crédito.
La tendenciosidad de la sentencia final queda meridianamente confirmada en la redacción de las conclusiones de la testifical, ya que explica detalladamente las declaraciones de los testigos que negaron que el procesado fuera quien afirmaba ser y en cambio recopilaba en una relación todos los nombres de los que declararon estar en presencia de Claudio Fontanellas, a fin de rechazarlos globalmente, sin dar motivos. El desprecio del fiscal hacia los testigos que reconocieron al procesado como Claudio Fontanellas se evidenció con la explicación maliciosa que utilizó para desdeñarlos. El letrado acusador recordó los oficios humildes de unos cuantos testigos de la defensa (criada, albañil, vendedora ambulante, buhonero, zapatero, basurero, peón…) y añadió despectivamente que una de las testigos era la amancebada de un propietario llamado Huguet, para concluir que esta gente de clase baja no podía formar parte del círculo social propio de un muchacho de clase alta, de manera que el contacto que hubieran podido mantener con un Fontanellas debería haber sido ocasional, por lo que, en definitiva, transcurridos tantos años, estos testigos no era fiables. El acusador remachó: “¿por qué el defensor no nos presenta testigos que reconozcan que el procesado es Claudio Fontanellas, los cuales pertenezcan a su clase social?”. Antonio Lara pidió autorización para querellarse contra los testigos de la defensa por la comisión del delito de “falso testimonio” y le fue concedida. Los defensores del acusado se opusieron a la argumentación clasista de los acusadores aportando el testimonio de 6 propietarios y comerciales, 4 capitanes de la marina, 1 médico y 1 catedrático, todos los cuales reconocieron al procesado como Claudio Fontanellas. Además, el abogado del procesado añadió que la señora Rosa Poch Frigola, nodriza del pequeño Claudio Fontanellas, había declarado tozudamente que los rasgos y la gesticulación del procesado eran los que ella recordaba como propios del niño que cuidó. La señora Poch también declaró que la situación de determinadas pecas y la constitución hundida del pecho del procesado, correspondían a las mismas características que ella había apreciado en el pequeño Claudio Fontanellas. El testimonio de esta nodriza fue obviado en la sentencia.
Tampoco parece que la prueba caligráfica fuera determinante en ningún sentido pero se debatió el nivel de alfabetización del procesado puesto que resultaba evidente que apenas sabía escribir. La carta que el preso envió a Lamberto, mediante la cual le amenazaba de descubrir el secreto familiar que el segundo marqués “conocía”, casi es ilegible. El escrito está repleto de expresiones extrañas, palabras mal escritas y divididas en sílabas, así como horrores ortográficos y sintácticos de todo tipo. Ciertamente, la nota que el capitán del Puerto Rico entregó a Lamberto, el día que el procesado llegó a Barcelona procedente de América, no constituía ningún modelo de corrección gramatical pero, a la vista de la anterior, la podemos considerar aceptable. En cambio la carta que Claudio Fontanellas envió a su padre, durante el año 1845, mientras permanecía cautivo de sus secuestradores, constaba en el expediente judicial y puede comprobarse que fue escrita correctamente. Claro está que de esta última carta solo puede garantizarse que fue firmada por el rehén, no que la hubiera escrito personalmente. En cualquier caso, la demandante no hurgó demasiado en las incorrecciones del escrito que el procesado envió a Lamberto desde la prisión y se limitó a incidir en la rareza que suponía que entre hermanos se trataran de “vos” y que el autor se despidiera con el formalismo de un “su seguro servidor”.
Ahora bien, la acusación, imbuida de soberbia clasista, consideró que la incultura notoria del procesado resultaba inimaginable en un chico de casa pudiente, por lo que concluía que éste no podía ser Claudio Fontanellas. La acusación recordó que el hijo de Francisco Javier sabía expresarse en francés y que el procesado, por lo que se refiere a esta lengua, no entendía ni una palabra. De todas maneras, parece que este aserto no fue probado y la defensa afirmó que su cliente sí que conocía la lengua francesa ya que era la empleada en las comunicaciones por los ejércitos de la época. Al fin, posiblemente, las suposiciones sobre le educación esmerada que distinguía a Claudio Fontanellas resultaban un poco atrevidas. En realidad, Claudio Fontanellas no cumplió más de tres años de escolarización, en diferentes centros- entre los cuales, la escuela del maestro Figueres- durante periodos interrumpidos y con resultados fatales- según la defensa del procesado- o por lo menos, regulares. Conrad Roure, antiguo alumno de dicha escuela, cuenta que el centro que regía José Figueres Pey tenía buena fama y que en ella se educaron muchos alumnos, incluso venidos de otras partes de España y de América. Conrad Roure rememoraba que el señor Figueres declaró en la vista del proceso que el rendimiento escolar de Claudio Fontanellas fue mediano. Claro que la opinión del maestro debió ser caritativa con el antiguo alumno puesto que, al fin, regía un negocio al que no le convenía la enemistad de los ricos.
Por lo que se refiere a la parte del relato judicial referido a los hechos sucedidos desde que el procesado embarcó rumbo a América- fuera Fontanellas, o fuera Feliu- hasta que volvió a Barcelona, debemos distinguir, por un lado, las pruebas referidas al momento y el medio de transporte en la ida, así como en la vuelta- los viajes- y por otro, las pruebas relativas a su estancia en Argentina.
