Contenido 5ª parte: Las razones. El éxito y la caída sorprendentes del alzamiento. Algunos personajes simbólicos : Los Tristany, nobleza rural, señores de la guerra y último símbolo del antiguo régimen, Ramon Serra Monclús, comisario de protección y seguridad pública, Rafael Sala i Domènec. Planademunt, Francesc Baliarda i Ribó, alias Noi Baliarda y Josep Estartús i Aiguabella.
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- Las razones.
- El éxito y la caída sorprendentes del alzamiento.
- Algunos personajes simbólicos.
21.1 Los Tristany, nobleza rural, señores de la guerra y último símbolo del antiguo régimen
21.2 Ramon Serra Monclús, comisario de protección y seguridad pública.
21.3 Rafael Sala i Domènec. Planademunt.
21.4 Francesc Baliarda i Ribó, alias Noi Baliarda.
21.5 Josep Estartús i Aiguabella.
Si Cataluña hubiese sido un oscuro y alejado rincón de España, se la habría podido abandonar a su suerte sin temor. Pero, en realidad ocupaba una posición geogràfica de importancia superior para el destino de la monarquía. J.H. Elliott.La rebelión de los catalanes.
¿Como es que España ha visto en peligro su unidad en el siglo que Alemania e Italia consiguieron triunfalmente las suyas? […] un siglo XVIII unificador, un siglo XIX disgregador… Pierre Vilar. Estado, nación, conciencia nacional.
Algunos poetas y escritores empezaron a enaltecer el espíritu catalán […] y las lecturas de las Crónicas de Muntaner […] el recuerdo de las hazañas de nuestros antepasados crearon una atmósfera que, con las quejas de fabricantes y productores poco a poco devino más densa […] el enemigo principal de los cuales siempre ha sido el fisco y con el clamor de los contribuyentes […] acaban por odiar al centro político y administrativo de la nación que los nombra y los destina a las provincias. Pere Estasén y Cortada, 1900.
Es doloroso considerar que la guerra civil ha concluido […] que el Principado todo quiere paz, paz a cualquier precio; que ninguna complicación asoma por el horizonte; que todo promete sosiego aquí; que el capitán general, persona sobre la cual “exclusivamente” recae la alteración del orden público ha meses que vive tranquilo en Madrid y sin embargo el estado excepcional siga en todo su vigor aún!. La Opinión Pública. 1850.
España tiene planteados dos problemas muy graves: el problema nacionalista de Cataluña y el problema obrero y ambas cuestiones son de libertad. Francesc Macià. Congreso de los Diputados, 21 de febrero de 1919.
Desde la perspectiva de la escritura de la historia, la guerra de los matiners ha sido minusvalorada e incluso, en ocasiones, parece que ha habido interés en ocultarla. Esta falta de atención se originó, casi, desde la mañana siguiente a la fecha de la declaración del fin del conflicto. Josep Coroleu no le dedicó ninguna línia explícita. En realidad, solamente constató las celebraciones que se llevaron a cabo y la entrada triunfal de Gutiérrez de la Concha en Barcelona, al finalizar la guerra. No obstante, el hijo de Vilanova escribió un comentario raro, proviniendo de un liberal, para remarcar el coraje de los Tristany. Tampoco, Víctor Balaguer, director del periódico El Catalán, dedicó a la guerra más que unas pocas líneas en su Història de Catalunya.
Claro está que el olvido comentado no solamente puede atribuirse a los liberales ya que también lo descubrimos en los carlistas. El lector atento de los exégetas del tradicionalismo, incluso los catalanes, se sorprenderá por los esfuerzos que éstos han dedicado en orillar las circunstancias de la guerra de los matiners y a sus protagonistas. Autores como el Barón de Aratagan, que a principios del siglo XX publicaban retratos de soldados insignes del carlismo, no solo dedicaron páginas a oficiles secundarios bascos, castellanos o navarreses, en detrimento de los jefes catalanes, sino que cuando escribían cuatro líneas dedicadas a unos pocos matiners, silenciaban cuanto podían la participación en la guerra que protagonizaron. Por ejemplo, Aratagán nos presenta un Planademunt intemporal, descrito en unas pocas líneas de compromiso. Claro que no deberíamos extrañarnos ya que, si no estamos equivocados, dicho biógrafo tampoco consideró que Ramon Cabrera, ni los Tristany, ni Estartús, mereciesen ningún recuerdo. Pero el barón no es un caso excepcional. Hasta nuestros días, los cronistas del carlismo ortodoxo han resumido la vida de Cabrera como un buen general de la primera guerra carlista que, después de exiliarse en Londres, volvió a España para aparecer momentaneamente en territorio catalán, entre 1848 y 1849 y que se exilió de nuevo para acabar sus días renegando de la causa de los Carlos.
El olvido histórico de la guerra de los matiners fue corregido por Josep Llord, autor de la obra titulada “Campanya montemolinista de Catalunya, o guerra dels matiners, 1848- 1849” [152] cuando todavía no habían transcurrido cien años del fin del conflicto pero fue a partir de la publicación de “La guerra dels matiners i el catalanisme polític, 1846-1849”, de Josep Camps i Giró[153] que se avivó el interés por desvelar el silencio que invadio el periodo más revolucionario de nuestra historia del XIX.
La etiqueta que clasifica la guerra de los matiners como la segunda carlistada, constituye una simplicidad. Esta lucha no constituyó únicamente otra carlistada y en cualquier caso, la parte más importante de los carlistas que participaron en ella mantenían unos principios y unos objetivos políticos ciertamente túrbios, aunque claramente conservadores, pero distantes del absolutismo que habían defendido en la primera guerra. Eso constituía una evidencia en el momento del alzamiento, tanto para las autoridades del gobierno como para los redactores de la prensa y por lo tanto, también para la mayoría de la población. El Fomento del 17 de diciembre de 1848, informaba que “Cabrera ha dicho públicamente que es ya tiempo de que los bienes de los ricos se repartan entre los pobres […] Cabrera, antiguo campeón del absolutismo, no es ya un nuevo aliado de los anarquistas, es un celoso apostol del comunismo […] la causa de D. Carlos, muerta de derecho, sucumbió de hecho en los campos de Vergara”.
La simple lectura del Diario de Barcelona, desde el fin de la primera guerra hasta la conclusión de la guerra de los matiners y aunque dudásemos de la veracidad de muchas de las notícias que publicaba, nos muestra un país trastornado, repleto de empuje y de anhelos, con un conflicto social, económico y político complejo, de envergadura, inmerso en un enfrentamiento armado contra el Estado. Este diagnóstico general no resulta erróneo ya que los periodistas podían equivocarse, podían mentir e incluso podrían habernos escamoteado informaciones importantes pero ni podían haberse inventado el conflicto, ni podían dejar de reflejar las causas que lo explicaban. En cualquier caso, podrían haberlas interpretado mal.
Lo cierto es que la primera guerra carlista ha sido el objetivo principal de los investigadores que se han dedicado a la historia del siglo XIX. Después, la carlistada de 1872 a 1876 ha excitado la curiosidad de mucha gente ya que, en Cataluña, fue una lucha montañesa y debido a ello, mitificada, pero también debido a que en Navarra y el País Vasco asumió las características de los enfrentamientos clásicos, con batallas singulares, en las cuales chocaron dos ejércitos regulares, atrincherados y bien armados de artillería. En ocasiones, lo poco que se ha hablado de la guerra de los matiners, refleja aquello que se recuerda de la primera y de la última guerra. Quizá esta mezcolanza también se origina en el hecho que muchos cabecillas carlistas que condujeron la última guerra del siglo XIX eran veteranos del alzamiento de los matiners. Efectivamente, a partir de la década de los sesenta y sobre todo, a partir de 1872, Castells, Savalls, Galceran, Rafael Tristany, Cargol y algunos más- aunque no todos, puesto que, esta vez, ni Cabrera, ni Estartús, ni Masgoret quisieron implicarse- tomaron las armas para reeditar la revuelta que habían protagonizado veinte años atrás e incluso esperaron que, de nuevo, les acompañasen los republicanos[154]. Pero ésta fue una ilusión sin fundamento ya que las circunstancias políticas de los setenta, del XIX, habían cambiado el panorama. No obstante, es verdad que entre el alzamiento de los matiners y la tercera guerra civil hubo similitudes y que este último conflicto tampoco fue tan localizado, romántico e intrascendente como a menudo nos ha sido contado. En cualquier caso, la lucha carlista del setenta y dos al setenta y seis fue otra guerra, mantenida solo por los carlistas, la cual, sobre todo, se desarrolló en el Pais Vasco y en Navarra y que, en Cataluña, aun teniendo en cuenta que los rebeldes ocuparon algunas capitales comarcales importantes- Olot, Vic y La Seu d’Urgell- en realidad no llegó a afectar seriamente el Barcelonés, ni las comarcas de la costa marítima.
Las causas del malestar popular que mantuvieron el país en una larga revuelta, durante casi todo el siglo XIX, las contradicciones sociales, económicas y políticas que permiten razonar este siglo e incluso más allá, se concentran en la década de los cuarenta y el alcance territorial, humano e ideológico de la guerra de los matiners nos demuestran que se trató de un conflicto con entidad propia y más trascendente para Cataluña, que la última guerra carlista.
Las razones del levantamiento de los matiners fueron diferentes según se observen desde la perspectiva de las clases populares o desde la perspectiva de los propietarios agrarios e industriales, aunque finalmente, durante pocos años, confluyeron. Una proclama repartida en el Vendrell, durante el verano de 1848, evidencía la mezcla de ideologías, así como de tendencias y de anhelos que se juntaron en el bando de los matiners, a la vez señala las razones principales del descontento popular: “Catalanes.- La era de la libertad ficticia toca ya a su término […] unión catalanes, cesen ya las intestinas querellas que han ido entronizando el despotismo, y a la voz de unión, libertad, ley sálica y patria rómpase la coyunda que os tiene unidos al ominoso carro de la tiranía salvando por un voto unánime la patria y vuestros más caros derechos ¿quien os detiene ya para no levantaros en masa contra el mas pésimo de los gobiernos que […] os abruma con nuevas arbitrariedades […] despojandoos del goce de vuestros sagrados privilegios? ¿A que quintas? ¿A que este sistema tributario? […] Catalanes, fuera quintas, las que no esten ordenadas a tenor de vuestras antiguas tradiciones, fuera nuevos impuestos […] Trazado teneis el camino para que por vuestros ilustres vecinos, vuestros propios intereses os mandan seguir su ejemplo […]”. Es decir, el autor anónimo de este panfleto predicaba que para conseguir la “libertad”, la recuperación de los fueros o constituciones – “sagrados privilegios”,“vuestras antiguas tradiciones”- debía seguirse el ejemplo de los republicanos franceses. Incluso, el autor se esforzaba en criticar el absolutismo. ¿Quizá el panfleto fue redactado por un carlista que pedía la instauración de la república?; o, ¿acaso se trataba de un republicano deseoso de captar la adhesión de los carlistas?. Lo evidente es que el panfleto contenía un llamamiento al patriotismo catalán.
El descontento del pueblo se fundaba en los efectos de la crisis económica- durante 1847 los artículos de consumo esenciales, como el pan, el arroz y las patatas, se encarecieron hasta que resultaron inasequibles para los trabajadores- así como, el sistema impositivo y el reclutamiento militar- íntimamente relacionados- de manera que aumentó el paro entre los obreros de la industria y del campo, hasta el extremo que alertó a las autoridades. El general Pavía, asustado por la miseria de las clases más desfavorecidas, la cual incrementaba día a día el número de rebeldes armados, llegó al punto de donar personalmente 4000 duros al obispo de Solsona- capital del territorio dominado por los Tristany- destinados a cubrir las necesidades básicas de los campesinos pobres. Precisamente, la guerra se fue desvaneciendo al mismo tiempo que se atenuaba la crisis económica. Pero, mientras la crisis estuvo en su apogeo, los ayuntamientos de las ciudades intentaban aplicar fórmulas destinadas a suavizar el perjuicio que suponía para las familias la redención de los mozos quintados y las imposiciones económicas de todo tipo que les afectaban. Durante el año 1849, los mozos, a dichos efectos, se dividían en cuatro clases, según la escala de edad establecida. Para los de la primera clase, de 18 a 19 años, la cuota de redención ascendía a 480 reales; para los de segunda clase, de 20 a 21 años, la cuota era de 320 reales; para los de tercera, de 22 años, sumaba 200 reales y para los de cuarta, 60 reales. El ayuntamiento de Barcelona invitaba las familias con hijos, al pago de donaciones desgravables- una especie de pago a plazos- para que, en el momento de la quinta, las afectadas no tuvieran que realizar el gasto de una sola vez. Evidentemente, los ayuntamientos y las diputaciones procuraban retener el fruto de las recaudaciones realizadas con antelación y los gobiernos de Madrid se quejaban de la morosidad de las instituciones municipales catalanas en ingresar lo recaudado en Hacienda.
La exigencia de trabajo no suponía únicamente la reivindicación lógica e inmediata de las clases populares. Proclamada la república francesa, la preocupación interesada de las clases pudientes por el desamparo de los proletarios devino, de pronto, notoria y la prensa publicaba discursos sutiles de fondo antimaquinista y anticapitalista: “ […] nuestra edad es la de las máquinas […] nada se hace ya directamente a mano […] se persigue al artesano en todos los talleres y se le reemplaza con agentes inanimados mas espeditos y robustos […] la lanzadera se ha escapado de las manos del artesano, es lanzada por los dedos de hierro que le dan un impulso mas vivo […] el marinero recoge sus velas y depone sus remos y manda a otro cuya fuerza es inagotable, que le lleva a través de los mares sobre sus alas de vapor […] el poder de la raza humana ha recibido con esto un aumento portentoso y es muy satisfactorio el pensar que con una cantidad dada de trabajo estamos mejor alojados, mejor vestidos, mejor alimentados. Deja empero al examen de los economistas las mudanzas que debe ocasionar esta nueva fuerza en el sistema social y lo que debe resultar en definitiva de esta acción incesante, que, aumentando la mole de las riquezas, propenden a acumularlas más y más en las mismas manos y à aumentar la distancia que separa el rico del pobre”.
La Junta de fábricas de Cataluña abría una suscripción para ayudar a los obreros desocupados. Los propietarios e industriales y también las autoridades de Madrid, temían el enrolamiento masivo de los parados en las facciones. La diferencia de opinión de los capitanes industriales y grandes propietarios, con el gobierno, consistía que los burgueses pretendían mantener el levantamiento en los límites de una protesta popular que no pusiera en peligro el sistema social, mientras que el gobierno consideraba que la situación era de descontrol total y que había derivado en guerra revolucionaria contra el Estado. Pero, en el fondo, los industriales y los grandes propietarios temían que los matiners llevasen a cabo la revolución clasista. El gobierno alimentaba este temor, en parte porque se lo creía y en parte porque de esta manera asustaban a burgueses y terratenientes, a fin de inclinarlos al lado de la monarquía isabelina. Cabrera, conciente del juego, no se cansaba de proclamar que las fábricas no constituían su objetivo bélico[155]. En realidad, el progreso técnico que permitía producir más y mejor, resultaba evidente y perjudicaba el mantenimiento de la ocupación laboral. El vapor, la mecanización, cambiaron el mundo de la industria y provocaron la necesidad del asociacionismo obrero. Los trabajadores catalanes, como masa revolucionaria, acabaron por asustar seriamente a los propietarios rurales y a los industriales, especialmente porque éstos consideraban – coincidiendo, finalmente, con las autoridades del gobierno- que constituía el caldo de cultivo ideal para el crecimiento y la extensión de las ideologías “comunistas” plantadas por Abdó Terradas y alimentadas por los mesianismos de Cabet y Proudhon. En realidad, dichos ideólogos socialistas contaban con muchos adeptos catalanes. De entrada, la bandera carlista no preocupaba a las clases dirigentes ya que se suponía que, en el fondo, aunque los legitimistas aparentaran ciertas ideas liberales, todavía defendían el clasismo aristocrático. Por el contrario, ciertamente, habiendo avanzado la guerra, los montemolinistas fueron temidos como fuerza bélica y aumentó el temor de los propietarios rurales- el sector más tradicionalista- por causa de la ambigüedad de los principios políticos que aquellos sostenían. En realidad, lo que más preocupaba a las autoridades militares y a las clases dirigentes era la masa con sed de progreso social y de igualdad y por lo tanto, impregnada de la esperanza de conseguir un mundo mejor. Entre los líderes que el gobierno persiguió, con motivo de la conspiración republicana de otoño de 1848, se encontraba el médico Rovira, cabetiano de la sociedad del Poble Nou (Icaria) el cual guió los correligionarios catalanes d’Étienne Cabet a la Nova Icària en Texas y que acabó suicidándose por causa del fracaso de esta colònia de socialistas igualitarios. En el amplio aspectro que acogía a los matiners había de todo, también socialistas utópicos.
El discurso de las clases poderosas podía entenderse fácilmente. Los industriales catalanes eran proteccionistas, puesto que querían reservarse el mercado español. Por esta razón, la prensa de Madrid los acusaba de monopolistas. En plena guerra, la burguesía seguía creando negocios y presionaba para que Barcelona se librara de las murallas y el gobierno reprimiera de forma efectiva el contrabando. A finales del 47 y principios del 48, el gobierno cedió, permitiendo que se derruyesen, por lo menos, algunos trozos de las murallas y la burguesía se frotaba las manos, satisfecha, preparando el gran negocio inmobiliario del ensanche barcelonés- sobre el cual, el Diario de Barcelona ya había informado el 29 de julio de 1844. Incluso, el mismo periódico, en la edición del 24 de marzo de 1848, relacionó la solución de la crisis y la disminución del paro obrero, con la puesta en marcha de las obras de construcción para extender la urbe. El periodista sostenía que estas obras darían trabajo a muchos obreros aunque reconocía que la construcción del ensanche barcelonés presentaba problemas, sobre todo de carácter financiero y militar. A fin de solucionar la primera cuestión, el autor del artículo proponía que el ayuntamiento acudiese al endeudamiento privado. De esta manera y desde de siempre, se han llevado a cabo en Barcelona y en buena parte de Cataluña, las grandes empresas, como la construcción de Liceo y el establecimiento del primer ferrocarril. La perspectiva militar no recomendaba que se derruyeran las murallas, sobre todo en una época de levantamientos populares continuados y por dicha causa, el ministerio de la guerra, no solo quería mantenerlas sino que impedía la construcción de edificios en el extramuro, hasta la distancia del alcance máximo de una bala de cañón. Claro está que la perspectiva militar no tenía tanto en cuenta la defensa de la ciudad del exterior sino que, de forma prioritaria, consideraba seriamente la necesidad de mantener el orden público interno. Barcelona se había alzado en demasiadas ocasiones y las murallas constituían una prisión para sus habitantes, lo que facilitaba la represión mediante el bombardeo de la ciudad desde las alturas de Monjuïc o de Gràcia.
La prensa reflejó la relación existente entre la represión del contrabando y la vocación proteccionista de los industriales catalanes. No se podía garantizar el mercado español a las manufacturas catalanas con la simple imposición fiscal de los productos importados, mientras la frontera no fuera impermeable. El 15 de mayo de 1848, el gobierno publicó un decreto para la represión del contrabando y el Diario de Barcelona, lo celebraba. Pero la actitud del gobierno no era demasiado honesta ya que permitía la corrupción administrativa que afectaba, sobre todo, las oficinas de aduanas. El 7 de diciembre de 1848, la Junta de Fábricas enviaba a la reina la siguiente petición desesperada: “Es indudable, Señora, que el sistema de vender en las Aduanas los géneros ilícitos aprehendidos y decomisados causa gravísimos perjuicios, porque penaliza los pedidos á la industria y abate el comercio; y mientras que las leyes fiscales estarían admitidas, porque de ellas se hace un mercado en las Aduanas, en donde vendiéndose las mas á precios ínfimos, se surten de ellas los consumidores con mayor ventaja que si las vendiera el mismo contrabandista: entonces naturalmente ha de sufrir la indústria la rebaja de sus demandas y se perjudica gravemente el comercio disminuyendo el valor de las mercaderías legítimamente introducidas que han pagado crecidos derechos. El gobierno de V.M. teniendo presentes las justas y repetidas reclamaciones que le habian sido dirigidas para que se dignase poner remedio á unos males de tanta cuantía, creyó que los géneros procedentes de comisos debian ser estraidos de la Península, y así lo dejó consignado en el artículo 13 citado [RD de 15.5.1848]. Esta disposición, Señora, no se cumple en la Aduana de esta ciudad; en ella se venden los géneros no admitidos á comercio, y los anuncios de tales ventas se publican en los periódicos”.
Los firmantes de la reclamación explicaban a la reina que se habían entrevistado con el intendente de las aduanas de Barcelona para pedirle que se aplicara la ley y que dicho funcionario les respondió que obedecía a la Dirección General de Aduanas y Aranceles, la cual le ordenaba que pusiera a la venta los productos decomisados. Pero el asunto del contrabando resultaba más complejo de lo que ahora podemos pensar, leyendo la prensa de la época, ya que los catalanes siempre nos hemos beneficiado de la existencia de la frontera. Desde el tratado de los Pirineos, el contrabando ha constituido una industria para los catalanes del norte y del sur, de manera que la negligencia administrativa de los aduaneros e incluso su connivencia con los traficantes, en parte también se debía a la presión que al respecto ejercían determinados sectores de la población del país, sobre todo en las comarcas gerundenses.
Hasta aquí solo hemos hecho un repaso ligero de la situación. Por un lado había un país orgulloso- “altivo” era el adjetivo que comúnmente se aplicaba a los catalanes- de su empuje económico, de sus derechos históricos y cargado de ánsia de progreso, empecinado en mantener estructuras sociales, productivas e identitarias propias. Por el otro lado, había un Estado unitario en formación que cubría un territorio eminentemente agrícola y ganadero, el cual necesitaba controlar la riqueza única de Cataluña y lo intentaba a partir de ocuparla, tanto militarmente como mediante la imposición de una maquinaria burocrática fiscal, carente de rigor legal, así como aplicando políticas de homogenidad cultural. Durante los años de la guerra, los industriales catalanes vivían muy desencantados con la actitud y los métodos de los gobiernos españoles, a los que se les atribuía los deseos de frenar el progreso económico y diluir la identidad catalana. Un comentario del Fomento del día 1 de agosto de 1848, anunciando la llegada a Barcelona de unos comisarios del gobierno, encargados de comprobar “in situ” el volumen de los negocios, a efectos fiscales, nos demuestra que se consideraba a la administración pública una adversaria del país: “Se hallan ya dentro de los muros de Barcelona los comisionados regios […]: esta ciudad hospitalaria desde remotos tiempos, obsequia ya con su provervial cortesía á los que antes quizás vieron a través de un engañoso prisma los espontáneos sentimientos de sus cultos naturales, y la industria se regocija por haber llegado el suspirado instante de que por si mismos la juzguen ilustres adversarios. No teme, no, la mirada de sus enemigos leales, pues impaciente espera que con minucioso afan investiguen sus operaciones, que pesen su cuantía, que hacinen datos y apuren los cálculos de probabilidad para medir sus condiciones de progreso […] Barcelona, siempre culta, Cataluña siempre leal, respeta las agenas creencias y brinda con amistosa acogida á quien noblemente en la cuestión combata sus intereses”.
Una vez la “Comisión regia de inspección de fábricas del Principado” terminó su trabajo en Barcelona, embarcó hacia Tarragona para llevar a cabo su tarea fiscalizadora en Reus. A la mañana siguiente de publicarse el artículo citado, el mismo periódico se atrevía a comparar la situación política española con la situación que precipitó la caida del trono francés: “ […] el gobierno de Luis Felipe que se creia generalmente apoyado por la mayoria de Francia, por la gente más sensata, por los hombres de valer y por más de medio millón de bayonetas. Con todo las demasias de aquel gobierno, los enormes impuestos que pesaban sobre los habitantes de la Francia, iban minando las gradas de un trono eregido por la nación para el bienestar de aquel gran pueblo, hasta que el desequilibrio, la menor causa derribó el trono que bamboleaba y que perdiendo prestigio cada dia por sus actos, elogiados solo por la prensa mercenaria, desapareció […] Esta lección terrible, deberia ser aviso bien significativo para aquellos que colocados en el poder abusan de su posición […]”. La prensa también reflejó el escándalo que suponía, en el cobro de las contribuciones, que los agentes tributarios no suscribieran recibos a los pagadores e interpretaran de forma fraudulenta la regulación, imponiendo recargos y multas injustificables. El inspector jefe de Hacienda se defendía de las acusaciones, afirmando que acababa de ser nombrado.
Incluso teniendo en cuenta lo dramático de la situación, las clases poderosas catalanas no desesperaban de España, a la cual, aunque solo fuera como mercado, los burgueses pensaban que necesitaban. A finales de este mes, el periódico glosaba los progresos técnicos de la industria, especialmente por lo que se refería a la fabricación de tejidos de seda, lana y algodón, aprovechando la ocasión para recordar que esta pujanza fabril constituía la riqueza de Cataluña. El redactor de la glosa proponía que se llevaran a cabo todos los esfuerzos necesarios para extender la industria a otros lugares de España y ponía énfasis en promover la instalación de fábricas en Aragón. Este comentario nos demuestra que la burguesía consideraba que los problemas nacían de la diferencia económica entre Cataluña y el interior de la península puesto que ésta oponía los intereses catalanes a los españoles. El periodista catalán se refería, con toda naturalidad, al “Estado incipiente” que se quería instalar – dando por seguro que éste todavía no existía- y pedía que fuera un Estado corrector, protector del trabajo y de la empresa; es decir, un Estado capitalista pero intervencionista y social. Dicha condición, evidentemente, constituía el requisito principal para que pudiera existir una clientela española solvente. La política proteccionista, por ella misma, no devenía suficiente. Está claro que cerrando las fronteras a los productos extranjeros se garantizaría la reserva del mercado español a los fabricantes catalanes pero, finalmente, la producción debe venderse y si no se vende dentro de las fronteras, deberá venderse fuera de ellas. Pero los industriales catalanes temían la competencia, especialmente de los productos ingleses y no se sentían tan pujantes como para esforzarse en la exportación.
Por lo tanto, comprobamos que la burguesía industrial pensaba en soluciones económicas de alcance español- aunque, obviamente, por interés. Cataluña era un mercado pequeño para los burgueses y eso frenó la formulación de un programa secesionista. Por otro lado, en una actitud de quiero y no puedo, las continuadas alegaciones en defensa de la revolución irlandesa, a menudo tratada de “nación oprimida” por los periodistas, no pueden ser entendidas sin evitar la comparación con la situación de Cataluña. Los censores militares permitían este tipo de referencias porque atacaban a Inglaterra, aliada de los matiners, sin darse cuenta de que también justificaban le revuelta catalana. Evidentemente que Cataluña no era Irlanda, ni Polonia, y nadie se atrevió a establecer comparaciones de tipo económico, más allá de la similitud aparente de sus respectivos conflictos armados. Los obreros y campesinos catalanes eran casi ricos, comparados con los irlandeses- sumidos, a partir de 1845, en la hambruna que originó el parásito de la patata. A la inversa del caso irlandés, la tierra catalana estaba relativamente bien repartida y en manos de gente del país. Incluso Lesseps, cónsul francés en Barcelona, afirmó que los obreros de la industria catalana vivían mejor que el proletariado inglés. Ciertamente, aunque la opinión del diplomático fuera demasiado optimista, por aquel entonces en Cataluña- y si dejamos a un lado la concentración industrial barcelonesa, encerrada en el interior del círculo abigarrado e insalubre de las murallas- difícilmente se podían encontrar grandes concentraciones fabriles, comparables a los de Londres, Liverpool u otras ciudades inglesas. En Francia, durante las décadas de los 40 y 50, la clase obrera permanecía, en cierta medida, esparcida – salvo, quizá, las regiones de Paris y de Lyon- ya que los talleres se encontraban, incluso, en zonas muy rurales y en ellos se producía de forma más cercana a la artesanía que no a la masiva facturación industrial. Una primera mirada nos inclina a considerar que la situación catalana, en lo referente a la “distribución” de centros fabriles y por lo tanto, de trabajadores sobre el territorio, debía parecerse más a la francesa que no a la inglesa. Ciertamente, la existencia de talleres y fábricas en muchas poblaciones medianas e incluso de pequeñas, las cuales se aprovechaban de la energía proporcionada por los ríos- Llobregat, Ter, Fluvià … – originó que la clase obrera viviera inmersa – y en consecuencia, de alguna manera mezclada o por lo menos muy cercana- a la sociedad rural, de la cual provenían sus miembros. En realidad, en muchos lugares, en la misma familia convivían campesinos y obreros, y, lógicamente, la misma aleación se reflejó en las filas de los matiners. Otra cosa es que la disposición de la industria y de los obreros catalanes sobre el territorio garantizase que la vida de éstos fuera mejor que la de los ingleses, o incluso que la de los franceses. Quizá, las posibilidades de supervivencia en el ámbito rural, debidas al clima, la orografía y la proximidad del mar, facilitaban la obtención de alimentos variados, más de lo que debemos creer que fuera posible en Inglaterra pero si consideramos los datos sobre la esperanza de vida de las clases populares catalanas, referidas a mediados del siglo XIX, el resultado favorable no queda demostrado. En cualquier caso, si equiparamos los obreros catalanes a los franceses y teniendo en cuenta la información que nos aporta el estudio de A. Blanqui, “Des clases ouvrieres pendant l’annéee 1848”, concluiremos que la existencia de la miseria entre los campesinos sin tierra y los obreros catalanes, tampoco debería ser despreciada.
El Barcelonés del 31 de enero de 1849, reconocía sin tapujos, que Cataluña estaba desencantada: “Se tiene a los catalanes por revolucionarios, se les acusa a cada momento, sin fundado motivo, mientras en Cataluña existe solo un descontento, y ese descontento es el que tal vez se manifiesta de un modo elocuente con el indeferentismo de sus hijos”. En realidad, sabemos que el descontento no únicamente se traducía en indiferencia y que, de todas maneras, la indiferencia no es neutral. La idea, siempre reiterada por la prensa, se basaba en que Barcelona y Cataluña se sentían incomprendidas y maltratadas pero, todavía, no renegaban de España sino que querían otra España. Como demostró Camps i Giró, el primer nacionalismo político catalán enraiza en el conflicto de los matiners pero una cosa es que los grandes propietarios y los industriales dejasen actuar a los rebeldes, a fin de que se incrementaran las dificultades- hasta cierto punto- y otra cosa muy diferente es que defendieran una solución nacional para Cataluña. Eso último nadie lo propugnó explícitamente- por lo menos, no se reflejó en la prensa- aunque es muy probable que lo deseara una parte del pueblo. En la época, se sabía que una de las causas profundas de la revolución que recorría Europa era el despertar de las conciencias nacionales de diferentes poblaciones con identidades propias y esta certidumbre sí que apareció escrita, sin disimulos, en la prensa. En realidad, las referencias al carácter nacional de Cataluña no eran extrañas, incluso entre los moderados centralistas, los cuales mencionaban “el traje nacional” de los catalanes, o los rasgos de su “carácter nacional”, aunque mostrasen una obsesión sin fisuras en negar la lengua catalana, a la cual siempre se referían como “dialecto”, o “expresión provincial”.
La larga polémica de la prensa barcelonesa con la prensa madrileña, en relación a la situación del Principado, se fundaba en sendas concepciones simplistas de las realidades española y catalana pero, en cualquier caso, aunque fuera en apariencia, desde ambos frentes se hablaba de España. Los argumentos que sostenía la prensa catalana consistían en la combinación de las siguientes ideas: Cataluña era más rica y avanzada que el resto de España, lo que se debía a la capacidad de trabajo y de empresa de los catalanes; pero esta realidad no se reconocía en los otros territorios españoles, ni era admitida por el gobierno, que no apreciaba el volumen ni la consistencia de la riqueza que Cataluña aportaba a España y la maltrataba con imposiciones abusivas, políticas económicas reaccionarias, medidas centralizadoras – el “centralismo que todo lo invade”, sea dicho en la expresión del periodista- y el sometimiento militar. Cataluña era, por naturaleza, una sociedad pacífica y leal que, por culpa de su trascendencia económica y social, había sido escogida por los revolucionarios de diferentes signos como escenario de la guerra contra la monarquía isabelina. El Fomento del 31 de julio de 1848, publicaba un artículo que iba en este sentido: “Los epítetos de rebelde y revolucionaria que por moda y habitualmente se dan al Principado en algunas poblaciones de España, se adaptan muy mal con lo que el Principado está haciendo en justificación de su fidelidad nunca desmentida. Montemolinistas y revolucionarios absolutistas y republicanos han escogido las montañas y los llanos, la campiña y las ciudades de Cataluña por campo de su empresa […]”. Pero, el mismo periodista añadía que, incluso teniendo en cuenta que la población era más densa en Cataluña que en el resto de España, las masas catalanas permanecían fieles al gobierno y que, de todas maneras, todavía no se había paralizado la industria ni el comercio, por lo que la situación no podía considerarse como un desastre absoluto. Este artículo permitía una lectura, entre líneas, subtilmente amenazadora puesto que el periodista avisaba que el levantamiento popular no constituía un asunto únicamente montañés sino que abrazaba los llanos y las ciudades, con lo cual excitaba la imaginación de los gobernantes del Estado en relación a la posibilidad de que toda la población catalana participase activamente en el levantamiento y que se paralizara la industria y el comercio. Por lo tanto, también advertia que Cataluña podía sostener el enfrentamiento.
Los argumentos de la parte contraria- digamos, que por la parte del Estado- eran igualmente esquemáticos: los catalanes, pueblo avaro, insolidario y violento, solo actuaba por intereses económicos particulares; los catalanes no admitían ni participaban en el esfuerzo militar, ni colaboraban, de forma proporcional a su riqueza, en el esfuerzo fiscal del resto de los españoles; los catalanes eran ricos y se reservaban su riqueza, promoviendo y alimentando una guerra contra España, de la cual también sacaban provecho, fuese porque utilizaban el conflicto como forma de coacción o fuese por las rendas que originaba el capital invertido en Cataluña por la empresa militar.
Pero, a partir de mediados del año 1848 comenzó a adivinarse que, después de un periodo de letargo, el progreso económico devenía posible. Ante dicha perspectiva, los fabricantes y los hacendados rurales debieron pensar que el mantenimiento del conflicto armado, que hasta el momento había sido útil para significar sus reivindicaciones ante el gobierno de Madrid, ahora obstaculizaba los planes económicos que se proponían. Pavía, que fue conciente de la relación existente entre el levantamiento y los intereses de las clases dominantes, había promovido un plan de carreteras que justificó por necesidades bélicas pero que también servía a los objetivos comerciales y a la integración de Cataluña en el Estado. Este plan que pretendía, de forma prioritaria, la construcción de una red viaria transversal, no se podía llevar a cabo sin las diputaciones. El mes de mayo de 1848, el capitán general informaba que las diputaciones habían acordado un proyecto viario, el cual se elevaría al gobierno para su aprobación. El 18 de junio, la prensa informó de la inversión que llevaría a cabo el gobierno para la mejora de las carreteras catalanas, la cual ascendía a 24.000 duros mensuales y de 200.000 reales mensuales, entregados al capitán general, para promover la ocupación de los trabajadores en paro.
20. El éxito y la caída sorprendentes del alzamiento.
Catalanes, por el bando de La Concha de 14 de marzo, quedais reducidos a ser los esclavos de una pandilla que desde hace tiempo prospera y mejora con vuestro sudor y vuestra sangre, arrastrando por el lodo la bandera que con tanto orgullo pasearon vuestros antepasados por el mundo. Ha llegado el momento que salgais del marasmo en qué permaneceis y que […] reconquistéis el orden y la paz, y también la independencia…Ramon Cabrera, 1849.
Los matiners contaron, sin duda, con el apoyo del campesinado, que sirvió de eficaz retaguardia, alimentando a las partidas, dándoles techo, y lo que es más importante, una extrema red de informadores que cubría prácticamente toda Cataluña. Josep Carles Clemente. El carlismo. Historia de una disidencia social.
Las causas directas de la derrota de los matiners, se pueden deducir de los escritos de la prensa y especialmente, de los informes militares, así como de los debates parlamentarios que publicaba. En primer lugar, debemos recordar que la derrota de los rebeldes, aunque constituye un hecho indudable, no se produjo en el aspecto estrictamente bélico. El gobierno no obtuvo la victoria definitiva en el campo de batalla. Incluso la datación de fin de la guerra resulta muy difícil ya que, durante los meses posteriores a mayo de 1849 y hasta bien entrado el año 1850 -y con menor intensidad, hasta 1855- todavía encontramos menciones referidas a acciones de partidas rebeldes en diferentes puntos del territorio catalán. Pero también es cierto que a partir del otoño de 1848, los rebeldes recibieron golpes muy duros, que afectaron gravemente las fuerzas formadas alrededor de Cabrera y de Ametller. Por ello, sobre todo a partir del mes de enero de 1849, los matiners ya no sumaban los contingentes numerosos y omnipresentes que durante el último verano habían arrinconado al ejército español.