Aun teniendo en cuenta las contradicciones de la declaración del padre de Feliu, resulta harto probable que Claudio Feliu Fontanills, bajo el alias de Juan Carrera, embarcara rumbo a América durante el mes de enero de 1857, que lo hiciera en el barco llamado “Joven Conchita”, comandado por el capitán Grau Sala y que se enrolara en el mismo como paje (camarero, servicio auxiliar). Recordemos que Grau Sala reconoció al procesado como el mismo muchacho que, con el nombre de Juan Carreres se enroló en el buque que capitaneaba y explicó que, por aquel entonces, le preguntó su nombre verdadero. El procesado le respondió que se llamaba Claudio Feliu Fontanills. Durante el trayecto, Claudio realizó trabajos de ayudante de cocina, elaborando pastelitos y también reparó una pieza de hierro de la maquinaria del buque. Dichos trabajos corroboraban que se trataba de Claudio Feliu, ya que correspondían al tipo de menesteres aprendidos por éste en las experiencias laborales que tuvo (aprendiz de pastelero y obrero metalúrgico). Dejando de lado que el procesado, en su papel de Claudio Fontanellas, no supiera identificar exactamente la casa de la Barceloneta en la cual dijo haberse refugiado después del secuestro[25], ni se pudo encontrar a Tomás Samper, el calafate que lo había protegido- un testigo se refirió a un tal Tomás que vivía de la caridad y que años atrás se encontró muerto en la playa- la prueba que parece más contundente en relación a la falsedad de la narración del procesado, es que durante los años 1845 y 1846 no existió ningún buque con el nombre de “Joven Conchita”, ni de “Conchita” y en cambio, éste fue el nombre de la goleta que llevó Claudio Feliu hasta América, en el año 1857. El procesado se defendió de esta evidencia, afirmando que, en realidad, no recordaba el nombre del barco en el que había viajado rumbo a la Argentina y que al cabo de un tiempo de su llegada a tierra americana, supo que esta nave- curiosamente, también comandada por un capitán que se llamaba Grau, o Guerau- se había perdido en las costas africanas.
Unos cuantos testigos que declararon que habían conocido al procesado en Argentina y Montevideo, explicaron que entonces se presentaba con el nombre de Claudio Fontanellas y que prestaba servicios de oficial en el ejército. Tres testigos, entre los cuales se encontraba un capitán de la marina, dijeron que conocieron al procesado en Gualeguaychu (Argentina) durante los años 1851, 1852 y 1855, cuando Feliu todavía no podía haber desembarcado en América y que entonces respondía al nombre de Claudio Fontanellas. Grau Rodés, uno de los conjurados que participó en la identificación del procesado como Claudio Feliu, en la fundición Vulcano, fue contradicho por éste, que le opuso que, en realidad, se habían conocido en Argentina y que por eso se extrañó que, en Barcelona, cuando, a su regreso, se encontraron por primera vez, no le hubiera recordado. Por lo menos, uno de los testigos, Tomás Targarona, declaró que había tratado con el procesado en América y que, en ocasiones, se hacía llamar Fontanellas, otras Fontanilles e incluso, Fontanills. El testigo, por aquel entonces, le preguntó cual era la razón por la cual a menudo cambiaba de apellido y Claudio le respondió que después de tanto tiempo lejos de su casa ya no recordaba su apellido verdadero. Este punto de la declaración de Targarona fue magnificada por la acusación pero el mismo testigo también declaró que, mientras ejercía de sargento de caballería en Buenos Aires, durante el año 1851- y, por lo tanto, antes de que Feliu desembarcara en América- conoció a otro sargento de caballería llamado Claudio Fontanellas y que trató con éste hasta 1859. Ambos acompañaron al general Urquiza en la acción para romper el asedio de Montevideo, impuesto por el general Orive. Esta parte de la declaración de Targarona fue tachada de falsa, a instancia de la acusación, debido a que el testigo se lió en lo referente al grado y el regimiento al cual, en la época, pertenecía el procesado, fuera o no, el pequeño de los Fontanellas.
El testigo Buenaventura Soler reconoció al procesado y contó que le fue presentado en Buenos Aires, durante el año 1858. En aquella ciudad- según dijo- un joven vestido con uniforme militar le dirigió la palabra hablando en catalán pero sin descubrirle su identidad. Otros catalanes le explicaron a Buenaventura que el joven se identificaba como hijo de Fontanellas y en aquel momento el testigo pensó que se trataba de un loco pero, pasado el tiempo, lo volvió a encontrar en casa de los Fontanellas, en Barcelona y entonces creyó que esta familia nunca hubiese permitido que un extraño entrara en su casa si ciertamente no fuera quien decía ser.
Finalmente, por lo que se refiere al viaje de vuelta, el capitán Feliciano Roig y el piloto de la nave Puerto Rico, testificaron que el viajero se embarcó con el nombre de Claudio Fontanellas. El piloto le preguntó si era pariente del famoso comerciante Francisco Javier Fontanellas y el viajero le respondió afirmativamente. Luego explicó al marinero que desde que había abandonado Barcelona no había mantenido ningún contacto con su familia, debido a que le habían tratado muy mal. El capitán, durante el viaje, prestó dos onzas al procesado y éste le debía el pago del pasaje.
La sentencia de instancia condenó al procesado por el delito de usurpación de estado civil a 12 años de prisión pero lo absolvió del delito de estafa. Además, el juez declaró el derecho que tenía Antonio Lara a querellarse por injurias contra los abogados defensores del procesado y procedió contra 22 testigos de la defensa por perjurio. El abogado de la defensa se escandalizaba, no tan solo por la parcialidad descarada y vengativa del juez sino que también por la selección arbitrariamente clasista de los testigos que éste consideró perjuros. Por ejemplo, Juan Bautista Perera, rico propietario y gerente de una compañía de ferrocarriles no fue incluido entre los perjuros, aunque había reconocido al procesado como Claudio Fontanellas, mientras que José Calvet, cochero que en diferentes ocasiones llevó al joven desde Sarrià hasta Caldes, así como la nodriza del pequeño, sí que fueron imputados por haber mentido al tribunal. La sentencia del tribunal de Palau fue confirmada en instancia superior y en casación, aunque la última resolución descontó el tiempo que el procesado había cumplido de pena y la fijó en la parte que le quedaba, de 9 años.
No sabemos que, pasados los años, después que se dictase la sentencia definitiva, apareciera el verdadero Claudio Fontanellas ni tampoco alguien que proclamara que era el verdadero Claudio Feliu. Conrad Roure, muerto en 1928 y que escribió sus memorias en la vejez, confesó que se inclinaba por creer en el acierto de la sentencia del caso Fontanellas aunque todavía tenía dudas. Claro está que si, al cabo de los años, hubiese aparecido quien reivindicase la identidad de Claudio Fontanellas, o de Claudio Feliu, el viejo Conrad lo hubiera sabido y nos lo hubiera contado.