En realidad, da la impresión que los matiners perdieron fuelle debido, sobre todo, a la falta de recursos económicos y ésta fue otra de las razones por la cual amplios sectores de la población pensaron que los facciosos, simplemente, habían procedido a una retirada estratégica. Ciertamente, durante la primavera de 1849, muchos guerrilleros se dirigieron al exílio convencidos de que pronto volverían a la acción armada. Por lo mismo, no es extraño que los hombres en retirada caminaran hacia la frontera refunfuñando que habían sido traicionados por sus comandantes.
En cualquier caso, está claro que fuera por uno u otro medio, los gobiernos de Narváez consiguieron la disolución del levantamiento, hasta el punto que durante el verano de 1849 las fuerzas principales de los republicanos y de los carlistas habían desaparecido de la geografía catalana.
También es cierto que nuestro asombro, por lo que se refiere a la caída precipitada de la rebelión, se debe a que comparamos este fracaso con el éxito extraordinario que obtuvieron los matiners pocos meses antes. Por lo tanto, en primer lugar, nos preguntamos cuales fueron las causas que permitieron que, por lo menos durante un año, los rebeldes fueran los dueños de amplios territorios catalanes. Para empezar, recordemos dos hechos obvios. En primer lugar, por entonces, parte importante del territorio de Cataluña era agreste, poco habitado y mal comunicado con el resto del Estado. Cuando el capitán general, Manuel Pavía se refirió, a finales de 1847, a que “el extenso territorio de Cataluña” había sido pacificado, no se refería literalmente a la extensión del espacio físico que ocupa el Principado sino a la dificultad de someter un país de geografía eminentemente montañosa y de comunicaciones deficientes. Por lo dicho, entonces Cataluña debía parecer más grande de lo que es realmente.
La segunda obviedad que debemos tener presente consiste en la falta de poder y de cohesión del Estado español. Los periódicos se publicaban en castellano y también las leyes y ordenanzas pero esto no significa que en en el ámbito social se hubiera impuesto una cutural central y homogénea, como quiere el Estado moderno de origen francés. Los catalanes que sabían leer y escribir, lo hacían en la lengua oficial, aunque la vida cotidiana de las gentes transcurriera en catalán. En el Principado, así como en Valencia, las Baleares y en la Cataluña francesa, los que no conocían la lengua propia del país debían sufrir muchas dificultades para subsistir. Además, el Estado administrativo que se instalaba en España no garantizaba la prestación de servicios a la comunidad: ni la enseñanza, ni la sanidad, ni la seguridad personal. Los únicos servicios públicos, como el alumbrado, algunas escuelas e incluso, la conservación de los caminos, constituían funciones directamente a cargo de los entes locales, o provinciales, en su vertiente de agrupación de municipios que formaban las diputaciones. La protección de los pobres- obras pías- y también una parte de la enseñanza, estaban en manos de la iglesia, o de otras instituciones privadas; la otra parte, así como los hospitales más importantes, también pertenecía a los municipios. Por lo tanto, la mayoría de la gente creía que los pocos beneficios comunitarios y sociales a los que pudiera tener acceso, se debían a las instituciones más cercanas- el ayuntamiento, la diputación, la parroquia- las cuales sentían como catalanas y no como estatales, o españolas. Al otro lado, estaba el Estado, representado por organismos dedicados a esfuerzos opresivos y destructivos, como la Hacienda pública- y el sistema fiscal irregular e injusto que aplicaba- o el ejército, los cuales, encima, se sustentaban con empleos reservados, normalmente, a los castellanos. La guerra de los matiners constituye un ejemplo excepcional, a nivel de consecuencia, del fenómeno que diferentes historiadores han identificado como “la débil nacionalización española”, o sea, el fracaso de las clases dirigentes del XIX en establecer una idea consensuada de España. Ciertamente, K.Marx señaló que el ejército era la única institución española que significaba la unidad nacional. Hasta la restauración borbónica, no empezó a desarrollarse una cierta voluntad de crear un cuerpo común de la historia de España, la cual pudiera enseñarse a los escolares, ni se identificó la forma de Estado monárquico y liberal conservador, como el modelo de organización política “propia” de la nación. En definitiva, en aquella época, ni todos coincidían en la asunción de los símbolos del Estado. En realidad, la mayoría de la gente no los conocía. Eso no significa que la presión centralista no se hubiera hecho notar desde mucho antes, sobre todo en lo que se refiere a la imposición de la lengua castellana però, en la práctica, ésta pudo ser soslayada por las clases populares, en parte gracias al poco nivel de alfabetización existente – que afectaba principalmente a las mujeres, las cuales son, en definitiva, las transmisoras de la lengua- la debilidad política de las instituciones estatales y la resistencia tozuda de una porción importante de la población. La España que percibían los catalanes no era ningún modelo de sociedad que les atrayera demasiado.
En el fondo del baturrillo de ideologías, deseos y aversiones contradictorias que se juntaron en el bando rebelde, solo podemos percibir un sentimiento claramente cohesionador: la catalanidad. Este sentimiento, debido a la censura que sufría la prensa, a menudo aparecía más claro en los reproches que contenían los bandos, proclamas oficiales y artículos de alguna prensa madrileña que no en las afirmaciones escritas por plumas catalanas. Hemos constatado que los gobernantes, especialmente los militares, así como algunos periódicos adscritos a la línea liberal conservadora, no disimulaban lo que pensaban en relación al conflicto: es decir, que constituía un enfrentamiento de Cataluña contra España. En realidad – debermos aclarar- contra la idea de una España centralizada, de acuerdo con el modelo francés. También hemos tenido ocasión de conocer que algunos congresistas discutían, más o menos irónicamente, si el hecho de ser catalán implicaba forzosamente ser español y que el capitán general de Valencia arengaba a la población levantina contra los invasores catalanes. Incluso Gutiérrez de la Concha, al proclamar el fin de la guerra, recomendó a los catalanes que dejaran de serlo para convertirse en españoles y el temeroso alcalde de Centelles lo felicitaba, refeririéndose solamente a los españoles y la nación española.
Pero, por lo que se refiere a la otra cara de la moneda, indirectamente, de los escritos periodísticos, de las noticias que nos trasmite Josep Coroleu y de otros papeles de la época, se desprende el aroma inconfundible de un sentimiento de catalanidad, de pertenencia al país, bien vivo. Existía la memoria colectiva catalana, el recuerdo de los hechos históricos, más o menos mitificado, el relato de los cuales se transmitía de padres a hijos, sobre todo por lo que se refería a la derrota que suposo para Cataluña, la guerra de sucesión, en manos de los Borbones y la imposición del decreto de Nueva Planta. Muchos carlistas, como, por ejemplo, los Tristany y Estartús, eran descendientes de luchadores austriacistas. El príncipe Lichnowsky quedó admirado por la fidelidad a la casa de los Habsburg que descubrió en los catalanes, cuando habían pasado ciento veinte años del fin de la guerra de sucesión. El alemán confesó que la memoria de aquella época se mantenía tan viva en Cataluña que el viajero podía creer que los de la dinastía austríaca habían reinado hasta el día anterior. Lichnowsky nos cuenta anécdotas significativas respecto el sentimiento de identidad colectiva de los catalanes. Por ejemplo, el príncipe se refiere a la costumbre de beber vino en porrón y explica que los naturales del país siempre ofrecían la bebida en este recipiente a los invitados, salvo que éstos fueran extranjeros y que consideraban al resto de españoles como tales. En una ocasión, acompañado por guerrilleros carlistas, Lichnowsky cruzó un paso en las cumbres de las montañas del Ripollès, desde el cual se divisaban los cursos de los ríos Ter y Llobregat y, en el horizonte, la silueta de Montserrat. Entonces, los trabucaires que lo acompañaban detuvieron la marcha, se arrodillaron de cara a la montaña sagrada y rogaron por “nuestra tierra de Cataluña”.
La memoria de los derechos establecidos por las antiguas constituciones catalanas constituïa un recuerdo persistente, aunque turbio, pero había uno que todo el mundo tenía claramente presente: los catalanes somos hombres libres, no guerreamos si no es como voluntarios y solo en defensa de nuestro territorio. El rechazo al servicio militar obligatorio era general. Jaume Balmes explicó esta, digamósle, peculiaridad catalana: “Al catalán nada le importa tomar las armas, batirse en las calles y en los campos, consumir largos años de su juventud en medio de fatigas militares; en una palabra, nada le importa ser soldado con tal que no se le fuerce a serlo y no se le apellide con este nombre […] al oir estas palabras [quinto, soldado], los catalanes se indignan, se amotinan […] los ancianos recuerdan orgullosos que esto jamás se hizo en Cataluña, que los mismos reyes no puedieron nunca lograrlo; y añaden que esto no se debe consentir”[156]. Por lo tanto, la insistencia del gobierno en llevar a cabo las levas de soldados en Cataluña y aunque ello pueda parecer paradógico, constituía un aliciente para el reclutamiento guerrillero.
El caso de la policía constituye un buen ejemplo de la adhesión de los catalanes a las pocas instituciones que consideraban propias. Evidentemente, los mozos de escuadra reprimían y mataban igual que cualquier otra policía. Incluso se puede asegurar que los “espardenyetes”, o los “caderneres”[157] –como a menudo se les moteaba- se inclinaban frecuentemente por la aplicación de la llamada “ley de fugas”. Pues bien, aunque la guardia civil utilizaba métodos más constitucionales que los mozos, los catalanes se resistían a la introducción de una policía que consideraban forastera y no se presentaban a las convocatorias de selección para cubrir las plazas del cuerpo español.
En la época, la gente del país también tenía conciencia del presente, de la riqueza industrial- sea dicha en comparación con el atraso económico del resto de España- del expolio fiscal, de la existencia de una escala de valores propia y de una lengua, sin la cual resultaba imposible expresarlos. En el año 1847, Tomàs Bertran i Soler, principal promotor de la diputación general de Cataluña, órgano que había de reunir los matiners de distintas tendencias, escribió lo siguiente: “La mayor parte de los españoles hablan de Cataluña sin conocerla […] Tienen los catalanes pasiones violentas, y se arriesgan para satisfacerlas: el amor a las riquezas y el deseo de su bienestar dirige su industria y con ella consiguen en parte su independencia […] aman los catalanes con behemencia; y agradecidos a los beneficios son temibles en sus venganzas cuando se les agravia injustamente: estiman mucho su honor y su palabra; y entusiastas por la libertad, que es pasión que domina al hombre industrioso y activo, han tenido que sostener terribles luchas: porque puestos en la necesidad de sucumbir bajo el yugo estrangero, desde que perdieron su nacionalidad […] siempre se han adherido a aquellos príncipes que mayores garantías les prometían. Su odio es implacable; y en los asuntos políticos cuando se pronuncian por un partido, no es facil obligarles a ceder […] el hombre que combate por conservar su independencia y libertad, no es rebelde ni traidor […] La Cataluña se halla en la misma posición que los irlandeses […]”[158].
Ramon Cabrera, en el mes de julio de 1848, desde Mura, alentaba el patriotismo de los catalanes puesto que era bien conciente de la trascendencia que tenía el mantener vivo este sentimiento para sostener la lucha: “ Catalanes: ya hace algunos días que me encuentro entre vosotros y en mi amada patria […] Escuchadme: jamás el más magnánimo príncipe pensó en destruir vuestras fábricas e industria […] ¡Catalanes! sabeis de sobra que yo soy feliz de haber nacido entre vosotros: creed, pues, mi palabra, que es la de un compatriota identificado completamente con vuestros deseos”. En el mes de noviembre del mismo año, desde Cubells, el tortosino enviaba una carta al periódico francés La Union, que decía lo siguiente: “Cataluña está cansada de las actuaciones arbitrarias del gobierno de Madrid, de su sistema odioso de corrupción. Este yugo vergonzoso es del que quiere liberarse. Por lo que se refiere a mis voluntarios, casi todos son hijos de Cataluña; y ella se congratula de su conducta y sobre todo de su fidelidad y valor […] Pero la pesadilla del gobierno de Madrid es la fusión carlo-progresista. La desgracia ha aproximado siempre a los compatriotas”.[159]
Era tan evidente el sentimiento de catalanidad de los rebeldes que la prensa sometida al gobierno intentaba corromperlo, a base de denunciar a los matiners, precisamente, como traidores. El Barcelonés, citado e interpretado por el Diario de Barcelona, en una edición del mes de abril de 1848, decía lo siguiente: “Cáusanle horror los actos y conducta de varios hijos de este principado, aprobio de la presente generación y verguenza del nombre catalán, en todos tiempos tan esclarecido y rebumbrante. ¿Qué dirian nuestros abuelos si vieran la degradación de algunos hijos de este principado que vejan y diezman sus mismos hermanos sorprendidos en los hogares domésticos y conduciéndolos por escarpadas peñas y espesos bosques hasta introducirles en […] cuevas, en donde separados de toda relación de família y de amistad, les imponen crecidos rescates para comprar su libertad?. Piratas del siglo XIX […] el gobierno debería dedicarse exclusivamente al exterminio de semejantes salvajes […]”. Pero cuando los hombres de Poses y Montserrat se pasaron al lado de los isabelinos, gritaron “Visca Catalunya!” para que nadie pensara que con su decisión dejaban de ser catalanes. Precisamente, la prensa, en este caso y en otros de similares, proclamó que los recien llegados a las filas del ejército de la reina, “habían recuperado el corazón español”.
En la vertiente social, la aparición de la clase obrera originó en el Principado un tipo de problemas que resultaban desconocidos en el resto del Estado. Algunos periodistas barceloneses se hacían eco del clamor a favor de un Estado social y protector. Muchos catalanes, contrarios a la centralización, pensaban que lo único que podía justificar el nuevo orden sería que la maquinaria administrativa y política dejara de depredar y se convirtiera en una herramienta propagadora de la riqueza, del comercio y de la industria en todos los territorios peninsulares. La gente empezaba a soñar la existencia de una regulación de carácter social que limitara la explotación de la clase obrera y activara su capacidad de consumo. Pero, el asociacionismo obrero no estaba permitido; en ocasiones, quizá solamente se toleraba y se disfrazaba en organizaciones civiles para la defensa de la industria, del trabajo, o de la cultura. En realidad, el nuevo Estado ni tan solo ofrecía seguridad jurídica, ni una justícia que mereciese este nombre. Hasta que, en plena guerra de los matiners, no se promulgó el primer código penal español, faltaba el cuerpo jurídico central que tipificara los delitos y garantizase un proceso contradictorio. En cualquier caso, el código penal no fue aplicado hasta muchos años después de su publicación y nos constan ejemplos de disputas entre la jurisdicción militar y la llamada “civil”- tribunales ordinarios- en relación a la competencia de causas incoadas a rebeldes. En aquella época, la distinción de los actos lícitos de los ilícitos debía ser muy difícil ya que ello dependía de las ordenanzas militares y de la arbitrariedad de las autoridades centrales y municipales. La gente, en el ámbito rural, se regía por el recuerdo de las constituciones, las costumbres, las capitulaciones matrimoniales y los testamentos. Con estas bases, se contrataba y se establecían acuerdos, fiando en la palabra dada. Por tanto, para la mayoría de los catalanes, el Estado que se implantaba constituía una arma fabulosa de destrucción de la riqueza, de las tradiciones y de la cultura, teñida de caràcter forastero, que no ofrecía nada a cambio de los sacrificios que exigía.
El debilitamiento de la revuelta fue consecuencia de las habilidades del gobierno y del ejército de la reina pero está claro que tambien fue debido a los errores y carencias de los rebeldes.
El ejército de la reina, habiendo comprendido que no podía vencer por las armas un levantamiento popular tan complejo, profundo y disperso, siguió uno de los principios clásicos de la estrategia militar, el cual consiste en no disgregar las fuerzas, ni entretenerlas en acciones periféricas, sinó concentrarlas para atacar el corazón del enemigo. Derrotado Ametller, atajado el alzamiento en el norte de Valencia y el Bajo Aragón, el ejército de la reina se ocupó de anular la organización carlista gerundense porqué consideró que constituïa el núcleo controlado directamente por Ramon Cabrera, por lo que, además, era el cuerpo principal, más cohesionado y profesional del enemigo. Después de la batalla del Pasteral, una vez Marçal cayó en manos de los isabelinos y que Cabrera marchó al exílio, aprovechando que Montemolín fue detenido por los aduaneros franceses, la lógica imponía que el gobierno de Madrid declarara el fin de la guerra. Pero, incluso en este momento, quedaba la espina de los Tristany, casi intocables en su feudo de las comarcas centrales y el capitán general no se atrevió declarar la conclusión del conflicto hasta que la familia que había simbolizado el comienzo de las hostilidades, hubiese huido a Francia.
La distinción de los méritos políticos atribuïbles al gobierno en relación a los aciertos del ejército resulta complicada pero puede afirmarse que las autoridades de Madrid, aunque cambiaron con excesiva asiduidad a los capitanes generales de Cataluña, eso no respondió tanto al ánimo del estamento político de interferir en las competencias militares, como a las incomprensiones personales, amistades y enemistades de los gobernantes conservadores con los generales que nombraban. Está claro que, en la época, el estamento militar y el político se confundían. Narváez, duque de la Victoria, alias “el espadón de Loja” y jefe del gobierno, era un general del ejército, compañero y amigo de Fernando Fernández de Córdova, así como de Manuel Gutiérrez de la Concha y de Francisco Mata y Alós. Pero, en cualquier caso, los gobiernos de Narváez abandonaron la estrategia bélica en manos de los comandantes militares destinados en Cataluña y se limitaron a cambiar el capitán general y a conceder o denegar las ayudas materiales y los recursos humanos que éstos les solicitaban. El gobierno actuó- dicho sea para entendernos- como el empresario que cuando cree que el negocio no funciona, sustituye al gerente. Claro que esta gestión, digamosle presupostaria, tuvo mucha trascendencia en el desarrollo de las acciones bélicas y fue motivo de grandes debates políticos sobre las causas de la guerra pero no parece que el gobierno impusiera otros objetivos al ejército que no fueran los lógicos: es decir, que el conflicto no traspasara el Ebro y que la derrota de los rebeldes fuera definitiva. Al revés, tampoco percibimos que el estamento militar interfiriera la política del gobierno de la reina, salvo en el caso del capitán general Manuel Pavía y Lacy, el cual, como hemos comprobado, pensaba que las causas del conflicto eran económicas y debido a ello se preocupó por adoptar las medidas proteccionistas y de inversión que reclamaban los industriales y propietarios catalanes. Pavía fue cesado pero las tesis que sostuvo acabaron por ser asumidas por el gobierno, tanto en lo que se refiere a su vertiente política como militar. Realmente, la distinción que estableció este general entre los verdaderos carlistas y los trabucaires, pronosticando que debía vencerse a los primeros y asumir que los segundos formaban parte del paisaje catalán, devino un pilar fundamental de la lógica aplicada por el ejército.
Con el objetivo de debilitar a los rebeldes, el gobierno se ocupó de secar las fuentes económicas de los matiners y reforzó los efectivos humanos de la milicia hasta el punto que obtuvo la saturación militar del territorio, a la vez que estableció una frontera en el Ebro para evitar que le revuelta contaminase otros territorios; y lo consiguió sin desmerecer la feroz represión de la población civil. También modernizó el armamento, reorganizó las estructuras militares para adaptarlas a la geografía del país y trabajó en la mejora de las comunicaciones. A la vez, aprovechó las divergencias entre los carlistas de distintas tendencias y entre los carlistas y los republicanos, así como intentó desdibujar la bandera étnica de los rebeldes, promoviendo a algunos oficiales catalanes y creando regimientos con gente del país. Asimismo, como ya se ha visto, hizo lo posible por corromper a los máximos dirigentes del alzamiento, sobre todo a los carlistas.
Fernando Fernández de Córdova afirmó que no era posible ocupar toda Cataluña pero la verdad es que el gobierno lo intentó. Podemos fijar con bastante exactitud el total de soldados que el ejército español destinó a Cataluña para reprimir el alzamiento de los matiners. A finales de 1847, el ministro de la guerra denegó los efectivos que solicitaba el general Pavía, alegando que el total de la tropa destinada al Principado suponía un tercio de los efectivos totales del ejército destinados en la península, África y las islas. En el momento que Manuel Pavía Lacy fue nombrado capitán general de Cataluña- marzo de 1847- sabemos por confesión del mismo general que disponía de 22.000 hombres. A partir de septiembre y durante casi dos meses, Pavía fue substituido por Manuel Gutiérrez de la Concha, al cual el gobierno envió un refuerzo de 17.000 soldados, de manera que cuando Pavía volvió a la capitanía general del Principado- noviembre del mismo año- dispuso de 39.000 soldados. Exactamente, ésta fue la misma cantidad de hombres a las órdenes de Fernando Fernández de Córdova, en el momento que substituyó a Pavia. Trece mil de estos soldados prestaban servicio en los pueblos, castillos y fortificaciones y el resto lo hacían en columnas móbiles. Fernando Fernández de Córdova condicionó la aceptación de su nombramiento al cumplimiento de la promesa de ayuda por parte del gobierno, lo que debia traducirse en más tropas y mejor material bélico. Precisamente, durante el año 1848, en la cúspide de la guerra, el número de militares del ejército español sumaba un total de 148.000 hombres y era el más alto desde el fin de la primera guerra civil (1840). El ministro de la guerra proporcionó todavía más soldados a Fernández de Córdova pero el incremento verdaderamente trascendente de los efectivos humanos destinados a Cataluña llegó con el posterior nombramiento de Manuel Gutiérrez de la Concha, en 1849. Eso, aunque por aquel entonces disminuyó la dimensión del ejército español en 8000 militares, lo que no supuso una rebaja aparente de las partidas presupuestarias destinadas al finanzamiento del aparato bélico, que se mantuvieron en 299 millones de reales anuales.
En definitiva, durante 1849, el cincuenta por ciento de la tropa española recluatada por el gobierno de Narváez, había sido destinada en Cataluña. Esta apreciación se funda en los datos mencionados, confesados por el mismo gobierno y los aludidos por el general Cabrera. En el debate de la Cortes del día 9 de febrero de 1849, el ministro de la guerra y el diputado, conde de Lucena, afirmaron que el ejército español contaba con un total de 132.000 soldados en activo y que inmediatamente se llevaría a cabo un reclutamiento de reservistas, que ascendería a 25.000 hombres. En aquel año, la cifra total de soldados que se consideraba conveniente para cubrir las necesidades bélicas de España, era de 140.000 hombres. Por otro lado, basándonos en la carta que el general Cabrera publicó en el periódico francés La Union, el día 15 de noviembre de 1848, en la cual el general afirmaba que luchaba contra 50.000 soldados y teniendo en cuenta que después de esta fecha, la tropa destinada en Cataluña se incrementó de forma notoria- de lo cual se hizo eco la prensa[160]– no parece extraño que, en el primer trimestre de 1849, el ejército contara con los 70.000 hombres aludidos, posteriormente, por el mismo Cabrera[161].
En lo que se refiere a la mejora de la organización del ejército y del armamento, la prensa se hizo eco, sobre todo, de la renovación de las armas a fin de que los soldados dispusieran de los fusiles llamados “de pistón”, más fiables, más resistentes a la humedad y menos visibles al ser disparados en la oscuridad. El ejército también se esforzó en dotarse de artillería de montaña, ligera y maniobrable. Precisamente, nos consta que a partir de 1848, adoptó otra estructura orgànica del arma de artillería, concentrándola en un solo regimiento formado por comandancias dispersas. Eso permitió que dispusiera de depósitos en lugares estratégicos, de manera que los cañones resultaban más asequibles en el momento que una columna tenía necesidad de ellos.
En septiembre de 1848, el total de escuadras de caballería se redujeron de doce a cinco pero los batallones de infantería pasaron de veintisiete a cuarenta y cinco. Esta medida supuso el reconocimiento de la ineficacia de la caballería en la lucha contra las guerrillas en un país montañoso. Marià Vayreda, que fue soldado de la caballería carlista durante la última guerra del diecinueve, lo explicó de forma concisa: “Debe advertirse que no hay en toda Cataluña una comarca que sea apta para maniobrar un cuerpo de caballería, tal como quiere la ciencia militar clásica. Las que no son montañosas (y son pocas) estan cruzadas de valles o cubiertas de viñedos, siendo lo último uno de los obstáculos más serios para el caso. Ni que hubiera sido inventado expresamente, encontraríamos cosa que detuviera las patas de los caballos, por medio de la zancadilla […] así lo entendió nuestro enemigo que, salvo por lo que se refiere a los servicios de descubierta y de avanzadila, parecía que disponía de la caballería solamente para gallardear”[162]. En un sentido más amplio, Wilhelm van Rahden consideró que el terreno, en Cataluña, no era idoneo para las batallas que exigieran grandes contingentes de soldados.
En lo que se refiere a la intendencia, no tenemos información sobre mejoras administrativas y materiales pero nos consta que la obligada supervivencia de los soldados sobre el terreno, lo que conllevaba la requisa, el robo y la ocupación de masías y tierras, preocupaba a la capitanía general y a algunos políticos. Se supone que existía una intendencia de alimentos centralizada- la cual, quizá solo fuera administrativa- ya que la prensa publicaba notícias que referían ataques a transportes de pan y conocemos anuncios de concursos para la compra de materiales pero no es nada seguro que esta administración llegara a todos los destacamentos ya que a menudo se obligaba a los ayuntamientos a proporcionar víveres a las tropas. En la acta de la sesión de enero de 1848, de la corporación municipal de Centelles, consta que se cumplió la exigencia de la comandancia militar relativa al abastecimiento de pan de las tropas “estacionadas” en el pueblo. El ayuntamiento convocó a todos los panaderos del término para demandarles que satisfacieran el requerimiento de los militares y estableció el precio de dos reales por ración- el cual nos parece bastante alto- sin que nos conste que fuera pagado[163].
También debe mencionarse que, a partir de la llegada de Manuel Gutiérrez de la Concha a la capitanía general, durante el otoño de 1848, la mejora de las comunicaciones del ejército isabelino se notó, especialmente, en lo que se refiere a la extensión del telégrafo óptico por toda la geografía catalana, y en concreto, por la costa marítima y las sierras centrales, hasta Francia. Uno de los responsables de la instalación de dichas líneas de comunicación fue el coronel Leonardo de Santiago, implicado en el asunto de las negociaciones fracasadas con los Tristany. La comunicación por
telegrafía óptica se llevaba a cabo mediante un código de señales, con banderolas de colores, las cuales se exhibían al final de una asta, con brazos en cruz, eregida en medio de una torre fortificada. Dichas torres únicamente disponían de una puerta, situada a dos metros del nivel del suelo, a la cual se accedía por una escalerilla que los guardias de la torre podían levantar fácilmente. Los mensajes de la torre de origen se transmitían a las siguientes, hasta el destino escogido. La lectura del mensaje se llevaba a cabo mediante lentes de aproximación. Las torres se situaron a cierta distancia las unas de las otras y en zonas altas.
Hoy en día nos parece inexplicable que el ejército isabelino llevase a cabo la fortificación de 180 pueblos catalanes en el espacio de los dos años largos que duró la guerra. No sabemos la consistencia ni la magnitud de las nuevas defensas pero, en cualquier caso, su construcción debió exigir notables esfuerzos humanos y económicos. Al inicio de la guerra las únicas plazas fortificadas, eran las siguientes: Barcelona ciudad, castillo de Montjuïc y la Ciutadella; las ciudades de Lleida y Girona, así como el castillo de Montjuic de esta última; Tortosa, Figueres- castillo de San Fernando- La Seu d’Urgell, Cardona, Hostalric, Roses y la collada de Balaguer. La construcción de defensas en cerca de doscientos pueblos y lugares estratégicos, supuso, además de una dificultad práctica que obstruía seriamente el avance de los rebeldes y su aprovisionamiento, un daño en su prestigio internacional, puesto que las potencias europeas solamente los hubieran reconocido si hubiesen conquistado y conservado algunas de las capitales comarcales importantes de Cataluña.
Desde los años previos a la insurrección – es decir, desde la época de los trabucaires de Felip- la prensa afirmaba que el ejército de la reina carencía de espías. A menudo, los portavoces de un bando u otro, con intención crítica o para justificarse, afirmaban que la situación de las tropas leales destinadas en Cataluña era la típica de un ejército de ocupación en un país enemigo. Es evidente que las columnas de soldados castellanos, leoneses, andaluces o murcianos, transitaban por un territorio montañoso que no conocían y habitado por gente que se expresaba en una lengua que les resultaba extraña. Los catalanes llamaban “castellufus” [164] a los soldados de la reina. En cada recodo del camino, los soldados corrían el peligro de ser engañados por un payés, un cazador o un pastor. Los habitantes del territorio colaboraban con los rebeldes y los avisaban de los movimientos de las tropas del gobierno. Los industriales protegían a los desertores en sus fábricas y a los muchachos que se negaban a incorporarse a las filas del ejército español, aunque solo fuera porqué les faltaba mano de obra. En los últimos días del conflicto, cuando se supo que el conde de Montemolín, detenido por las autoridades francesas, había sido liberado y volvía a Londres, repicaron las campanas de todas las iglesias de la comarca de Osona para celebrarlo, durante un buen rato y con total impunidad. Las diligencias y los correos que se dirigían a Barcelona eran asaltados diariamente; los que venían de Perpiñán, en Ponts de Molins y los que venían de Madrid y de Valencia, en la collada del Bruc. Los mensajeros forzados que conseguía el ejército del gobierno, si no conseguían hacer el doble juego, sirviendo de escondidas a los matiners, a menudo perdían la vida en manos de éstos porqué acababan siendo denunciados por los vecinos y si apostaban por servir a ambos bandos, la podían perder igualmente cuando alguno de sus dueños se daba cuenta de la traición. Por dicha razón, el telégrafo óptico supuso una mejora importante en la comunicación y la coordinación de las unidades del ejército. Dada la trascendencia del medio, tenemos la extraña impresión que los matiners no dedicaron demasiada atención a las torres de telégrafo y no se esforzaron en destruirlas. Si bien la prensa informaba que se realizaban reparaciones en dichas torres, pocas veces atribuía a los rebeldes los daños ocasionados en las mismas. Ciertamente, los matiners tampoco se mostraron muy preocupados por la facilidad para el transporte de tropas que supuso la instalación del ferrocarril entre Barcelona y Mataró, aunque, con esta línea ferrea se acortó notoriamente la distancia entre la capital de Principado, el Montseny y las comarcas gerundenses[165]. Por el contrario, los rebeldes se preocuparon en obstruir las obras de mejora de los caminos.
Otra medida, adoptada por los militares y admitida por el gobierno de Madrid, consistió en aprovechar las divergencias existentes entre los carlistas de disitintas tendencias y entre éstos y los republicanos, las cuales se agrandaban con la oferta de aportaciones económicas importantes y otros beneficios personales para comprar la fidelidad de los cabecillas rebeldes. El transfuguismo de unos cuantos comandantes de los matiners tuvo, sobre todo, un efecto propagandístico transcendente y provocó la desmoralización de amplios sectores de rebeldes pero no supuso el incremento notable de los efectivos del ejército regular. Salvando el caso del brigadier Pons, alias Pep de l’Oli, es indudable que ni Poses, ni Montserrat, ni Caletrús, pero tampoco el republicano Roger, ocasionaron demasiados problemas a sus antiguos correligionarios. Existen muchos indicios que nos indican que la labor de división del enemigo, llevada a cabo por el gobierno y el ejército, se centró prioritariamente en los carlistas. En definitiva, la alianza entre los correligionarios de Montemolín y los republicanos y liberales de izquierda devino más consistente, ante las provocaciones del gobierno, que no la cohesión interna de los carlistas. En realidad, los “apostólicos” carlistas fueron los adversarios más notorios de los matiners, solo por detrás del gobierno de Madrid. Sabemos que, por indicación de Narváez, la república francesa protegió al bando absolutista del carlismo y persiguió al bando montemolinista. Además, el fracaso del levantamiento en el País Basco y en Navarra se debió, en parte importante, a la negligencia culpable de la oficialidad carlista del norte y del centro de España, enemiga de los rebeldes catalanes.
Josep Carles Clemente intentó clasificar las tendencias del carlismo, durante la guerra de los matiners[166]. Según este autor hubo “integristas”, “tradicionalistas” y “carlistas”. En el primer grupo se reunían los realistas exaltados, los absolutistas puros y los apostólicos, los cuales reivindicaban el poder religioso y el retorno de la Inquisición. Formaban el segundo grupo, los absolutistas moderados y los realistas moderados- divididos, a su vez, en transaccionistas y teóricos- los propietarios rurales y los militares de carrera. La cuestión dinástica constituía la obsesión de estos últimos. Finalmente, el tercer grupo acogía a los foralistas y anticentralistas, que también reclamaban la reforma agraria. Según Clemente, solamente los partidarios del tercer grupo merecían el nombre de carlistas.
La clasificación aludida sirve para aclarar las tendencias ideológicas que, grosso modo, se refugiaban bajo el paraguas del carlismo pero no agota el listado de todas las ideas, deseos, miedos y sentimientos que condujeron muchas personas a las filas de los partidarios del pretendiente al trono. El observador perspicaz se sorprenderá al encontrar en el carlismo catalán de la época rastros de idearios antimaquinistas, socialistas, catalanistas, humanistas e incluso ecologistas. Aunque el análisis de Clemente es notoriamente teórico y fuera mejor que llamásemos “montemolinistas” a los partidarios del tercer grupo- ya que está claro que los integristas y los tradicionalistas, también se consideraban carlistas- lo cierto es que, al fin, el autor mencionado certifica que los carlistas catalanes eran ideológicamente distintos de sus correligionarios vascos, navarros y castellanos. De eso hemos dado prueba mediante la reproducción parcial del escrito titulado “Exposición que han hecho varios gefes y oficiales carlistas navarros y vascongados al Conde de Montemolín”, fechado el 10 de mayo de 1848, en Burdeos. Ahora bien, la diferencia aludida no se demuestra únicamente en la vertiente de la ideología social, sino que- como ya ha quedado dicho- existía un sentimiento de catalanidad muy enraizado entre los rebeldes, los cuales, fuera el que fuera su pensamiento social y religioso, e incluso en el caso que no tuvieran ninguno, consideraban que luchaban, no tanto contra España, sino como catalanes y en defensa de Cataluña. En relación a dicha mentalidad, Clemente nos explica, de manera indirecta, la razón del éxito popular del carlismo. El autor recuerda que durante la primera guerra, los dirigentes carlistas no encontraban el grueso de voluntarios que necesitaban y entonces, con el objetivo de obtener más, incorporaron a su programa la reclamación del retorno de las viejas libertades colectivas, recogidas en los fueros. Clemente sugiere que este reclamo resultó esencial para conseguir el favor de la sociedad rural, sobre todo en el Pais Vasco, en Cataluña y en Valencia pero también en Aragón y Galicia.
En realidad, una ojeada al carlismo catalán de la época nos demuestra que, aunque hubo, forzosamente, algunos integristas- sea dicho, usando la terminología de Clemente- éstos no pudieron sumar muchos correliogionarios. La prensa supuso que Pep de l’Oli y Bartomeu Poses depusieron las armas y se pasaron al bando del gobierno porque eran monárquicos absolutistas y no soportaban la alianza de los suyos con los republicanos y demócratas pero se trata de una hipótesis poco plausible, por lo menos en el caso de Poses, al cual seguían algunos liberales, que además participó en la “jamancia” y que, veinte años después de la guerra de los matiners, se levantó a favor de la república federal. De todas maneras, Pep de l’Oli cobró cincuenta mil duros por su cambio de bandera y Poses, unos treinta mil. ¿Quizá podríamos considerar a Borges como un integrista, ya que se trataba de un viejo “realista” que se levantó a favor del absolutismo, durante las revueltas anteriores a la primera guerra carlista?. Es seguro que los Tristany cuadran perfectamente en el grupo que Clemente califica como “tradicionalista” y que, por otro lado, reconocemos a numerosos cabecillas a los cuales, sin duda, debemos situar en el sector “montemolinista”: Cabrera, Marçal, Estartús y Masgoret, fueron los principales entre ellos.