En realidad, el lío y la incertidumbre que caracterizan el caso Fontanellas permiten que formulemos toda clase de hipótesis. Por ejemplo, aunque pensemos que el procesado no era Claudio Fontanellas, eso no significa que forzosamente fuera Claudio Feliu. El resultado de las pruebas de identificación a las que fue sometido el procesado, nos llevan a sospechar que su identidad real se parecía más a la personalidad y la vida de Claudio Feliu pero – debido a la mala práctica judicial- dicha identidad no fue absolutamente constatada, de manera que solo deviene muy probable. El hecho de que con posterioridad al juicio no apareciera ningún Claudio Fontanellas, ni ningún Claudio Feliu, perpetúa las dudas y al fin, perjudica la credibilidad de la vindicación del condenado ya que muchas personas supusieron que el verdadero Claudio Fontanellas debería estar muerto y que si no había aparecido una persona que se reconocieses como Claudio Feliu, eso significaba que el condenado era, precisamente, Feliu. Pero, las dudas no podían esfumarse: ¿y si quien había perecido en América había sido Claudio Feliu?.
Todo lo que conocemos del desarrollo del proceso proviene de los escritos publicados por los letrados de la acusación y de la defensa, así como por el juez de la Audiencia Vicente Ferrer, personaje ajeno al caso y que se posicionó claramente a favor del procesado por lo que, habiendo transcurrido tantos años del suceso, ahora es muy difícil que se emita un juicio irrefutable respecto la inocencia o culpabilidad del procesado. Lógicamente, los letrados solamente explicaron aquello que les convenía, de acuerdo con la posición de parte que defendían. No obstante, es evidente que el proceso Fontanellas, en términos estrictos de justicia, no merecía ni la consideración de verdadero proceso judicial puesto que fue incoado sin ninguna base firme, a partir de una mera conversación entre Lamberto y el juez, la cual llevó a la predeterminación de la culpabilidad del sospechoso y que se llevó a cabo sin respetar su derecho a la defensa. Solamente es necesario que recordemos la farsa de las “declaraciones” en casa de los Fontanellas y el ingreso inmediato en prisión del sospechoso, con el nombre impuesto de Claudio Feliu Fontanills. Es decir, el proceso Fontanellas, llevado a cabo en el juzgado de Palau, fue un proceso inquisitorial, mal disimulado bajo algunas formalidades aparentes de contradicción. En un sistema democrático consolidado, un poder judicial independiente y una regulación penal y procesal más elaborada, la sentencia del tribunal de instancia habría sido declarada nula, sin que al juez superior le hubiera sido necesario, ni siquiera, entrar en el fondo. Ahora bien, esta certidumbre no da respuesta a la cuestión de la identidad verdadera del procesado sino que solo nos muestra la razón principal por la que muchas personas le creyeron.
Los hechos, sobre todo los relativos a las características físicas y la edad de Claudio Feliu y de Claudio Fontanellas- y aún teniendo en cuenta las múltiples trampas que viciaron la práctica de las pruebas- así como la datación del viaje a América no resultan verificadoras de la narración contada por el procesado, en su papel de Fontanellas y por el contrario, coinciden parcialmente con los pasos ciertos del trayecto vital de Claudio Feliu. Los padres de Conrad Roure eran muy amigos del sastre Ramon Feliu, tío de Claudio Feliu- hasta el punto que veraneaban juntos- y Conrad nos explica que en el momento que se llevaba a cabo el juicio preguntó al sastre la opinión que tenía sobre la verdadera identidad del procesado. El sastre mantuvo lo que había declarado ante el juez y le respondió: “No lo dudes, Conrad. La persona que pretende ser Claudio Fontanellas es, en realidad, Claudio Feliu, mi sobrino”.
Por otro lado, debe admitirse que resulta muy sorprendente el conocimiento preciso que demostró el acusado respecto ciertos episodios de la vida de Claudio Fontanellas (el accidente de la caída del caballo o incluso, determinadas circunstancias del secuestro) o de la distribución interna de la casa paterna (al llegar, encontró la habitación de Claudio y el lavabo, sin que nadie le guiara) así como de la caligrafía del padre (negó que la nota que éste envió, supuestamente, a Manuel Pavía, adjunta a las cartas de los secuestradores, hubiese sido escrita por el progenitor y acertó el diagnóstico). También nos sorprende que las nodrizas, o institutrices, de los pequeños Fontanellas y Feliu, coincidieran en identificar al procesado como el hijo de Francisco Javier- la primera- y en negar que se tratara de Feliu- la segunda-. Conrad Roure nos da otro dato curioso que aumenta nuestras dudas: cuando el juez levantó la incomunicación al preso, lo visitaron de forma repetida muchos amigos, conocidos e incluso antiguos criados de Claudio Fontanellas pero ninguna persona que se hubiera relacionado con Claudio Feliu.
Además, el desconocimiento que mostró el procesado respecto las experiencias que debería haber vivido, como Claudio Fontanellas y relativas al entorno familiar y de amistades (sobre todo, el desconocimiento del apellido de la madre) y el hecho que el matrimonio Feliu Fontanills lo identificara como su hijo, también resultan igualmente significativos. La confusión del procesado en relación a la edad que tenía y la imprecisión total en determinar el barco que lo llevó de Barcelona a la Argentina, así como en la identificación del capitán que lo comandaba- a los cuales bautizó con los nombres de la nave y del capitán que realmente habían conducido a Claudio Feliu por la misma ruta, en el año 1857- fueron pruebas que perjudicaron su pretensión.
Claro está que casi todos los hechos descritos, así como las declaraciones de los testigos, admiten explicaciones. Quizá la habitación del lavabo y la que ocupó Claudio Fontanellas hasta que desapareció, fueron indicadas inconscientemente al recién llegado por algún miembro de la familia o del servicio. Quizá el procesado tuvo acceso a los escritos del viejo Fontanellas y por eso supo reconocer su caligrafía. En lo referente a los olvidos- especialmente, por lo que se refiere al apellido de la madre- debe tenerse en cuenta las condiciones en las que se produjo su declaración, en casa de los Fontanellas, por sorpresa, con todos los miembros de la familia y del servicio, en contra. La tensión que debió experimentar en aquel aquelarre, preparado por el juez como una trampa mortal, fue notable. Eulalia, presa de un ataque de histeria, no pudo firmar el acta y finalmente imprimió en ella una especie de garabato, con letra temblorosa. Por otro lado, es probable que algunos testigos que afirmaban que habían conocido al procesado en Argentina, en realidad conocieran a ambos Claudios – Fontanellas y Feliu- y con el transcurso del tiempo y el cambio de escenario, no los supieran distinguir. Incluso la falta de constancia sobre la existencia de la nave Joven Conchita durante el año 1845, se fundamentó en los registros de entradas y salidas portuarias- no en la comprobación de la fecha de la botadura- las cuales no resultaban muy fiables, aunque no podemos imaginar una justificación que ponga en duda la declaración del capitán de esta nave reconociendo al procesado como el joven Claudio Feliu que se embarcó en ella en el año 1857. En definitiva, las numerosas visitas que realizaron al preso los antiguos compañeros, amigos y criados de Claudio Fontanellas- recordadas por Conrad Roure- pueden explicarse por causa del beneficio futuro que los visitantes pensaban obtener, en el supuesto que el procesado fuera reconocido como el verdadero hijo de Francisco Javier. Pero, al fin, lo que realmente nos sorprende son las trampas de los Fontanellas y la farsa ausente de la más mínima objetividad en la que los jueces convirtieron el proceso.