A partir del verano de 1848, el ejército de la reina se preocupó por conseguir el servicio de oficiales catalanes o que, por lo menos, hablaran catalán. Especialmente, en las comarcas gerundenses, los nombramientos de coroneles y generales, como fue Nouvilas- vencedor de la batalla del Pasteral- Mata y Alós, o Rich, los cuales conocían el idioma, la geografía del país y el sentir de la gente, les proporcionó buenos resultados prácticos. Recordemos que el oficial más eficaz en la lucha contra los trabucaires, fue el catalán Antoni Baixeras, personaje entre militar y policía, responsable de las detenciones de Felip, Benet Tristany y el Ros d’Eroles. Evidentemente, desde el inicio del conflicto, la reina contó con el esfuerzo de las patrullas de los mozos de escuadra y de algunos oficiales catalanes pero éstos constituyeron una minoría insignificante. Al respecto, debemos recordar que la resistencia de los habitantes del Principado al reclutamiento forzoso, impidió que el ejército regular formase sus filas con una estructura jerárquica y una tropa del país. Eso reforzó el carácter “forastero” que la gente del país atribuía a la soldadesca isabelina. El progresista Madoz recomendó al gobierno que solucionase los agravios de los catalanes y que después se centrase en la lucha contra los carlistas, empleando batallones “corregimentales”, es decir, formados por soldados catalanes. El gobierno, mediante una partida presupuestaria extraordinaria de 560.720 reales, quiso organizar hasta cuarenta compañías de voluntarios catalanes. No sabemos si esta medida se llevó a cabo hasta cumplimentar el número de unidades previstas, ya que la prensa solamente mencionó en un par o tres de ocasiones, a dichos batallones, apodados “tercios catalanes”. Pero nos consta que el gobierno militar obligó los ayuntamientos- por lo menos a los de los pueblos más importantes, o estratégicos- a reclutar y organizar las unidades con hombres de sus respectivas circunscripciones. En la acta del ayuntamiento de Centelles, correspondiente a la sesión de la corporación del día 29 de octubre de 1848, consta la recepción de la comunicación de la comandancia del Vallès, de fecha del día anterior, que decía lo siguiente:“Debiendo organizarse en este punto una fuerza de naturales del país, conocidos con el nombre de tercios catalanes y que reunan las circunstancias previstas en el reglamento que adjunto remito, procederá V [el alcalde] desde luego al alistamiento de los que lo soliciten, admitiendo en él a los presentados a indulto o fugados de las filas rebeldes hasta el completo del cuerpo”[167]. El gobierno, no era capaz de vencer la repugnancia que los catalanes sentían por el ejército regular y por eso, en la formación de los tercios admitia a los prófugos rebeldes, suponiendo que mucha gente optaba por tomar las armas solamente con el fin de conseguir un sueldo- y no se equivocaba. Ahora bien, las autoridades no se fiaban de la fidelidad de estos voluntarios, ya que tenían experiencia sobrada respecto a los somatenes que, o ayudaban a los rebeldes o constituían partidas contra el gobierno, por lo que obligaron a los ayuntamientos a instituir un tipo de comisiones de selección destinadas a evaluar a los candidatos a proveer los tercios.
Ahora bien, las medidas que adoptó el gobierno- la promoción de la oficialidad catalana, el reclutamiento de voluntarios del país, así como el esfuerzo en corromper a los cabecillas rebeldes, aun teniendo en cuenta que se justificasen en razones obvias, concretas e inmediatas, en el fondo también coadyuvaban a la consecución de un objetivo más ambicioso. Desde que Cabrera pisó el Principado, los rebeldes alimentaron el favor de la población, llevando a cabo una guerra que quería ser “noble”, sin fusilamientos masivos de prisioneros, sin demasiadas venganzas personales, ni excesivas salvajadas. Incluso la prensa sometida a la censura del gobierno, reconoció la actitud generalmente civilizada de los matiners. Por ejemplo, El Clamor Público, del 18 de noviembre de 1848, publicó un artículo que decía lo siguiente: “Los carlistas están dando inequívocas pruebas de generosidad con los soldados de la reina que hacen prisioneros, pues en vez de fusilarles inhumanamente o hacerles sufrir penas y castigos, los tratan bien mientras los tienen en su poder y les dan libertad con las mayores consideraciones”. Pues bien, el ejército de la reina no estaba dispuesto a ser tan amable porque creía en la eficacia del escarmiento sanguinario y por eso se inventaba excusas para justificar las medidas drásticas de terror que aplicaba. Claro está que la diferencia de actitud entre los bandos contendientes, tratándose – como pensaban los estamentos oficiales- de una guerra de los catalanes contra España, todavía acrecentaba más la sensación de hallarse ante un conflicto que enfrentaba la población autóctona, impregnada de ánsia de libertad, contra un Estado represor, violento y atrasado. Por dicha causa, el gobierno de Narváez también necesitaba proveer su ejército con militares del país, con el fin de extender la creencia de que aquella lucha constituía, ante todo, una guerra civil entre catalanes.
Sabemos que casi la totalidad de los militares y la tropa del gobierno provenían mayoritariamente del centro y del sur de la península[168] y que no entendían nada de lo que sucedía en Cataluña. Pero hubo un segmento de militares de carrera que compartía alguna de las ideologías de los rebeldes. Especialmente, la republicana y la liberal de izquierda. Y también hubo soldados y suboficiales de la reina que eran, o se sentían, carlistas. Durante la guerra menudearon las deserciones de soldados isabelinos y eso lo sabemos gracias a las relaciones de prisioneros tomados por los isabelinos y de rebeldes que se presentaban al indulto, publicados, de vez en cuando, en la prensa. Los periodistas señalaban, entre los detenidos y presentados, a los desertores del regimiento de La Unión. Miembros de este regimiento protagonizaron la rápida rendición de La Llacuna, cuando Caletrús les asedió en la iglesia. Pavía dijo que los soldados apresados habían sido torturados y asesinados por el jefe carlista, debido a lo cual ordenó que se levantara un monumento en la Rambla de Barcelona para recordar su sacrificio. Pero las circuntancias de esta rendición nunca fueron aclaradas. Terminada la guerra, De la Concha derruyó el monumento con la excusa de que no quería que se recordara una guerra entre hermanos. El regimiento de La Unión también quedó implicado en el complot que descubrió Fernández de Córdova, en Barcelona, durante el otoño de 1848. Lo remarcable es que entre los prisioneros que tomaba el gobierno, a menudo aparecían antiguos soldados de La Unión.
Por lo tanto, aunque, en general, los militares de la reina no acababan de comprender la desazón del pueblo al que se enfrentaban, eso no puede afirmarse con tanta contundencia cuando no referimos a los soldados de leva. Fuera por razones ideológicas, fuera debido a que muchos mozos venidos de otras zonas de la península encontraron en Cataluña la oportunidad de rebelarse contra la opresión que también sufrían en sus respectivas lares, o fuera porque se sintieran tentados por la posibilidad de cobrar un sueldo más alto en la guerrilla, al fin debemos admitir que tenemos noticia de desertores del ejército gubernamental, procedentes de Andalucía, Valencia, Madrid y Galicia, que se pasaron a las filas de los matiners.
Pero los militares no eran los únicos que sufrían la carencia de comprensión de la situación catalana sino que èsta era compartida por la clase política madrileña. En las Cortes españolas se discutía en qué consistía ser español, o ser catalán: “El señor Calonge… ¿Qué otras concesiones pueden hacerse a Cataluña mas que las que está disfrutando hace ya tres siglos? (El señor Manso: pido la palabra). El señor diputado que acaba de pedir la palabra no negará esto á pesar de ser catalán (El señor Manso: Soy español!). No creo que el ser catalán excluya del todo el ser español…”[169]. Los calificativos de avaros, interesados e insolidarios, aplicados a los catalanes, eran usuales por aquel entonces, como lo han sido con posterioridad. Buena parte de los políticos pensaban que luchaban contra gente que no se sentía española y que se refugiaban en las banderas carlista y republicana, o que simplemente, ejercían el bandolerismo con el fin de perjudicar a la patria única que, según el modelo de estado- nación francés pugnaban por instalar. Para ellos, Cataluña era un país de gente adusta y de costumbres extranjeras, que casi consideraban una colonia. Como hemos comprobado, incluso El Barcelonés se refirió a Cataluña, considerándola un “dominio” español y no como parte substancial de la nación española.
Claro está que los matiners también sufrieron privaciones y cometieron errores graves que los condujeron a la derrota. Los principales problemas que los abocaron al desastre fueron la falta de objetivos políticos definidos y unitarios, el fracaso en la adopción de una jefatura central y de un ejército regular, la falta de una estrategia global, la descoordinación, las divisiones internas, la precariedad de recursos económicos, el control inseguro de los territorios- inherente a la lucha guerrillera- la imposibilidad de extender el levantamiento más allá del Principado, el desprecio por los progresos técnicos- sobre todo, en lo relativo al armamento, las comunicaciones y la industria- así como la falta de una marina de guerra.
Von Clausewitz advirtió que la guerra se lleva a cabo para conseguir unas finalidades políticas. Está claro que el levantamiento de los matiners se explica por causa de problemas políticos, económicos y sociales determinables pero los rebeldes no formularon una salida política para el conflicto. La pregunta evidente, es la siguiente: ¿Qué querían los matiners?. ¿Querían la proclamación de Montemolín como rey de España, querían la república federal española, querían un Estado descentralizado, querían la independencia de Cataluña, querían la recuperación política de la antigua Corona de Aragón, o simplemente se hubieran conformado con la reforma del sistema impositivo, el reconocimiento de las antiguas constituciones catalanas y la reforma de la Administración?. Todos los ideales mencionados y otros, convivían en el bando de los matiners y a menudo se mezclaban de manera que no resultaba raro que, en ocasiones, alguien- como sugirió irónicamente un redactor de la prensa- predicase la república federal española, presidida por Montemolín. Los matiners fueron acusados de ser, por lo menos, monárquicos absolutistas, republicanos, bandidos, comunistas, anarquistas, provincianos y antiespañoles. También, de ser independentistas, eso, sobre todo, por parte del gobierno francés de Louis Philippe, el cual afirmaba que los republicanos catalanes se proponían la proclamación de la república catalana. Los acusadores tenían razones para colgarles todas estas etiquetas pero ninguna, por ella misma, deviene suficientemente explicativa. Cabrera declaró que solamente deseaba destronar a Isabel II para que el pueblo español escogiera libremente el gobierno que deseaba, lo cual nos demuestra que, en el supuesto que los rebeldes hubieran vencido, posiblemente se hubiera iniciado otro periodo de inestabilidad, seguido de otro conflicto armado entre republicanos y carlistas, o entre monárquicos y republicanos, o entre federalistas y centralistas. En realidad, durante los dos primeros años de la tercera guerra carlista, Gabriel Baldrich, Ton Escoda y el Xic de la Barraqueta[170], lucharon contra sus viejos aliados. Gabriel Baldrich, llamado Bieló por sus compañeros, amigo de Joan Prim y diputado del partido progresista, tampoco fue exactamente un republicano, sinó que se situaba en el liberalismo de izquierda. Los matices políticos que se juntaban en el bando de los matiners eran muchos y de difícil distinción. Los periodistas se refirieron a las dos o tres banderas que enarbolaban los rebeldes. Esta mezcolanza impidió un programa unitario y limitó la guerra a un inmenso acto de protesta popular, a la vez que justificó la teoría de la epidemia de bandidaje. Pero una guerra sin objetivos políticos concretos es una guerra perdida de antemano y aunque hubo un intento de cubrir la vertiente política del levantamiento con la diputación catalana de Tomàs Beltran, este proyecto fracasó.
En realidad, tenemos la impresión que incluso el término “revolución” aplicado al levantamiento de los matiners, no resulta el más adecuado ya que las verdaderas revoluciones se distinguen por la voluntad de destruir el régimen político y social vigente a fin de substituirlo por otro. Ciertamente, los máximos dirigentes carlistas querían destronar a Isabel II, a fin de colocar al pretendiente carlista en el trono, así como también es seguro que los ideólogos republicanos querían suprimir la monarquía para substituirla por la república pero la multitud que seguían a unos y otros no deseaban otra cosa que frenar determinadas políticas y conseguir un espacio de libertad y un nivel de bienestar material estables, sin que les importara demasiado el tipo de régimen o la rama monárquica que se lo garantizara.
Los datos proporcionados por la prensa, especialmente durante el primer semestre de 1848, nos inclinan por creer que posiblemente había más hombres dispuestos a luchar contra el gobierno de los que podían armar y alimentar las partidas rebeldes. Los matiners que desertaban a menudo explicaban que no todos los voluntarios disponían de arma de fuego. Las cifras de rebeldes que nos ofrecen los pocos historiadores que se han ocupado de esta guerra, varían de 4000 y 5000 hombres, hasta 7000 y algún autor ha llegado a los 10.000. Esta cifra máxima no parece exagerada y tampoco nos lo parecería otra, un poco superior. El biógrafo del conde de Montemolín[171] nos proporciona un listado de cabecillas carlistas que durante los meses de julio y agosto de 1848 componían las fuerzas de esta bandera: Cabrera, Castells, Caletrus, Marçal, Gibert, González, Saragatal, Gómez, Altimira, Sabater, Savalls, Mestre de Malla, Bosch, Cigeta, Picó, Pito, Pallarès, Rabones, Farnós, Basquetes, Boquica, los Tristany, Borges, Cortacans, Planademunt, Bou, Puces, Muchacho, Guerxo de la Ratera, Guillaumet, Torres, Badia, Coscó, Vilella, Jubany, Caragol, Caragolet, Masgoret, Ferrer, Guitart, Brujó, Margarit, Grau, Pau Manyé, Fregaire, Estartús, Duran, Pata, Ciurana, Campanera, Caselles, Julià de la Vídua, Collelldemunt, Joan de Mieres, y Fàbregues, alias Nas. Algunos de estos personajes no fueron mencionados por la prensa- o solo lo fueron ocasionalmente- otros eran republicanos y no carlistas (Fregaire, Guillaumet, Ferrer) los había que no podían considerarse jefes de partida porque a menudo luchaban a las órdenes de un jefe superior (Muchacho lo hacía a las órdenes de los Tristany) y en definitiva, en la lista faltan algunos tipos importantes (Forcadell, Arnau, Tòful…). Pero, en cualquier caso, podemos aceptar que el número aproximado de jefes carlistas mencionados por la prensa ascendía a sesenta, a los cuales debemos sumar unos treinta comandantes significados de partidas republicanas y de liberales de izquierda. La mediana de efectivos atribuida por la prensa a las partidas importantes, a partir del verano de 1848, sumaba alrededor de 250 hombres por cada una y puede garantizarse que de éstas, entre las carlistas y las republicanas o de liberales de izquierda, había, por lo menos, unas treinta; es decir que 250 hombres multiplicados por 30 grupos, no da el resultado de 7500 hombres. Pero resulta razonable que consideremos que hubo más de 90 cabecillas y jefes de partidas en acción, de los cuales, Cabrera, Marçal, Borges, los Tristany, Forcadell, los Ametller, Raga, Vilella, Estartús, Saragatal, Baldrich, Masgoret y algunos otros llegaron a disponer de efectivos humanos superiores- y, en ocasiones, muy superiores- a los 400 y 500 hombres por cada uno. Está claro que realizamos cálculos muy aproximados ya que muchos voluntarios servían ocasionalmente. Además, sabemos que hubo carlistas, sobre todo navarros que vinieron a luchar a Catalunya y que hubo republicanos sevillanos, valencianos y madrileños, además de otros procedentes de países europeos, que incrementaron las filas de los matiners. Al fin y al cabo, sin contar las numerosas partidas menores de trabucaires, es muy posible que durante la primavera y el verano de 1848, el total de matiners culminara e incluso superara, los 10.000 hombres. En aquel momento, la población del Principado era de unas 800.000 personas- cantidad que los cálculos actuales suben hasta un milión y pico de almas- de las cuales podemos suponer que, por lo menos, un cincuenta por ciento eran mujeres que no participaban en las acciones armadas. Por lo tanto, no resulta extraño que consideremos que, durante el verano de 1848, uno de cada diez o doce hombres catalanes tomó las armas como matiner. Eso, con el agravante que solamente una minoría muy pequeña del resto de la población no comprometida en la lucha física, apoyó activamente al gobierno. Ni tan solo todos los mozos de escuadra se mantuvieron fieles a Isabel II.
¿Cúal debía ser la edad media de los rebeldes en armas?. La respuesta a esta cuestión resulta difícil. Claro está que la mayoría de los voluntarios debían ser jóvenes. Las relaciones de presentados a las autoridades para acogerse a la amnistía, nos demuestran que la mayoría de ellos no superaban los treinta años. Pero debemos recordar que en la época, tanto el ejército regular como los rebeldes no rechazaban el reclutamiento de adolescentes e incluso, de críos que no habían cumplido doce años. Los cadetes de las academias militares, en ocasiones, participaban en los enfrentamientos bélicos. La prensa daba noticias del fusilamiento de un corneta de dieciséis años, o de personas de esta edad. Los dieciséis años parece que constituía como una especie de mayoría de edad para tomar las armas. La mayoría de los cabecillas rebeldes, de los cuales conocemos algo de su biografía, se presentaron voluntarios al cumplir los dieciséis. Ciertamente, por aquel entonces, la esperanza de vida de los hombres se situaba alrededor de los cincuenta años, en los ámbitos rurales y alrededor de los treinta y pico, quizá los cuarenta, en los sectores urbanos e industriales, así como en las zonas insalubres de los pantanos. Tenemos constancia de personajes que vivieron ochenta años y de algunos centenarios pero se trataba de ricos que se alimentaban bien y no sufrían desgaste físico. Por lo que se refiere al reclutamiento de niños como soldados, Van Rahden testimonía que el conde de España, durante la primera guerra, organizó una especie de escuela militar con trescientos o cuatrocientos alumnos de diez y doce años, mayormente niños perdidos, abandonados y huérfanos, a los cuales el conde afirmaba que favorecía, dándoles una disciplina y un futuro en la carrera de las armas. Pero Van Rahden nos aclara que, en ocasiones, estos niños fueron destinados a la línea de batalla. Por el contrario, las relaciones de prisioneros y de amnistiados también demuestran que, en general, los oficiales de los rebeldes aventajaban en edad a sus voluntarios. Hemos encontrado jefes de más de cincuenta años, e incluso de sesenta, entre los superiores. En cambio, sabemos que en el ejército isabelino había oficiales de graduaciones inferiores, muy jóvenes.
Volviendo a la difícil distinción de las adscripciones políticas, tácitamente se ha admitido que en esta guerra el número de carlistas superó ampliamente a los republicanos y liberales de izquierda. Pero, dicha apreciación se fundamenta en datos puntuales, referidos a las vocaciones políticas confesadas por los matiners que fueron indultados, la adscripción de sus antiguos jefes y en otras valoraciones que no tienen en cuenta la confusión de banderas de determinados cabecillas, ni la mezcla de correligionarios carlistas, republicanos y progresistas en la misma partida, como tampoco el alcance territorial del conflicto. Algunos dirigentes carlistas, como fue el caso de Planademunt y Estartús, incorporaron “jamancios” a sus filas y otros partidarios a las antípodas del carlismo. Por lo menos, en una ocasión, el periódico anunció que Cabrera había prestado o trasladado, doscientos hombres al republicano Baliarda puesto que éste había perdido muchos efectivos. Los intercambios de este tipo también se produjeron entre otros jefes importantes, como entre Victorià Ametller y Marçal. Tampoco debemos olvidar que hubo personajes, como Jaume Montserrat o el Estudiant, que a menudo fueron considerados liberales de izquierda, e incluso republicanos, por los periodistas, aunque luego aparezcan incluidos en las filas carlistas. Debemos sospechar con fundamento, que los únicos carlistas que transitaban por el Barcelonès y el Baix Llobregat eran algunos de sus comandantes. El número de cabecillas de partidas republicanas y de liberales de izquierda que conocemos por la prensa, justo alcanza un tercio de los comandantes reconocidos por la misma fuente como carlistas pero también es cierto que, durante muchos meses, los periódicos no pudieron hablar claro sobre la existencia de rebeldes de adscripción republicana y liberal de izquierda; además, no todos los jefes rebeldes merecieron una noticia en los periódicos- a punto de acabar la guerra, aparecieron por primera vez en la prensa las partidas republicanas de Josep Lledó y Joan Majoral, de Premià de Mar- y también es cierto que los editores preferían publicar las informaciones referidas a los carlistas, puesto que muchos de éstos resultaban más famosos y reconocibles para los lectores por su participación en la primera guerra. Al fin y al cabo, durante el año 1848, los grupos de republicanos y liberales de izquierda fueron muy importantes en el Ampurdán, el Barcelonès, el Panadès, el Baix Camp, el Baix Llobregat, el Maresme y el Segrià. Los matiners de esta tendencia que han sido más orillados, son los que actuaban en las comarcas barcelonesas y leridanas. Es evidente que la censura que sufrían los editores barceloneses se aplicaba con más rigor respecto la publicación de noticias cercanas y por lo tanto, para ellos, lo de publicar las acciones de los rebeldes en Sant Andreu, Sant Gervasi o Sants- lugares en los cuales predominaban de forma casi hegemónica, los republicanos- resultaba complicado. La falta de noticias sobre lo ocurrido en las comarcas leridanas, se originó en causas de tipo práctico, posiblemente relacionadas con la capacidad de distribución de los periódicos barceloneses y por lo tanto, en la escasa existencia de “corresponsales” o comunicadores espontáneos e incluso, en el poco interés que sentían los habitantes de la costa por las informaciones provinentes de las comarcas interiores. Pero, en relación a lo dicho, también debemos considerar que la imprecisión geográfica de los periodistas era notable. En la época se utilizaba la localización genérica de “la montaña”. Para los barceloneses, “la montaña” comprendía todo el interior, el norte y el sur de Cataluña; es decir, todo el territorio del Principado, más allá del llano que ocupaba parcialmente la ciudad y dejando de lado la línea de la costa. Incluso nos parece que los límites del territorio de Catalunya no eran demasiado conocidos y que se consideraba que el curso del Ebro marcaba exactamente la frontera con Valencia o que Banyoles, Solsona e incluso La Garriga, eran pueblos del Pirineo. Este alboroto de nociones geográficas y toponímicas perjudicaba especialmente la localización de los hechos ocurridos en las comarcas leridanas, los cuales resultaban más “alejados” de la conciencia barcelonesa. En cualquier caso, sabemos que Guillaumet no fue el único republicano que se distinguió en las comarcas centrales y leridanas. Ciertamente, la opción progresista enraizó con fuerza en el Segrià. Madoz, diputado progresista por la circunscripción de Lérida, debatió con el ministro de gobernación la política represiva que debía llevarse a cabo en Cataluña y en la sesión de las Cortes del día 20 de enero de 1849, lamentó que el gobierno hubiera perseguido con más ganas a la gente de su partido que a los carlistas: “Se han desterrado diez progresistas y un carlista”. El ministro le respondió que en Cataluña no había progresistas y que la población de dividía entre carlistas e indiferentes. En cualquier caso- añadió el ministro- los pocos progresistas que había se habían lanzado al monte con Cabrera. Pero Madoz volvió a pedir la palabra para desmentir el sarcasmo del ministro y se refirió a los payeses de su circunscripción con la siguiente afirmación: “desde la abolición de los diezmos y de los señoríos, son progresistas y no es fácil que cambien de opinión”. Por lo tanto, en las comarcas de Poniente hubo una opinión republicana consistente que, forzosamente, tuvo que reflejarse en un número importante de guerrilleros de esta adscripción.
Al fin, si sumamos los adictos en activo de Baliarda, Ballera, Escoda, Molins, Ferreter y otros cabecillas republicanos de la zona barcelonesa, fácilmente llegamos a una cifra superior a mil hombres. Por otro lado, en las comarcas gerundenses, los Ametller y Roger disponían de unos setecientos hombres y en las comarcas tarragonenses, Baldrich, Benet Lluís y otros, en su mejor momento, podían alcanzar mil voluntarios.
Otra cuestión es que los republicanos y progresistas cargaron más con la fama de desorganizados, que los carlistas. Sin contar a los Ametller y quizá a Baldrich, Baliarda, Ballera y Escoda, el resto de republicanos y progresistas que tomaron las armas contra el gobierno, fueron considerados corpúsculos de atolondrados. Existen indicios respecto la existencia de una cierta organización de los republicanos, paralela a la estructuración de los carlistas, que si fuera probada nos demostraría que las partidas de los primeros no actuaban de forma tan espontanea y anárquica como creemos. Por ejemplo, cuando Ferreter, a finales del mes de enero de 1849, se presentó al indulto, el Fomento del día 5 de febrero presumió el final de las partidas republicanas del llano de Barcelona y de su entorno, anunciando la desaparición de la división central de la formación bélica de los republicanos y se refirió a las otras divisiones, correspondientes a los territorios gerundenses y tarragonenses.
En definitiva, es probable que, por lo menos, alrededor del treinta por ciento de los matiners- especialmente, durante el segundo semestre del año 1849- se consideraran leales a las banderas republicana y liberal de izquierda.
Los matiners contaron con el armamento que adquirieron, sobre todo, en la Gran Bretaña- pero también lo poseían de origen francés y de otros países- y con el que tomaban a sus enemigos y en los asaltos a los depósitos de los pueblos, así como el que aportaban los mismos voluntarios- armas personales. Está claro que la obtención de armamento no era el único problema financiero de los rebeldes. También tenían que pagar la intendencia y las soldadas. Es evidente que el hecho de formar parte de una partida rebelde constituía una alternativa laboral en época de crisis y, durante cierto tiempo, hubo cabecillas que pagaban soldadas inimaginables para los soldados de la reina. Concretamente, los voluntarios ganaban un sueldo de entre 4 y 6 reales diarios[172]. Otra cosa diferente es que todos ellos cobrasen realmente el sueldo o que lo recibieran puntualmente. Pero, no solamente los campesinos sin tierra y los obreros buscaban una ganancia económica en la aventura guerrillera sino que muchos menestrales y aristócratas escogían este camino para hacer fortuna, o mejorar la que poseían. Se ha dicho que el joven Cabrera, habiendo abandonado su domicilio para iniciar la carrera militar, no se decidió por los carlistas hasta el último momento y quizá se inclinó por ellos por la influencia que recibió de sus amigos del seminario. El general Prim presumía de su carrera militar con el mismo espíritu del millonario americano que recuerda que empezó repartiendo periódicos. Prim poseía una ideología liberal que heredó de su padre pero no conocemos ningún antecedente ideológico familiar que nos haga suponer que el joven Cabrera tuviera que inclinarse por las armas carlistas. En realidad, muchos catalanes, enfrentados a las quintas y a las dificultades de una carrera militar de escalafón, debieron escoger la empresa carlista o republicana que les permitía escalar rápidamente, con un poco de suerte, en la jerarquía por el simple hecho de haber conseguido la adhesión de una docena de hombres. Además, el botín de los insurrectos siempre podía devenir más substancioso e inmediato que la ganancia del ejército regular. En el fondo, observamos que la mayoría de rebeldes seguían la pràctica de los ejércitos de mercenarios que fue tradicional hasta que se consolidó el Estado surgido de la revolución francesa. El concepto de ejército nacional resultaba extraño a las tradiciones catalanas. En nuestro país, la partida armada ha sido, de alguna manera, una empresa con un patrón que paga un sueldo y reconoce algunos derechos a los trabajadores, como el de descansar y pasar unos días en casa- por esta razón los voluntarios catalanes insistían en servir cerca de su domicilio- de manera que se consideraba comprensible que cambiasen de partida, dentro del mismo bando, debido a una mejor oferta dineraria, o por comodidad.
En lo que se refiere a los víveres, a las caballerías, a los arreos militares, tanto para las personas como para las bestias- al calzado, básicamente, las alpargatas, el forraje, las sillas de montar, los carros y las distintas herramientas- los matiners se vieron obligados a sostenerse sobre el terreno, a partir de las requisas que imponían a los pueblos, a los propietarios rurales y a los industriales. Veinte años después, al iniciarse la tercera guerra, los carlistas instauraron juntas provinciales de armamento y defensa, las cuales debían procurar el subsidio material del ejército del pretendiente. Entonces, la regulación de la intendencia carlista preveyó que la tropa legitimista pudieran exigir material, víveres y dinero a los ayuntamientos, solo en el caso que fuera imposible de encontrar ningún representante de la junta provincial que les solucionara el problema. Pero no está probado que estas juntas existieran durante la guerra de los matiners y sabemos que, a partir de un momento determinado- enero de 1849- los grandes propietarios de la montaña y muchos ayuntamientos, económicamente ahogados por las exigencias de los rebeldes, se negaron a facilitarles más suministros materiales y dinero.
Algunos historiadores actuales, siguiendo lo que ya apuntó Valentí Almirall, han observado que sin la existencia de las grandes masías de la montaña, las guerras del XIX no hubieran sido posibles. Estas masías eran suficientemente importantes como para dar refugio y facilitar comida a muchos hombres y durante tiempo fueron tan solventes como para pagar elevadas contribuciones de guerra. Por eso, cuando los grandes propietarios de la montaña empezaron a inclinarse por retirar a los rebeldes la ayuda económica, así como el cobijo y la subsistencia alimentaria que les prestaban, el general Cabrera se inquietó y quiso retornarlos a la causa mediante coacciones personales. Los argumentos alegados para explicar el fusilamiento del barón de Avella y de sus compromisarios- basados en los avatares de las negociaciones de los Tristany con el gobierno militar- esconden el objetivo principal de aquel sacrificio: el escarmiento de las cabezas visibles que promovían el cierre de las cajas. Los industriales, desde que el gobierno de Madrid admitió parte importante de sus reivindicaciones, también se resistieron a las exacciones que les exigían los matiners. Entonces, muchos cabecillas rebeldes no pudieron satisfacer las soldadas fácilmente y empezó la fuga constante de voluntarios. Por eso, la detención del conde de Montemolín, cuando intentaba pasar la frontera, constituyó un duro golpe a su causa- y no solamente, político- ya que llevaba consigo 8000 francos para atemperar los problemas financieros de los matiners. Precisamente, en contra de la tesis – mantenida tácitamente, a partir de la obra de Josep Llord- según la cual, los rebeldes de tendencia republicana desaparecieron de la escena bélica antes que los carlistas, debemos aclarar que en los estertores de la guerra, los republicanos barceloneses recibieron un suministro económico importante que les permitió el mantenimiento de la resistencia más allá del final oficial del conflicto.
También debemos rcordar que, a partir de enero o febrero de 1849, la Gran Bretaña mejoró sus relaciones con el gobierno español y dejó de ayudar a los rebeldes catalanes. Y, el gobierno francés, no solamente no se puso al lado de sus correligionarios políticos catalanes, sino que, movido por intereses geoestratégicos, se alineó con el gobierno de Madrid, como ya había hecho durante el régimen de Louis Philippe. En realidad, desde la época de la revolución, los gobiernos galos temían “la contaminación revolucionaria” del otro lado de la frontera, lo que a menudo constituía un eufemismo para referirse a la comunidad de intereses contra los Estados que reunía a los catalanes de uno y otro costado de la frontera. El carácter étnico i prenacionalista del levantamiento de los matiners no pasó desapercibido a Paris, ni a Madrid.
Aunque lo que a continuación se dirá pueda parecer contradictorio, la misma estrategia guerrillera que tantas victorias puntuales proporcionó a los matiners, también supuso, finalmente, la causa de su derrota. Los Tristany consiguieron, durante mucho tiempo ser los dueños de su territorio natal y otros cabecillas alcanzaron el mismo objetivo en sus respectivas comarcas pero no se puede asegurar que los matiners controlasen permanentemente una capital de importancia. Fracasaron en el intento de apoderarse de Barcelona, lo que intentaron mediante la conspiración que Fernández de Córdova descubrió en noviembre de 1848, e incluso desaprovecharon la ocasión de apoderarse de Girona. Además, como se demostró en el Pasteral, en los choques clásicos, cara a cara, los matiners eran claramente inferiores a las tropas de la reina, ya que en estos casos no poseían la iniciativa y porque en el aspecto logístico eran incapaces de mantener las líneas de subministro demasiado alargadas en el territorio y en el tiempo. Sea dicho en términos militares, no disponían de canales y de corrientes logísticas seguras. Los choques que los matiners resolvían a su favor eran siempre de corta duración. Si encontraban una larga resistencia, acababan abandonando el campo de batalla o perdiendo hasta la camisa. Pero las batallas de esta guerra dan la impresión de enfrentamientos deportivos, delimitados en el tiempo previsto para jugar la partida puesto que ninguno de los contendientes, en caso que venciera, sacaba el provecho de la victoria. Es decir, tampoco el ejército de la reina- obligado a luchar en territorio enemigo- se sentía seguro por lo que se refiere al alargamiento y mantenimiento de las líneas de subministro. Los matiners entraban en Cervera, o Ripoll y al cabo de un par de días, o de unas horas, abandonaban el lugar. Los liberales ganaron la batalla del Pasteral y expulsaron los carlistas de Amer pero al cabo de poco tiempo, éstos ya habían vuelto a la zona.
En definitiva, los matiners sacaban rendimiento de los choques siempre que podían sorprender a las tropas del gobierno. Pero, por otro lado y como ya se ha apuntado, la estrategia guerrillera- la guerra de boscaje, sea dicho en la expresión tradicional- constituía una forma de lucha que, para el combatiente, a la vez satisfacía su vocación de oposición al nuevo régimen opresor y la posibilidad de ganar un sobresueldo cerca de su casa. Los voluntarios rebeldes casi guerreaban como el payés que cada mañana va a arar su parcela. Los generales expertos- quizá solamente lo era Cabrera- sabían que necesitaban la reunificación de los efectivos humanos a su disposición para estructurarlos en batallones de un ejército regular, a modo del ejército nacional napoleónico, con el fin de planificar la lucha, trasladar la guerra a otros territorios y así vencer al ejército disciplinado y estructurado- aunque envarado- de la reina. Ahora bien, como se ha dicho, los voluntarios de las partidas rebeldes, fueran carlistas o republicanos, se negaban a luchar fuera de Cataluña e incluso, más allá de su comarca natal. Además, la gente del pueblo llano pensaba que la lucha clásica de los ejércitos regulares, formados en hileras de soldados que se enfrentaban al descubierto, que avanzaban al ritmo de los tambores para dispararse fusiladas alternativas, constituía una forma estúpida de suicidarse. En cambio, el guerrillero goza de la oportunidad de sobrevivir, ya que en su modo de lucha, el ingenio personal, como en la caza, resulta trascendente. La mentalidad descrita- otra de las causas de la adversión que sentían los catalanes hacia el ejército español- fundamentó otra de las graves divergencias que tuvo Francesc Savalls con Alfonso de Borbón, hermano de Carlos VII, durante la tercera guerra y que condujo al ampurdanés ante un consejo de guerra, acusado de desobediencia. Savalls siempre sostuvo que los voluntarios gerundenses no luchaban fuera de Cataluña. El príncipe Lichnowsky, prusiano y aristócrata, no podía comprender esta mentalidad y despreciaba a los guerrilleros catalanes, a los cuales consideraba bandidos innobles, indisciplinados y depredadores ocasionales, más que soldados. Incluso se sentía muy molesto por la falta de uniformidad de aquellos luchadores, los cuales, salvo por lo que se refiere a la barretina y las alpargatas, vestían a su gusto. Benet Tristany – opinaba el príncipe- no fue otra cosa que un jefe de bandoleros y después de describirnos el aspecto raro, errático y desastroso de los hombres del Ros d’Eroles, nos explica que la partida que dirigía fue derrotada a la primera acometida del ejército cristino en una batalla a campo abierto. Su conclusión resulta evidente: los catalanes no saben luchar en terreno llano y en formación militar. Lichnowsky también nos explica que ordenó al Ros d’Eroles el asalto al fortín d’Esterri d’Aneu, por el medio directo de escalar los muros de defensa y que el cabecilla, indignado, se negó a cumplr la órden ya que consideraba que se trataba de una empresa temeraria. ¿Quién es tan estúpido que trepa al descubierto por un muro que el enemigo domina desde arriba?. El prusiano hasta criticaba el afán de los voluntarios, incluidos sus jefes, por identificarse con apodos y la única lealdad de los hombres al jefe de la partida a la cual pertenecían. Lichnowsky dice que los guerrilleros catalanes no formaban batallones, sino que se reconocían mediante la expresión “la gente” de aquel u otro comandante: la gente del Llarg de Copons, la gente de Tristany, la gente del Muchacho… Al fin, pero, el príncipe admitió que para la lucha cuerpo a cuerpo y la emboscada, el catalán era el mejor soldado del mundo. Wilhelm Van Rahden no se mostró tan específicamente adverso a los guerrilleros aunque podemos percibir que compartía la opinión de su compatriota por lo que se refiere a su falta de disciplina. En cualquier caso, la visión de los alemanes era, en la época, compartida en todas partes. Fernando Fernández de Córdova se refirió a un batallón de voluntarios, que Joan Prim puso a su disposición cuando avanazaban hacia Madrid para expulsar a Espartero, con los siguientes términos despectivos: “El otro batallón era de voluntarios catalanes, gentes sin disciplina ni respeto y más digna del grillete que de empuñar las armas”.
Es evidente que la lucha guerrillera implicaba que muchos cabecillas de extracción popular siguiesen las tradiciones ancestrales del país, basadas en el concepto de voluntariado, de objetivos limitados a la obtención del botín, sin preocuparse de la subsistencia de los pueblos, ni de la disciplina interna, de manera que obtenían buenos resultados inmediatos pero acababan por destruir el entorno y vaciar las cajas municipales, con lo cual también secaban sus fuentes de financiación y de abasteciminto. Por consiguiente, hay razones de peso para creer que muchos matiners no se planteaban victorias durables y sencillamente vivían en una especie de revuelta permanente de poca ambición bélica. Incluso los grandes propietarios que apoyaban el levantamiento, no se lo planteban si no era como una forma de presión al gobierno, a fin de que adoptara determinadas medidas económicas y políticas, que reconociera determinados derechos o que dejara de intervenir en las formas tradicionales de producción y comerciales. En cierta medida, la guerra constituía para dichos líderes rurales y también para una parte de los patrones industriales, una máquina que ponían en marcha o detenían cuando les convenía. En definitiva, es por la razón mencionada que la guerra de los matiners se nos aparece como una revuelta que acaba por abandono de los rebeldes, más que por las derrotas contundentes que éstos pudieran haber sufrido en el campo de batalla. Por eso mismo, Manuel Pavía afirmó que la guerra terminaría cuando el país- es decir, Cataluña- quisiera. La prensa de Madrid tenía parte de razón cuando afirmaba que los catalanes mantenían una guerra para proteger sus intereses económicos, aunque fue injusta cuando cualificaba estos intereses de “monopolios” y negaba la riqueza que Cataluña aportaba al resto del Estado.