Ciertamente, la valoración global de los hechos alegados por las partes- incluso aceptando que las pruebas fueron mal practicadas- nos inclina a creer que el viajero del Puerto- Rico que el día 15 de mayo de 1861 se presentó a Lamberto Fontanellas como su hermano, debió ser un falsario. Pero otra cosa es que lo fuera conscientemente. En aquella época la ciencia de la psicología no tenía entidad propia y se confundía en el magma de la filosofía general, sin que superase la simple descripción de determinadas conductas humanas. La psiquiatría no iba más allá de la distinción de los locos evidentes, en relación a la gente “normal” y de clasificar lo que se etiquetaba de “conductas maniáticas”. En cualquier caso, por entonces los jueces solamente tenían en cuenta la eximente, o la atenuante del estado mental, en casos extremos de locura[26] pero incluso en estos supuestos claros, a menudo los tribunales denegaban la afectación que el trastorno pudiera haber tenido en la voluntad del acusado. Por lo tanto, en el caso Fontanellas, nadie pensó en proponer el examen pericial sobre el estado mental del procesado. Si hubiera sido posible su realización, con los conocimientos y técnicas actuales, quizá se hubiera obtenido un diagnóstico esclarecedor ya que, si bien todo nos indica que el procesado no era Claudio Fontanellas Sala, por otro lado podemos sospechar, con fundamento, que- por lo menos, en ocasiones- creía serlo. El episodio de la confesión espontánea del procesado a Grau Rodés, descubriéndose como Claudio Feliu, admite dos interpretaciones. La primera, que Rodés mintió en su declaración; la segunda, que, como testificó Tomás Targarona- recordando que lo había conocido en Argentina- el procesado le había admitido que no sabía muy bien quien era y que en ocasiones utilizaba el apellido Fontanellas y otras el de Fontanilles e incluso, el de Fontanills.
Por todo lo dicho, la hipótesis de Melchor Ferrer, que expone en “La Historia del tradicionalismo español” y de acuerdo con la cual, Claudio Fontanellas escapó de sus secuestradores- o, fue liberado por éstos- y viajó hasta tierra americana, donde se convirtió en amigo de Claudio Feliu, y éste le tomó la identidad, es la más plausible. Una identidad que el procesado, en principio, solo adoptó pero que acabó creyéndose. Esta explicación supone que Claudio Fontanellas murió al otro lado del Atlántico.
Contra la certeza que supone la hipótesis expuesta, solamente se puede oponer el argumento siguiente: recordemos que Francisco Javier Fontanellas murió en los últimos días de 1852- cuando Feliu todavía no había arribado a América- y es seguro que Claudio Fontanellas, estando en América, debía enterarse de su muerte, pero, aun estando interesado en la herencia, no dio señales de vida. Con el objetivo de explicar su silencio, podemos imaginar que, o Claudio Fontanellas no sobrevivió al secuestro- argumento que siempre mantuvo la familia- o falleció durante los primeros años de su estancia en América y antes de que traspasara su padre (entre 1845 y 1852). Ahora bien, si ésto es lo que sucedió, entonces Claudio Feliu, que no llegó a Argentina hasta 1857, no podía haber conocido a Claudio Fontanellas y por tanto, tampoco podría haberse apropiado de sus documentos y recuerdos.
Claro que también se puede especular con el hecho de que, fuera por causa del desprecio que sintió Claudio Fontanellas por su padre, o fuera por el terror que le inspiraba Antonio Lara, decidiera romper definitivamente y radicalmente con su familia. En este caso, ni siquiera cuando se enteró de la muerte del padre, quiso reaparecer[27]. Esta tesis daría veracidad a la hipótesis de Melchor Ferrer ya que, entonces, Claudio habría sobrevivido a su padre. Por lo tanto, Claudio Fontanellas podría haber conocido a Claudio Feliu y habría podido ganarse su confianza, antes de que muriera.
Finalmente, la hipótesis de Melchor Ferre relativa a la suplantación de Claudio Fontanellas por parte de Claudio Feliu es la más creíble. A partir de la tesis del escritor carlista, pensamos que Claudio Fontanellas se escapó del cautiverio al que le sometieron sus secuestradores, viajó a América y rompió cualquier contacto con su padre y el resto de familiares, hasta el punto que incluso cuando murió Francisco Javier, fue incapaz de ponerse en contacto con Lamberto, o con sus hermanas. Durante su estancia en Argentina- y eso debió suceder, a partir de 1857- Fontanellas amistó con Feliu, al cual contó las circunstancias que lo habían llevado hasta América, así como sus recuerdos familiares. Después, Fontanellas murió, Feliu le tomó la identidad y volvió a Barcelona.
Hay una cuestión que jamás fue explícitamente expuesta por los litigantes en sede judicial pero que forzosamente debería ser comentada por el público expectante. La cuestión aludida es la siguiente: ¿y si lo que realmente sucedió es que Feliu, después de haber conocido, hasta los detalles, la vida de Fontanellas, lo asesinó para robarle los documentos y substituirlo?. La posibilidad apuntada nunca fue considerada porqué contrariaba directamente las tesis de ambas partes. Los acusadores no podían renunciar a la premisa de la muerte de Fontanellas en manos de sus secuestradores- aunque no la probaran- ya que su desaparición en 1845 constituía la prueba contundente respecto la falsedad del acusado y por otro lado, si hubieran renunciado a esta premisa, deberían haber probado la muerte de Fontanellas en tierra americana, lo que devenía prácticamente imposible. Pero alguien debería haberse preguntado cómo podía ser que Feliu supiera tantos detalles de la vida de Claudio Fontanellas y poseyera sus documentos personales si- de acuerdo con la tesis de los acusadores- Fontanellas murió en Barcelona a finales de 1845 y, por lo tanto, Feliu no habría podido conocerlo en Argentina.
8. Pero, ¿qué importa la verdad?. El proceso Fontanellas, reflejo de la lucha de clases.
El proceso Fontanellas cautivó la atención de mucha gente porqué evidenció el conciliábulo de los poderosos y de las instituciones contra el pueblo y porqué, además, sucedió, precisamente, cuando se habían producido las revueltas de 1854 y 1856 que debilitaron el régimen del liberalismo moderado controlado por Ramon María Narváez, desde 1843. Conrad Roure certifica que durante los años en los que se desarrolló el proceso, los barceloneses no hablaban de otra cosa. En todas las conversaciones particulares y en cualquier tertulia, surgía este tema y la pregunta reiteradamente formulada, era la siguiente: ¿el procesado, es Fontanellas, o es Feliu?. La prensa, al servicio de las clases dirigentes, sostenía la falsedad de la identidad vindicada por el procesado. Pero la opinión popular- nos recuerda Roure- se inclinaba por creer que Claudio Fontanellas había aparecido, después de un montón de años durante los cuales se le consideró muerto y que su familia, a fin de no entregarle la parte de la herencia que le correspondía, se obsesionaba en negar la evidencia. Conrad Roure nos dice que el estado de opinión dominante debió originarse en la manera claramente tendenciosa que actuó la justicia y en las trampas innobles de los demandantes. En consecuencia, la gente de la calle, simplemente, apoyó al débil. Vale la pena que señalemos que el mismo fenómeno de fervor popular se reprodujo en los casos casi idénticos juzgados en los procesos penales de octubre de 1886 en Plasencia, llamado “del muerto resucitado” y en Londres, entre 1860 y 1870, conocido como el caso Tichborne. También, en los litigios mencionados, el pueblo llano mostró su apoyo a los acusados por usurpación de estado civil- en el caso español- y por perjurio, en el caso inglés.
En definitiva, el preso fue visto, por las personas que creían que se trataba de Claudio Fontanellas, a modo del príncipe, quizá truhán pero cándido, que se mezcla con la gente de la calle y que por causa de la conjura del favorito del monarca, o del hermano envidioso, acaba siendo rechazado por el rey y desposeído de sus derechos hereditarios. El mito del príncipe injustamente desposeído, tan presente en las fábulas y leyendas, exige que el rey y su favorito empleen todos los medios para asesinarlo, o por lo menos, para desterrarle (el secuestro de Claudio Fontanellas, la huida a tierra americana, el envenenamiento del procesado).
Por otro lado, la gente del pueblo llano que, en secreto, no creía que el procesado fuera Claudio Fontanellas, apreciaba en Claudio Feliu la personalidad del hombre humilde, del obrero que se enfrenta al gobierno y a los poderosos y que, por causa de su lucha, se ve obligado a exiliarse pero que finalmente vuelve a casa con el ánimo de tomar a los ricos opresores una pequeña porción de lo que han robado. Es decir, éstos veían en el procesado una especie de bandido social. Pero, las distintas opiniones existentes también reflejan los respectivos posicionamientos políticos pues debemos recordar que Lamberto fue acusado por los republicanos de ser un reaccionario de tomo y lomo y de pertenecer a una sociedad secreta de extremistas contrarios a cualquier tipo de progreso social y democrático. Antonio Lara fue un funcionario, con títulos nobiliarios, forastero[28] y absolutamente fiel al gobierno militar conservador. Tanto Lamberto como Antonio negociaron con la contratación pública y ambos formaban parte del poder militar y policial. Recordemos que Feliu tuvo que exiliarse a América y que algunos de los catalanes que allá encontró, como Tomás Targarona, probablemente habían viajado al otro lado del Atlántico por causa de sus ideas políticas, huyendo de la persecución del gobierno español, o desterrados. Incluso podríamos especular si Claudio Fontanellas, el hijo díscolo de Francisco Javier, salió demasiado izquierdista para el gusto de su padre, lo que podría haber sido otra razón por la cual éste hizo lo posible para alejarlo a América.
Por lo dicho, ¿qué importaba si el Claudio encarcelado era o no era Fontanellas?. Lo que importaba de verdad al pueblo llano consistía en conseguir la derrota de los poderosos en todos los frentes, incluso los judiciales. Pero, los miembros de la oligarquía no podían permitir que su poder omnipotente se descuartizara- aunque solo fuera simbólicamente- a causa de un desvergonzado que, ante los ojos del mundo, consiguiera penetrar tan “fácilmente” en el corazón económico de las clases dominantes. Al respecto, las resoluciones del juez inculpando de perjurio a los testigos de clase humilde que se atrevieron a declarar a favor del procesado, o el rechazo que sufrieron estos trabajadores por causa de su pertenencia a las clases subalternas, constituye una circunstancia esclarecedora. La norma no escrita de los poderosos dice lo siguiente: solo es verdad lo que dicta el poder y los humildes ni tan solo tienen derecho a opinar. Los criados y empleados directos de Lamberto y de Lara, mostraban el camino a seguir: cuando, inicialmente, los dueños admitieron que el viajero del Puerto Rico era el pariente que habían perdido, ellos asintieron y también lo reconocieron; pero, cuando los amos cambiaron de parecer, ellos, sin dudarlo, también la modificaron.
En realidad, el debate teórico que se desarrolló en sede judicial, en relación a si el caso exigía el tratamiento por la vía del procedimiento civil, o penal, atendiendo a la falta de separación de las jurisdicciones respectivas, vestía con los argumentos jurídicos al alcance, el agravio verdadero que constituía el sentimiento de la defensa. Eso, ya que, en la época, debido a la falta de reconocimiento de los derechos fundamentales de las personas- entre los que, especialmente, debe mencionarse el de presunción de inocencia- se consideraba algo “normal” que los individuos que inicialmente las autoridades consideraban criminales, fueran sometidos a vejaciones, maltratos y represiones del tipo que, actualmente, en los países democráticos avanzados, resultan impensables. Por lo tanto, lo que verdaderamente reclamaba la defensa del procesado, por la vía de insistir en la aplicación del procedimiento civil, era que no se tratara a su cliente como un criminal y el asunto fuera manejado con la serenidad despojada de ira “institucional” que merecen los litigios sobre discrepancias entre particulares, como los que se tramitan en relación al reparto de herencias. Nadie acaba en prisión por este tipo de pleitos.