En relación con todo lo dicho, debemos recordar que la limitación de la guerra a Cataluña perjudicó, sobre todo, la empresa de los montemolinistas. El general Cabrera era conciente de que el éxito de su lucha dependía de la extensión del conflicto armado al resto del territorio español. Por lo menos, a Valencia y Aragón. La concentración militar que el gobierno de la reina consiguió en el Principado no hubiera sido posible si Cabrera hubiese sido capaz de abrir otros frentes. Además, aunque los rebeldes se hubieran apoderado del control absoluto del Principado- hipótesis que hubiera requerido, entre otras condiciones, que los montemolinistas dispusieran de fuerza naval[173]– esta situación les habría forzado la toma de una decisión política trascendente respecto la independencia, más o menos “provisional”, de Cataluña. En realidad, la guerra de los matiners, en cierta medida, también puede ser comparada a la guerra de liberación popular, en la fase de resistencia. Salvando la extemporaneidad del ejemplo y solo a los efectos explicativos, podemos establecer un cierto paralelismo entre nuestra guerra y la de independencia del Vietnam, aunque esa comparación únicamente nos lleve a reiterar las grandes debilidades que socavaron la revuelta catalana. A fin de obtener la independencia respecto Francia, Hô-Chi-Minh teorizó un plan en dos fases: la primera consistía en la resistencia dirigida al objetivo de equilibrar las fuerzas con el enemigo y asentar la posesión de una parte del territorio. Concluida con éxito dicha fase y habiendo obtenido el reconocimiento internacional que ello les debía suponer, los rebeldes serían capaces de emprender la contraofensiva- y así fue. Por lo tanto, si los matiners hubieran ganado claramente la guerra en Cataluña, ocupando Barcelona y otras capitales comarcales importantes, muy probablemente no se habrían conformado con proclamar un nuevo Estado, quedando a la defensiva ante las embestidas del Estado español, y del francés, sinó que bien podrían haber pasado a la segunda fase de contraofensiva, a fin de conquistar el poder en España. Es más que probable que ésta fuera la estrategia de fondo de Cabrera – primero Cataluña y después España- una vez tuvo que admitir el fracaso del levantamiento montemolinista en el resto de territorios españoles. Por lo tanto, Cabrera- óbviamente- nunca se propuso la independencia de Cataluña- su rey quería serlo de España- aunque ciertamente existía una base popular de “jamancios” que sí la deseaba. Al fin, la gran diferencia entre la lucha del pueblo vietnamita y la guerra de los matiners, consiste en que, en el primer caso, los rebeldes supieron organizarse en un ejército popular, de tipo piramidal y centralidad política, mientras que en el caso catalán- como hemos dicho- la improvisación, la falta de jefatura unitaria, así como de objetivos políticos compartidos, impidió que los rebeldes superasen la fase de una alborotada resistencia.
Por lo que se refiere a las carencias técnicas, está claro que muchos comandantes de los matiners, no solamente no comprendían los progresos científicos y técnicos, sino que los aborrecían. Los matiners preferían las armas blancas, los trabucos, los fusiles y carabinas que ellos mismos recortaban y modificaban con herramientas caseras. Nunca consiguieron una buena artillería, ni organizaron una intendencia centralizada, así como tampoco se propusieron una administración económica financiera y fiscal, ni valoraron suficientemente la trascendencia del telégrafo y del ferrocarril. En realidad, demostraron aversión al maquinismo. Siempre se ha sospechado que algunos incendios de fábricas y destrucción de máquinas, fueron provocados por los rebeldes- sobre todo, carlistas- sin que para este empeño les asistiera ningún objetivo bélico razonable, como no fuera la intención malévola de provocar mas paro entre los obreros y conseguir, de esta manera, la afiliación por hambre de muchos de ellos.
El cálculo, ni que fuese aproximado, de la pérdida de vidas que originó esta guerra, resulta muy difícil. La suma de todas las bajas confesadas por la prensa nos daría un resultado ridículo, debido a que las fuentes informativas siempre eran la Capitanía General o, directamente, el gobierno de Narváez. Es evidente que el gobierno rebajaba las bajas propias e incluso, las sufridas por el enemigo, con el fin de propagar la idea de que no había guerra sino una situación de alborotos generalizados y de bandolerismo descontrolado. El ejemplo de la batalla de Sant Jaume de Frontanyà, en julio de 1848, es muy significativo: la prensa barcelonesa dio cifras de muertos y heridos que, por ambos bandos, no alcanzaban las 50 bajas pero luego, el periódico La España, de Madrid, afirmó que allá habían perecido 200 hombres. Por otro lado y como sucede en todos los conflictos civiles, se produjo una represión sangrienta de la población, la cual incluso originó éxodos locales – como ocurrió en las comarcas del Ebro- asaltos a hospitales, asesinatos de gente más o menos comprometida y fusilamientos de mensajeros, encubridores, conspiradores, prisioneros, enfermos y heridos, y supuestos espías. Hubo noticia de batallones desaparecidos- por ejemplo, en la Cerdanya- después de una salida rutinaria. A menudo, desde las capitales comarcales, se informaba de estrépitos intensos y prolongados, producidos por armas de fuego y provenientes de las montañas. Luego, aparecían comitivas de carros y literas con cadáveres y heridos. De vez en cuando, durante una retirada precipitada, en bando que avanzaba descubría montones de cadáveres sin sepultar pero el comunicante se limitaba a dar un número aproximado. También, en ocasiones, se producían escaramuzas internas entre grupos de rebeldes – Poses y Baliarda- y choques fronterizos con la policía francesa, que son difíciles de documentar y que conocemos por las notas inexactas de la prensa. Recordemos que los enfrentamientos de la época producían más heridos que muertos y que la medicina no se enfrentaba con demasiado éxito a las infecciones. ¿Cuantos heridos de aquellas acciones armadas, acabaron falleciendo?. ¿Cuantas personas enfermaron y murieron por causa del hambre y de la miseria?. El abandono de propiedades y de tierras, por causa de la guerra, constituyó una queja habitual de los analistas económicos. Por no saber, ni siquiera podemos documentar todos los enfrentamientos armados que se produjeron. Una táctica habitual para asaltar los pueblos consistía en incendiarlos con petróleo –por esta razón, seguramente, los catalanes de la época usaban el término “foc” (fuego) como sinónimo de batalla. ¿Cuántas personas fallecieron ahogadas o quemadas, en dichos ataques?.
Josep Carles Clemente hurgó en los archivos militares españoles y nos ofrece la relación de acciones armadas que sostuvieron veinte regimientos de infantería y cinco de caballería del ejército de la reina, entre 1847 y 1849. En conjunto, el número total de acciones es muy alto y en una parte importante, nunca se reflejaron en la prensa. Eso lo dice todo. La guerra de los matiners fue una verdadera guerra, de la cual solo nos llega el perfume del desastre.
21. Algunos personajes simbólicos.
Aprovechando que esta crónica se ha desarrollado a partir del esqueleto de noticias y artículos de opinión publicados por la prensa, principalmente barcelonesa, vale la pena que ahora también nos sirvamos de ella para retratar algunos protagonistas de aquel periodo histórico. Se trata de personas que no solamente fueron reconocibles por los lectores de prensa sino que se adivina que suscitaban notable admiración o temor entre la población.
21.1 Los Tristany, nobleza rural, señores de la guerra y último símbolo del antiguo régimen.
Las libertades concretas que predicaban los carlistas eran, posiblemente, más sólidas que la libertad que postulaban los liberales. Eran libertades entendidas a la vieja manera. No se trataba de la libertad con mayúscula, abstracta y vaga, escrita en un papel que siempre es más inconsistente que la violencia de los temperamentos; sinó las libertades concretas, garantizadas por organismos, instituciones, costumbres y hábitos antiguos, de imposible escamoteo. No de otra forma se gobierna Inglaterra. Josep Pla. Un señor de Barcelona.
… Los realistas […] ligaban su vida afectiva a un sistema de ritos y valores cuyo eje era la iglesia, en torno a la cual se tejían las relaciones interpersonales dentro de la colectividad aldeana […] en las derivaciones eclesiásticas de la implantación del régimen constitucional se presentían vagas pero inquietantes amenazas contra estructuras básicas- jerarquía familiar, códigos sexuales, etc- que cimentaban el modo de vida tradicional con tanta o mayor fuerza que los lazos de índole económica.
Un mundo sin rey, igual que un mundo sin religión, era un mundo desquiciado, presa del caos y de la arbitrariedad de que los débiles y los pobres eran víctimas principales. Jaume Torres. Liberalismo y rebeldía campesina.
Los nobles, situados a gran distancia del pueblo, mostraban por éste, sin embargo, esa especie de interés benévolo y tranquilo que siente el pastor por su rebaño y no viendo en el pobre a un igual, velaban por su destino, como si se tratara de un depósito confiado a sus manos por la providencia. Alexis de Tocqueville. La democracia en América.
La familia de los Tristany constituyó el ejemplo notorio de la persistencia tozuda y en parte, patética, de las formas de vida y de la escala de valores del antiguo régimen en un mundo que cambiaba irremisiblemente. Durante la guerra de los matiners, los miembros del clan Tristany ni se mezclaron demasiado con los republicanos y liberales, ni fueron amigos sinceros del general Cabrera. Más bien parecía que se situaban en el bando irredento del carlismo pero el hacendado Rafael Puget recordaba que, aunque el general Rafael Tristany fue un personaje de “severidad íntrinseca y sentimientos religiosos enraizados, el partido apostólico no le otorgó la plena confianza”[174].
En los años de la primera guerra, los carlistas catalanes se adscribían a la tendencia moderada- también llamada, de los universitarios de Cervera- o a la “furibunda”, los miembros de la cual se distinguían por sus ideas fanáticas de radicalidad religiosa. Los últimos fueron muy importantes en Solsona y siempre quisieron imponer a Benet Tristany como general supremo del ejército real en Cataluña. No lo conseguieron y eso, en parte, fue debido a la oposición del carlismo catellano y vasco.
El príncipe Lichnowsky se refirió a las luchas internas del carlismo catalán durante la primera guerra, relacionándolas con el asesinato del conde de España en manos de sus propios correligionarios. En realidad, Benet Tristany y el conde de España fueron enemigos irreconciliables. La descripción que Lichnowsky nos transmite de Benet se puede resumir en esta frase: “Era una extraña mezcla de sacerdote y soldado”. El aristócrata alemán reconoce que Benet mostraba un carácter franco y abierto, lo cual contradecía la terrible fama que le precedía pero también nos dice que, aun cuando el canónigo simulase que aceptaba las indicaciones del rey, luego hacía lo que le venía en gana. Por lo tanto, insinua que Benet era un hipócrita. Claro está que Lichnowsky no tenía ningún tipo de simpatía por Benet- ni por su lugarteniente, el Ros d’Eroles, ni por los guerrilleros catalanes, en general- y no perdía la ocasión de presentarnos a los mencionados como una especie de bandidos rurales. De Benet, el príncipe afirmaba que había escondido en una cueva la enorme riqueza de 400.000 onzas de oro, las cuales havía obtenido mediante el robo y la extorsión y que el cura soldado vivía con gran lujo, mientras los voluntarios de la causa pasaban muchas privaciones.
Durante la guerra de los matiners, los Tristany actuaron por todo el territorio catalán pero desde su caserio familiar, en Ardevol, en la sierra de Pinós, controlaron de forma casi permanente el Solsonés y la Segarra. La casa de los Tristany, que todavía se mantiene en pie, constituye un verdadero castillo de aristócrata rural. Incluso cuenta con mazmorras y una capilla. En un lugar cercano, llamado “la rasa dels canons” (la rasa de los cañones) los señores de Altet poseían una imprenta y fabricaban pólvora y armas, incluidas las de artillería. Lichnowski testimonía que el 20 de junio de 1837 participó en el sitio de Santpedor, donde los carlistas utilizaron un cañon procedente de la fundición de los Tristany. El ingenio explotó al octavo disparo.
Por lo tanto, los Tristany ejercían de amos naturales y jurisdiccionales del territorio y completaban este poder con la representación que ostentaban en los brazos eclesiástico e industrial. Fue el tipo de familia que mantenía directamente a numerosos sirvientes. Participaron en la guerra de sucesión, a favor de los Habsburgo, en la guerra contra Napoleón Bonaparte, en la de los agraviados y en todas las carlistadas. Cuando el rey de su preferencia declaraba la guerra, los Tristany levantaban y finanzaban un ejército con la gente del territorio que controlaban y lo ponían a su servicio. En realidad, la posición preeminente que les otorgaba su calidad de hacendados, señores de la tierra y de la guerra, enraizados en el centro del Principado, los alejaba de la tentación del liberalismo.
Los Tristany representaron el antiguo sistema de libertad y orden social, fundado en el respeto a las costumbres, el individualismo, la religiosidad y el clasismo, enfrentado al Estado liberal y a la escala de valores que éste portaba, como era la secularización, el capitalismo, la meritocracia burocrática, la igualdad, el sistema legal de leyes escritas y codificadas, la especulación económica, así como el progreso técnico y científico. El orden antiguo, simbolizado por los Tristany, colocaba a cada individuo en un espacio geográfico y social de por vida, así como garantizaba la seguridad de un sistema “natural”, regulado por los contratos orales, las constituciones y las disposiciones matrimoniales y testamentarias. Resulta interesante que ahora recordemos un comentario atribuido a Benet Tristany, el cual parece que pronunció ante los jueces que lo condenaron a muerte, ya que ilustra esta mentalidad: “Los pueblos, señor mio, son siempre niños y han de ser regidos por una mano suave y las leyes han de ser siempre consejos”. Es decir, los señores naturales guían al pueblo, como el maestro guía a la chiquillería. Con ello basta. Por lo tanto, las leyes no han de ordenar, prohibir ni coaccionar sino que las pocas que resulten necesarias deben consistir en “consejos”, los cuales brotan de la biblia y de las costumbres locales. Precisamente, los consejos constituyen el resultado de la experiencia y por lo tanto, el sistema legal predicado por los carlistas tenía carácter civil y jurisprudencial- propio de los países de tradición anglosajona- el cual se enfrenta al sistema francés de codificación y derecho público.
En el universo de los Tristany, la solidaridad, fundada en los deberes cristianos de la hospitalidad y la caridad, así como las obras pías de la iglesia y una cierta actividad municipal, intentaban cubrir lo que hoy llamamos los servicios sociales. No hay duda que el nuevo Estado que se instalaba en España durante el XIX no era capaz de prestar los servicios públicos que ahora lo justifican, de manera que se mostraba únicamente en su vertiente represiva. Por esta razón, la destrucción del patrimonio de la iglesia y el descrédito de la religión no constituía un asunto de consecuencias meramente espirituales o ideológicas, sino que en muchos lugares fue percibido como la demolición del sistema tradicional de vida que, hasta entonces, se consideraba previsible y seguro. El simplismo histórico de algunos, ha reducido el carlismo a un ideario absolutista que tiene más connotaciones modernas de estatalismo totalitario que no de ideología individualista y conservadora. En realidad, el rey absoluto, considerado desde la perspectiva práctica del payés, constituía un ser tan desconocido y lejano como lo era Dios. Claro está que el aristócrata comarcal y el cura eran seres tangibles, cercanos y peligrosos pero en muchos lugares el paso del tiempo había dulcificado las relaciones sociales. En definitiva, el payés pensaba que ni Dios ni el monarca intervenian directamente en los asuntos de la masía, de la parroquia o de la comunidad municipal y que, por el contrario, le ofrecían consuelo y protección ante las calamidades. En cambio, el Estado liberal se entrometía en lo doméstico y lo trastocaba todo, en nombre de conceptos políticos abstractos, los cuales devenían incomprensibles para la mayoría de la gente, pero que justificaban que se cargase de impuestos a los campesinos y a los obreros, que los jóvenes tuvieran que servir en el ejército “nacional”, muriendo en guerras lejanas o que se tuvieran que pagar cantidades exorbitantes para liberarles de este deber. El nuevo régimen acabó con la seguridad económica que significaba el orden tradicional de la producción limitada a la satisfacción de las necesidades humanas, locales y estables, sometiendo la gente a la excitación de nuevos deseos provocados y artificiales, así como a la especulación de unos mercados desbocados. El nuevo régimen destruía los bienes de la iglesia y las propiedades comunales, fortaleciendo el derecho exclusivo de la propiedad privada. Poco a poco, en todas partes, los propietarios cercaban sus tierras, obstruían o prohibían la recolección de leña y de los frutos espontaneos de la naturaleza, así como la caza, que eren los medios de subsistencia del pueblo menudo. El Estado liberal- o mejor dicho, el sistema económico que conllevaba- talaba los bosques, imponía peajes, grababa los consumos, esclavizaba a los payeses lanzándolos a las fábricas e incluso se atrevía a prohibir al montañés la tenencia de arma personal, con la cual cazaba y se defendía de los indeseables. Es decir, el Estado liberal ocasionaba daños graves a las clases populares y no lo hacía únicamente adoptando medidas económicas directas- impuestos, recluta forzosa de soldados, privatización de bienes comunales…- sinó que, sobre todo, llevaba a cabo esta revolución trastocando la escala de valores tradicionales y, en consecuencia, desmontando la forma de vida y las relaciones personales. El nuevo régimen interfería los lazos familiares- se opinaba que quería instituir el divorcio y que rompería la jerarquía entre padres e hijos, así como la distribución de la producción entre hombres y mujeres- a la vez que ridiculizaba la religión, que constituía la ley “natural”. El nuevo régimen incluso se introducía en elámbito más íntimo, el de la comunicación personal, imponiendo una lengua que era desconocida o difícil de comprender para la mayoría de los campesinos catalanes. Y, los daños mencionados se llevaban a cabo sin que los afectados pudieran percibir ninguna garantía de protección mínima- sebre todo, sin la garantía de lo que hoy llamamos “seguridad jurídica”- sinó que se llevaban a cabo arbitrariamente, mediante normativas prohibitivas y contradictorias, formuladas por autoridades civiles y militares, e impuestas por la fuerza de un ejército y de una clase de funcionarios civiles forasteros y que la gente consideraba corruptos. A partir de esta sensación de inseguridad, una parte de la sociedad, principalmente rural, buscó el consuelo en la añoranza de un pasado mitificado, mientras otra parte de la población – urbana- quiso confiar en un futuro sin opresores, gobernado por el pueblo soberano.