El proceso Fontanellas se llevó a cabo cuando se percibía el final del cuarto de siglo de gobierno de los liberales moderados (1843-1868) durante el cual, la parte más prolongada, salvo el corto periodo del bienio progresista (1854-1856) y el periodo final del gobierno del general O’Donell (1856-1868) fue controlada por el general Narváez y que acabó con la revuelta que destronó a Isabel II. Dicho sea de forma concisa, éste fue un periodo de dictadura, mal disimulada en el mantenimiento de ciertas formas aparentes de democracia liberal, durante el cual las libertades básicas fueron reprimidas- sobre todo, la libertad de expresión- y se instaló la arbitrariedad y la corrupción como forma de gobernación. La tensión social en Cataluña culminó los niveles más altos. Los levantamientos populares se sucedían y el malestar de la clase obrera y de los campesinos se tradujo en las alianzas explícitas de carlistas, republicanos y liberales de izquierda que se forjaron en las luchas “carlo-republicanas” – guerra de los matiners– y las algaradas barcelonesas. Los catalanes, claro está, odiaban la maquinaria estatal, de lo que tenemos muestra en las estrofas que los himnos revolucionarios dedicaban a los funcionarios (el Xirivit, la Campana). Abdón Terradas, comentando el himno de la Campana, del cual era autor, escribió en El Republicano que el pueblo llano, para conquistar sus derechos, debía tomar las armas, matar a los opositores y anular todo lo que significara algún poder ajeno a su voluntad, o sea “todo lo que depende del sistema actual, como Las Cortes, la monarquía, los ministros, los tribunales; en una palabra, todos los funcionarios públicos”- incluidos, claro, los de la administración de justicia.
El ejemplo más claro de la institucionalización de la corrupción se evidenció en la policía barcelonesa y más concretamente, en la comisaría dirigida por Ramon Serra Monclús, a las órdenes del cual actuaba la terrible banda de matones, llamada “la ronda de Tarrés”. Únicamente diremos que Jerónimo Tarrés, ladrón, falsificador y proxeneta, bien conocido en Barcelona y cercanías, solicitó el ingreso en la policía en el momento que había sido inculpado de un montón de delitos y lo buscaban cuatro juzgados para depurar sus responsabilidades. Tarrés interpuso la solicitud de ingreso en la policía con fecha 15 de agosto de 1847 y con fecha del día 18, recibió el nombramiento de miembro del cuerpo. ¡Sin problemas![29]. La ronda de Tarrés apaleó y asesinó ciudadanos en medio de la calle, sin ningún tipo de disimulo. Sus víctimas más famosas fueron Francisco de Paula Cuello Prats, periodista y redactor de El Republicano, muerto en la calle de las Basses de Sant Pere, durante la noche de San Juan de 1851 y Ros d’Espolla, muerto en Arenys de Munt, en el mismo año, pasados dos meses del anterior asesinato. Tarrés fue juzgado entre los años 1852 y 1854. En su defensa alegó su condición de policía y que la autoridad le había concedido “carta blanca” para que, en cada caso, hiciera aquello que considerara más pertinente (impunidad), con los medios que escogiera (arbitrariedad). Pero la gente estaba harta- el entierro de Cuello contó de un séquito impresionante de ciudadanos que acompañaron el cadáver hasta el cementerio del Pueblo Nuevo, transcurriendo por calles engalanadas con crespones negros-. Tarrés fue condenado a 14 años de prisión y el proceso al cual fue sometido supuso la caída en desgracia de Ramon Serra Monclús. El poderoso comisario de “Vigilancia especial” de la provincia de Barcelona también acabo en el banquillo del juzgado y durante el bienio progresista desapareció de la vida pública.
Pues sabemos que el secuestro de Claudio Fontanellas ocurrió durante el mes de septiembre de 1845, cuando apenas se cumplían dos años del salvaje bombardeo que sufrió Barcelona por parte del ejército (alzamiento de la “jamancia”) cuando las rondas de matones policiales- y no únicamente la de Tarrés- controlaban las casas de juego, la fabricación de moneda falsa y los prostíbulos, chantajeaban y se aprovechaban de los negocios legales o no, de cualquier tipo, apaleando o matando a cualquiera que les estorbara. El pequeño Fontanellas fue secuestrado un año antes que estallara la guerra de los matiners. En octubre de 1848, siendo capitán general de Cataluña, el general Fernando Fernández de Córdova se descubrió un complot republicano, en el cual estaban implicados algunos regimientos del ejército destinados en Barcelona, así como importantes próceres civiles de la ciudad. Los conjurados pretendían entregar la ciudad a los rebeldes. El descubridor de los entresijos de este complot fue Ramon Serra Monclús y – según explicó Fernández de Córdova en sus memorias- uno de los implicados era su “amigo” Antonio de la Escosura, Intendente superior y jefe de Antonio Lara. Precisamente, Francisco Javier Fontanellas buscó la ayuda de Escosura cuando, finalmente, se preocupó por la suerte de Claudio. ¿Quizá entonces el patriarca supo o sospecho que Lara habría intervenido en el secuestro del joven y buscó la influencia jerárquica de Escosura para descubrir algún dato?. Y, tres años después del secuestro ¿quién denunció a Escosura como conspirador?. ¿Quizá Lara aprovechó la ocasión para deshacerse de su superior?.
Ciertamente, el secuestro de Claudio Fontanellas apesta a “política”, sea dicho en los términos un poco despectivos que utilizó Melchor Ferrer. No tanto porque con este secuestro alguien persiguiera algún objetivo directamente político sino porque la implicación del alto funcionario, Antonio Lara, y la intervención en la ejecución de la ronda de Tarrés, a las órdenes del comisario Ramon Serra Monclús, son hechos más que probables.
Pero en el momento que se llevó a cabo el proceso Fontanellas, el imperio del liberalismo moderado se derrumbaba. Tarrés había sido finalmente procesado y condenado e incluso su jefe, Serra Monclús, habiendo pasado una temporada en prisión, había perdido sus cargos y honores. Cuando se desarrollaba el proceso Fontanellas, el comisario permanecía encausado por complicidad con una banda de falsificadores de moneda. Durante la revuelta de 1854, los miembros de las rondas policiales fueron perseguidos por los ciudadanos de a pie y solamente la intervención de las tropas del ejército les salvó del linchamiento. Se había llegado al límite. La gente estaba dispuesta a denunciar la corrupción institucional en voz alta y no solamente reclamaba la reforma profunda del Estado sino que exigía venganza. En este momento, el caso Fontanellas expuso públicamente las miserias y la hipocresía de las clases dirigentes ya que hizo aparecer en escena, bien desnudos, a los nuevos ricos, al alto funcionario corrupto, a los jueces parciales, así como manifestó la inseguridad jurídica en que se vivía.
En definitiva, nos preguntamos: ¿qué motivó a Lamberto, a Lara y al aparato judicial para que litigaran con trampas innobles, mintieran, hurtaran documentos, los falsificaran y corrompieran, si en realidad, los fundamentos de la reclamación del viajero del Puerto Rico, eran tan inconsistentes?. Conrad Roure pensaba que la Audiencia había hecho justicia, aunque se preguntaba por qué, si ciertamente había dictado justamente, en cambio no actuó con equidad. La respuesta a esta cuestión ya ha sido dada: por causa del clasismo y del miedo. Los miembros de la oligarquía, los cuales durante años habían ejercido el poder omnívoro, no podían permitir que un obrero, quizá un antiguo revolucionario, ni – aun creyendo que se tratase del verdadero Claudio Fontanellas- alguien que perteneciera a su sangre, les traicionara, divulgando a diestro y siniestro las miserias, los líos y los secretos de los miembros de su clase.
[1] “Sano y bueno” constituye la traducción literal al castellano de la expresión catalana “sa i estalvi”.
[2] El preso sufría fuertes dolores abdominales y vómitos. Éstos son síntomas claros del envenenamiento por arsénico, aunque también pudieran tener otras causas.
[3] Ramón Serra Monclús fue el jefe superior de policía de Barcelona durante los años centrales del siglo XIX. A partir que aclaró el caso de los secuestros de Sants (mayo de 1848) la prensa lo convirtió en un personaje de notoriedad. Por dicho trabajo, las corporaciones municipales de Barcelona y de Sants, le concedieron una medalla con brillantes. Tres días antes, la reina le había concedido la “Real Orden Americana de Isabel la Católica”. El primero de julio de 1848, en el punto álgido de la guerra de los “matiners”, Serra promocionó a comisario superior de la “Comisaría Especial de Vigilancia de la província de Barcelona”. El órgano de la policía secreta contaba con una patrulla llamada “la ronda de Tarrés”- de Jerónimo Tarrés, ladrón, falsificador de moneda y proxeneta- que constituía una agrupación de criminales cuya misión consistía en acometer los actos violentos, ordenados por el comisariado. Tarrés no menospreció los métodos más brutales y sus acólitos apalearon y asesinaron a ciudadanos- incluidos algunos políticos significados- en medio de la vía pública.
[4] Artículo 66 de la Constitución de 1846: “A los tribunales y juzgados pertenece exclusivamente la potestad de aplicar las leyes en los juicios civiles y criminales…”
[5] “La causa Fontanellas, justificada en la esencia de su procedimiento”. Vicente Ferrer y Minguet, magistrado de la Real Audiencia de Barcelona. 1865.
[6] Francisco Javier, sobre todo debió negociar con el transporte marítimo; recordemos que provenía de la ciudad marinera de Vilanova y que en Barcelona, se instaló en la Barceloneta. El capitán del barco Puerto Rico, que había partido de Charleston, mostró especial deferencia al patriarca de los Fontanellas. El transporte de esclavos proporcionó suculentos beneficios a los mercaderes y navieros catalanes. El procesado, a fin de justificar que no se pudiera identificar la nave que lo había llevado desde Barcelona hasta el otro lado del Atlántico, alegó que dicho barco, después de aquel viaje, se había perdido en las costas africanas. La razón por la cual las naves de transporte que hacían la ruta atlántica, visitaban las costas africanas, resulta evidente.
[7] “La corona de Aragón”, periódico clandestino, de diciembre de 1854. Citado por Josep Benet y Casimir Martí en “Barcelona a mitjan segle XIX”; Documents de Cultura; Curial; Barcelona, 1976.
[8] “Memorias de mi larga vida”. Conrad Roure. Edición revisada por Josep Pich i Mitjana. Eumo. Edit. IUHJVV y Museu d’Història de la Ciutat de Barcelona; 2011.
[9] Literalmente, “El peso de la paja”.
[10] Los miembros de la “policía secreta” (de la Comisaría de Vigilancia de la provincia de Barcelona) no vestían uniforme. Se identificaban mediante una insignia de latón, la cual no parece lógico que mostrasen salvo que, en una situación determinada, quisieran ampararse en su condición de agentes de la autoridad. No obstante, sabemos que los trabucaires que perpetraron los secuestros de Sants, en el mes de mayo de 1848, quisieron simular ante los rehenes que pertenecían a la dicha policía.
[11] Lamberto, entre los documentos de su padre, encontró una nota que decía lo siguiente: “Al dar parte de la desaparición de mi hijo al Excmo. Capitán General Don Manuel Bretón, pidiéndole que se sirviese tomar disposiciones a fin de descubrir la trama, he puesto en poder de S.E las tres cartas que he recibido”. El procesado declaró que la caligrafía de esta nota no correspondía a la de Francisco Javier Fontanellas y se comprobó que tenía razón. Los defensores del acusado creían que se trataba de un escrito adjuntado a las cartas por algún familiar de los Fontanellas, con el fin de justificar que Francisco Javier se había preocupado por la suerte de Claudio.
[12] En unas obras realizadas en una casa de Sants aparecieron los restos de un cadáver, el cual, debido al buen estado de la dentición, propia de un hombre joven, originó habladurías respecto si podía tratarse de Claudio Fontanellas.
[13] Josep Borges (Vernet, Artesa de Segre,1813; Italia 1861). Participó en la primera guerra carlista y obtuvo el grado de coronel. También fue muy activo en la guerra de los matiners (1846-1849) durante la cual ascendió a general de brigada. Se exilió en el año 1849 y en el año 1860 sirvió en el ejército del Vaticano y en el de Francisco II de las Dos Sicilias. Después guió las guerrillas legitimistas contra Garibaldi y la casa de los Saboya. Cayó prisionero y fue fusilado en noviembre de 1861.
[14] Se supo de la existencia de estos documentos porqué Lamberto los mencionó en su primera declaración, en su casa, pero en el expediente de la Audiencia solo constaban el pasaporte y un nombramiento de alférez del ejército argentino. El abogado de la defensa argumentó que existía otro documento a nombre de Claudio Fontanellas, fechado en 1857 que resultaba trascendente ya que en la fecha que fue expedido Claudio Feliu aún no había desembarcado en la Argentina.
[15] Y no solamente se le ofreció Borges. Otro jefe carlista de renombre, Agustí Cendrós, aparece en la documentación judicial por la misma razón.
[16] Targarona no es un apellido demasiado común. Conrad Roure, en sus memorias- antes citadas- menciona un republicano que llevaba este apellido y lo hace acompañando otros republicanos y socialistas tan conocidos como Abdó Terradas, Narcís Monturiol, Francesc de Paula Coello- asesinado por la ronda de Tarrés, la noche de San Juan, de 1851- y Anselm Clavé.
[17] El acusador preguntó al procesado por qué no pidió ayuda a los guardias de la muralla, en el momento que fue secuestrado. El procesado respondió que no lo hizo porque era consciente que los hombres que lo retenían pertenecían a la policía.
[18] Un testigo explicó que en el momento que ocurrió el secuestro, se enteró por boca de un hombre muy cercano a Francisco Javier, que éste había buscado la manera de alejar a Claudio de la familia y de Barcelona, enviándolo a América.
[19] Actualmente no existe esta distinción pero se mantuvo hasta la mitad del siglo XX. Los delitos “privados” eran los que el legislador consideraba que no “ofendían” a la sociedad ni al Estado. Por ejemplo, el delito de violación, el cual no era punible por acuerdo del violador y la víctima, formalizado en matrimonio.
[20] Grau es una forma catalana de Guerau, o Gerard. En castellano, Gerardo. Conservamos la forma catalana porqué así aparece en los resúmenes del proceso.
[21] La defensa del procesado alegó que la supuesta confesión de éste en relación a su “verdadera” identidad suponía una estupidez poco creíble por parte de una persona que pretendía pasar por otra. El procesado siempre negó que la hubiera realizado.
[22] Un bergantín goleta bautizado con el nombre de “Conchita”, construido en Blanes en el año 1855 y con matrícula mallorquina, realizó la travesía del Atlántico durante los primeros treinta años de su vida. Después, este barco fue bautizado de nuevo con el nombre de “Cortés” y más tarde, en 1918, como “Hernán Cortés” y llevó a cabo el transporte de mercancías por el Mediterráneo. Finalmente, durante los años cincuenta y sesenta del siglo XX, anclado en la costa de la isla de Mallorca, sirvió de restaurante flotante, hasta que en el año 1980 fue hundido en el mar. Es muy probable que Claudio Feliu Fontanills hubiere viajado a Buenos Aires, en el año 1857, a bordo del Conchita, barco que siendo nuevo, fuera llamado “Joven Conchita”. Pero, evidentemente, el procesado, bajo la identidad de Claudio Fontanellas, no podía haber realizado el mismo viaje, durante los años 1845 o 46, en la nave referida, pues había sido construida en 1855. Las noticias sobre la goleta Conchita aparecen en el artículo titulado “El final del bergantín goleta Conchita”, firmado por Fabián, el 30 de abril de 2009 y publicadas en el blog “Alta Mar”. La goleta Conchita protagonizó un incidente diplomático en 1857, cuando fue abordada por la armada inglesa debido a que también era utilizada para el transporte de esclavos, que ya entonces había sido proscrito por el Reino Unido (Negreros y Esclavos. Barcelona y la esclavitud atlántica (XVI-XIX). Obra coordinada por Martín Rodrigo y Lisbeth J. Claviano. Ed. Ariel).
[23] El fiscal alegó que mediante el recurso de revista no podían ser revisadas las sentencias que denegaban la nulidad del procedimiento, ya que este supuesto no era recurrible.
[24] El escribiente estaba casado con una prima hermana de Lamberto.
[25] Circunstancia comprensible, ya que las casas del núcleo antiguo de la Barceloneta son exactamente iguales por lo que se refiere a su construcción y el procesado se equivocó de un par de números.
[26] Conrad Roure menciona el caso del asesinato de la baronesa de Senaller, cometido por un militar obseso que la asediaba y que fue juzgado en 1855. El abogado del procesado intentó defenderle alegando el estado de locura de su cliente pero la prueba no le fue admitida.
[27] El procesado, en el rol de Claudio Fontanellas, declaró que se enteró de la muerte de Francisco Javier en la Argentina y que fue informado del suceso por un marinero. Recordemos, también, que Tomás Targarona declaró que había tratado con Claudio Fontanellas hasta el año 1859.
[28] Los altos funcionarios del Estado destinados a Barcelona no eran catalanes y a menudo residían en Madrid. Por este motivo siempre fueron vistos como forasteros y que se considerase que se trataba a la “província” catalana como una colonia. El 10 de julio de 1850, el periódico La Opinión pública denunció al capitán general por esta razón: “Es doloroso considerar que la guerra civil ha concluido […] que el Principado quiere paz; paz a cualquier precio; que ninguna complicación asoma por el horizonte; que todo promete sosiego aquí; que el capitán general, persona sobre la cual recae exclusivamente la alteración del orden público ha meses que vive tranquilamente en Madrid y sin embargo el estado excepcional siga en todo su vigor aún!”. El periódico tuvo serios problemas por la publicación de este artículo.
[29] Conocemos estos datos porque fueron alegados por los letrados de la acusación, en el proceso Fontanellas, con el objetivo de demostrar que Tarrés no gozaba del título de policía cuando el joven Claudio fue secuestrado. No parece que la conversión de este criminal, de la noche a la mañana, en policía originara ninguna estupefacción.