La idea simplista y deformada de la existencia de un tiempo que fue idílico, seguro en las posibilidades y los límites que ofrecía la vida, de hombres con derechos y deberes individuales, con palabra y honor, atados mediante contratos orales a la aristocracia local, que representaban los Tristany, revestía a los miembros de esta familia de un barniz nostálgico y romántico, claramente perceptible desde el momento que ellos corrían por las montañas blandiendo el sable. Este ideario antiguo, encarnado en una especie de bandidos aristocráticos, ricos en propiedades, aunque irremisiblemente abocados a la decadencia, fue percibido, incluso, por sus coetáneos liberales y republicanos, los cuales les reservaban la admiración contenida que acostumbran a despertar los perdedores de la historia, sobre todo cuando son nobles y no molestan demasiado porque viven lejos. Ciertamente, se trataba de una admiración veteada de la ironía crítica y la envídia que sienten los miembros de las clases emergentes hacia los miembros de la nobleza. Por lo tanto, se trataba – podríamos decir- de una admiración snob, fundada en el afán absurdo que manejaba a los Tristany: aquella gente pretendía lo imposible- sea dicho en los términos de los autores del manifiesto de La Garriga- lo cual era comparable a la voluntad de revertir el curso de las aguas del Llobregat.
El hecho es que la obsesión de enfrentarse a los vientos violentos de la historia convertía a los Tristany en unos tipos atractivos, especialmente entre un público educado, lector de diarios y folletines, amante de las óperas italianas y de los dramas rurales y medievales. Las circunstancias de la vida de los señores de Altet, tejían ante sus coetáneos una aventura real, explicada de forma entrecortada por los periódicos e interpretada por la voz popular. Eso, en plena exaltación del romanticismo. Francesc Curet, al contarnos los levantamientos populares de 1842 y 1843 en Barcelona, dice lo siguiente: “aquellos hechos extraordinarios, desconcertantes y que todavía nos parecen legendarios […] son considerados por muchos como propios de la exaltación efervescente y de la ebullición ideológica que caracterizaba el periodo romántico, el cual podemos situar entre los años 1830 y 1850. No del romanticismo contemplativo, añoradizo y enfermizo que se complacía en los amores imposibles y desgraciados y en la visión de cementerios y ruinas en el claroscuro de los atardeceres otoñales, sino de un romanticismo activo que lanzaba los hombres a la lucha en un plano de irrealidad, movidos por un impulso afectivo o temperamental, ciegos a las consecuencias y sin tener en cuenta el resultado final […]”[175]. Joan Gabarrou i Bigas es autor de unas palabras que prologan el estudio genealógico de la familia Tristany, escrito por Cesar López Hurtado[176] Mediante unas pocas líneas, Gabarrou resume la visión que transmitieron los Tristany a sus coetáneos y que supone que ha llegado hasta las últimas generaciones de catalanes: “La saga de los Tristany presenta para los catalanes actuales, toda la nostalgia y todo el furioso romanticismo de las causas desventuradas, de las banderas heróicas pero vencidas […] Nisaga belicosa y sacrificada, los Tristany revivieron, en plena contemporaneidad, el espíritu de la nobleza medieval”.
Ciertamente, los lectores de prensa, coetáneos de los Tristany, con el paso del tiempo, gozaron de una narración romántica iniciada con el fusilamiento del patriarca de la familia, en la plaza mayor, ante la catedral de la capital comarcal, en una ceremonia tétrica, en la que no faltaron crespones negros y redobles de tambores destemplados[177] y que remontó con la irrupción de los cinco sobrinos de Benet, los cuales clamaron venganza, se acicalaron sus uniformes, se abrocharon las espuelas, blandieron los sables y se lanzaron al campo de batalla para derrotar al general de Isabel II, Joaquín Manzano. Eso, en un escenario de montañas lúgubres, dirigiendo un ejército formado por hombres procedentes de todas las comarcas catalanas. Unas vidas, las de los muchachos Tristany, sobrecogidas, en el primer momento de su esplendor épico, por la muerte del más joven, el capitán Miquel Tristany, en la batalla de Avinyó y por los desacuerdos con Ramon Cabrera, los cuales se evidenciaron al cabo de pocos días que hubiera sucedido la batalla, con el intercambio de prisioneros- Manzano por el cortesano carlista López de Carvajal- pactado por los supremos jerarcas contendientes, a espaldas de los aristócratas de Ardevol.
Claro está que los lectores de prensa comprendieron la humillación que habían sufrido los dueños del Solsonès con la entrada impune del general Paredes en su territorio, a tocar del caserio familiar, para liberar al prisionero más importante que guardaban los carlistas. Pero, por si no fuera suficiente, de rebote, mediante aquella cómoda incursión, los liberales capturaron a Antoni Tristany. La crónica periodística del suceso cumplía todos los requisitos necesarios para animar las tertulias de los cafés. El redactado sugerente del periodista permitía que los lectores entendieran que la liberación de Manzano no había sido tan casual como pretendía el gobierno ya que, extrañamente, durante aquel día, la prisión del general liberal no permaneció custodiada- quizá había tres o cuatro trabucaires, los cuales pusieron pies en polvorosa cuando vieron llegar las tropas y que posiblemente no eran centinelas, sino la guárdia personal de Antoni. Sobre todo, mediante una sutil referencia, el periodista no disimuló que Antoni fue sorprendido por los mozos de escuadra mientras yacía con la rentera. Nos enteramos de este aspecto porque el cronista explica que los policías, antes de detenerlo, esperaron escondidos que Tristany apagase el cigarro que fumaba y se despidiese de la mujer. Es conocido que los fumadores redondean el placer del coito con la ingesta de tabaco. Antonio Pirala, historiador decimonónico, se mostró más explícito y nos explica que Antoni fue detenido mientras se encontraba “amorosamente entretenido”.
Por lo tanto, hasta este punto de la narración, ya podemos comprobar que la historia de los Tristany, explicada durante los tres años de guerra, mediante escasas noticias periodísticas pero puntuales, cumple unos cuantos requisitos de la novela romántica: por lo menos, se trata de una narración que se funda en los avatares de un clan familiar rural y aristocrático, regido por reglas antiguas, en la cual juegan un papel trascendente el coraje y la villanía, la presencia omnipresente de la muerte, la lucha épica, las envidias, los ideales, la traición e incluso la pasión amorosa. Sobre todo, constatamos que se trata de la historia de unas vidas marcadas por el destino, que se apodera de los protagonistas, convirtiéndolos en títeres de circunstancias indomables. Y todo, en un escenario- que los barceloneses imaginaban áspero, boscoso, húmedo y oscuro- del estilo que los románticos apreciaban especialmente.
En el trayecto vital de los Tristany que nos transmitió la prensa, la fuerza del destino se evidenció poco después de la celebración de los funerales del joven Miquel Tristany- en los cuales estuvo presente el prisionero Joaquín Manzano, como mandaban las normas militares de honor de la época- y más concretamente, a partir del momento que Antoni cayó en manos de los liberales. Entonces, una vez Antoni fue recluido en el convento del Carme de Manresa, Rafael, Ramon y Francesc comprendieron que peligraba la vida de otro hermano y se pusieron en contacto con el cuartel general del ejército de la reina, en la capital de Bages, mediante el barón de Avella, viejo preceptor de su infancia. Los Tristany, sin duda, únicamente poseían una moneda para pagar el rescate de Antoni, la cual consistía en comprometerse a la deposición de armas y la sumisión a Isabel II.
Las negociaciones avanzaron ya que, habiendo transcurrido dos o tres meses desde que Antoni fue encarcelado, durante la primera mitad del mes de febrero de 1849, el carlista fue liberado. Y justo cuando Antoni volvía a casa, Cabrera fusilaba al agente de los Tristany, el barón de Avella. Claro está que los lectores de la prensa relacionaron inmediatamente ambas noticias. Recordemos lo ocurrido: el periódico explicó que los Tristany enviaron sus invitados, es decir, al barón, Josep Serra y Francesc Casades, a Cabrera, después de que almorzaran con ellos. Si los Tristany enviaron sus comensales a Sant Llorenç de Morunys como prisioneros, esposados, o simplemente los convencieron para que visitasen a Cabrera a fin de comunicarle determinadas propuestas, eso no podemos saberlo con certeza. Pero, en cualquier caso, Cabrera tuvo que sospechar que la liberación de Antoni solo podía haberse conseguido debido al compromiso que debían haber tomado los Tristany de someterse a Isabel II. Lo mismo deberían pensar los lectores de la prensa ya que resultaba un hecho conocido que el barón y sus compañeros Serra y Casades eran fundadores de la asociación de la Santa Germandat de la Concepció (Santa Hermandad de la Concepción) opuesta a seguir financiando el levantamiento carlista y del seno de la cual, posiblemente, salió el manifiesto de La Garriga.
En definitiva, los Tristany forzosamente tuvieron que pagar un precio por la liberación de Antoni. Lógicamente, no la obtuvieron gratis. Y Cabrera lo sabía, no solamente por simple deducción lógica sino porqué tenía espías en el caserio de Ardevol, como Joan Prat, alias Gravat de Guissona. Precisamente, al término de la guerra, el general Manzano atrapó a Joan Prat cuando huía hacia el exilio y lo mató inmediatamente. Gravat portaba documentos peligrosos- dijo la prensa- uno de los cuales consistía en el encargo que le hizo Cabrera para que espiara a los Tristany. Posiblemente, los documentos de Prat podrían haber probado los tratos que mantuvieron Cabrera y el anterior capitán general isabelino, Fernández de Córdova, para acordar el intercambio de prisioneros que benefició al mismo Manzano y a López de Carvajal, así como las negociaciones entre los dueños de Ardèvol y el ejército liberal.
Estando a salvo Antoni Tristany en su casa y después que el barón de Avella y los socios que le acompañaban fueron ejecutados por orden de Cabrera, las negociaciones entre los aristócratas carlistas y el ejército liberal, siguieron su curso. Los señores de Ardèvol justificaron la muerte de su preceptor de infancia, culpando a Cabrera. Pero la pregunta que todos se planteaban era por qué los Tristany, habiendo conseguido la liberación de Antoni, mantenían el interés en negociar con el ejército de la reina. La respuesta es óbvia: el precio que requerían los Tristany por su deposición de armas incluía, además de la libertad de su hermano, una enorme cantidad de dinero. Y no faltaron quienes aseguraron que la familia carlista, en el momento que Antoni abandonó su reclusión, ya habían pactado con el gobierno la incorporación de Rafael en el ejército del Estado, con el grado de mariscal, así como la incorporación al mismo y el reconocimiento de las graduaciones que poseyeran en el ejército carlista, para todos los oficiales que le siguieran en la sumisión. También se decía que los Tristany se habían embolsado por avanzado el precio que convinieron por su cambio de camisa[178].
Pues, después de la liberación de Antoni continuaron las negociaciones y de acuerdo con la versión de las autoridades del distrito de Manresa, los Tristany se comprometieron a formalizar la deposición de armas durante el día 13 de abril de 1849, en el santuario de Mare de Déu de Pinós. Una vez terminada la ceremonia, los dueños de Ardevol debían acompañar las tropas del gobierno hasta el escondite de Ramon Cabrera. Pero, como sabemos, cuando los coroneles liberales treparon al santuario para recibir la sumisión de los carlistas, los Tristany les esperaban con unos invitados no previstos- Ramon Cabrera y Borges- dispuestos a masacrarlos. También en este caso, los lectores del periódico sospecharon la incidencia en el caso de un montón de circunstancias contradictorias que les habían de llevar a dudar de la sinceridad de las explicaciones dadas por unos y por otros. ¿Como podía ser que los competentes en recibir la sumisión de los Tristany- los dirigentes carlistas catalanes de más rango, potencialmente más peligrosos y temidos- fueran unos simples coroneles?. Los lectores de la prensa recordaban que la deposición de armas de Pep de l’Oli mereció la presencia del capitán general, Fernández de Córdova y que la sumisión de Bartomeu Poses y Jaume Montserrat se llevó a cabo en una ceremonia presidida por el capitán general recién nombrado, Gutiérrez de la Concha, aun siendo dichos rebeldes, personajes de importancia muy inferior a los Tristany. Además, los oficiales liberales que el día 13 de abril remontaron la montaña que corona el santuario de Mare de Déu de Pinós, desconfiaban de la sinceridad de los Tristany, lo que queda demostrado por los rodeos que llevaron a cabo, con el objetivo de ahorrarse las emboscadas. Por otro lado, los plenipotenciarios de los Tristany- Gibergues y Ferrés- actuaron como si nunca hubiesen dudado de la veracidad del acuerdo adoptado entre sus representados y el ejército de la reina. Inmediatamente después de la batalla, los carlistas fusilaron a los mencionados, a fin de silenciarlos. Y también en esta ocasión, los Tristany cargaron el sacrificio a cuenta de Cabrera.
La decadencia de los Tristany se aceleró después de la batalla del santuario de Mare de Déu de Pinós. Ramon Cabrera los acusó de cobardes y decidió exiliarse. Entonces, la prensa publicó tres noticias correlativas que, aun habiendo sido redactadas sin aspavientos, ni siquiera comentarios, transmitieron a los lectores la sensación de la soledad que se cernía sobre los derrotados.
La primera noticia explicaba, en un par de líneas, que un observador anónimo había divisado a lo lejos a Rafael Tristany acompañado por media docena de hombres en la cresta de la sierra de Pinós. Es decir, los espesos batallones de los señores de la guerra, de los dueños del centro de Cataluña, de aquellos que se decía que habían iniciado la guerra, ahora quedaban reducidos a un solo miembro del clan familiar que recorría humillado las crestas de las montañas, cerca de su alquería y acompañado de una escolta miserable.
La segunda noticia consistía en la carta que Francesc Tristany y Muchacho enviaron a Rafael Tristany, con el objetivo de apresurarle para que abandonara el territorio español. El general Manzano requisó el escrito y ordenó su publicación con la finalidad de que todos se dieran cuenta que la familia de Ardevol había sido vencida y que, por lo tanto, la guerra podía darse por acabada. Pero el contenido de la carta portaba imágenes de tristeza y desolación que debieron alimentar la fama romántica que rodeaba a los aristócratas carlistas: “apresura el paso […] tu eres el último que queda en Cataluña”. Incluso la preocupación de Sanlinier por el caballo perdido, el recuerdo por el hijo caído de Dávila, constituyen referencias que redondean la estampa dramática de estos últimos resistentes, cercados y empujados al exilio por el enemigo ufano.
La tercera noticia informaba de la reunión de Rafael Tristany con familiares y sirvientes en su mansión y de su despedida, habiendo asistido a misa en la capilla de la propiedad, consagrada a San Francisco. Entonces, Rafael, acompañado de un payés de confianza que cargaba pico y pala, fue hasta un rincón secreto para recuperar un montón de joyas que se hallaban enterradas por si en alguna ocasión necesitaba financiarse la huida a Francia. ¿Quizá Rafael se aprovisionó en la famosa cueva, mencionada por Lichnowsky, en la cual su tio Benet había escondico 400.000 onzas de oro?.
Puede afirmarse que la historia de los Tristany que vale la pena de ser contada acabó en el momento que Rafael pasó la frontera hacia el exilio, precisamente, el día en que se cumplió el seguno aniversario del fusilamiento de Benet. Es casi seguro que, por entonces, los Tristany habían perdido la parte más importante de sus propiedades. En la lucha de 1855, Antoni Tristany dejó el pellejo. Fue gravemente herido en un choque con el ejército liberal en un lugar muy cercano a la mansión familiar, en Clariana de Cardener y trasladado a una masía cercana en la cual falleció. ¿Pudiera ser que ésta fuera la casa de Rovira, domicilio de su amante?.
Casi veinte años más tarde de la incursión de 1855, Rafael, Ramon y Francesc volvieron al Principado para llevar una nueva guerra: la última carlistada. En este combate, Rafael fue el miembro del clan más reconocido. Se apoderó de Vic y participó en los enfrentamientos del País Vasco, al lado de Carlos VII. Pero, por aquel entonces, los Tristany se habían convertido en sombras del pasado. Rafael, a lo largo de toda la guerra, solo una vez se atrevió a pisar su mansión de Ardevol y lo hizo en secreto. Después, los hermanos tuvieron que exiliarse de nuevo y murieron en Francia, en los últimos años del siglo. Con ellos casi se fundió la saga. Existen fotografías del último descendiente de los Tristany, fechadas en 1913, en las cuales aparece un adolescente enfermizo, con extremidades delgadas como alambres, cuya vida no superó la pubertad.
21.2 Ramon Serra Monclús, comisario de protección y seguridad pública.
– ¡Hum! ¡equivocación! ¡buena equivocación! ¡ya va desvaneciéndose la equivocación! … exclamó el comisario desde la mesita del cuarto de Diego y mirando la primera página de uno de los libros que ya tenía en la mano. ¡Fourier!… ¡un libro de Fourier! ¡Otro de Louis Blanch!… ¡equivocación! ¡ya veréis la equivocación!. -¿Es por ventura algún crímen tener esos libros? – Los mismos que se han econtrado en otras casas de los demás conspiradores. Antonio Altadill. Barcelona y sus misterios.
Un día la policía sorprendió una de las partidas de juego que el “Brusi” de la época calificaba de clandestinas. Su clandestinidad, pero, no tenía fundamento; era una forma de decir que las relaciones de la casa con la policía todavía no habían llegado a una madurez positiva. Josep Pla. Un señor de Barcelona.
… a pesar de las medidas adoptadas en mi bando de 28 de septiembre último no se ha conseguido la extinción de los juegos prohibidos en esta capital. Muchas son las casas de juegos que se han descubierto y muchas las personas de distintas categorías que han sido sorprendidas en tan pernicioso entretenimiento […] Ventura Díaz, Gobierno Civil de Barcelona, 11 de enero de 1851.
A la incansable actividad y celo del comisario de Vigilancia D.Ramón Serra y Monclús, se debe en este día la captura de dos sujetos que formaban parte de una sociedad de monederos falsos que había en la villa de Tarrasa y ocupación de útiles y metales, preparados para la fabricación de moneda falsa […] Diario de Barcelona, de 6 de enero de 1851.
Ramon Serra Monclús fue un jefe de policía conocido y temido en Barcelona durante los años centrales del siglo XIX. A partir del momento que desentrañó el caso de los “ladrones del pozo” – o sea, de los secuestros del alcalde de Sants y de los industriales Joan Cros y Francesc Solà, así como del empleado Bernat Capdevila- la prensa lo convirtió en un personaje temible y merecedor de ser citado con nombre y apellidos, aunque no heroico. Por el trabajo de los secuestros de Sants, las corporaciones municipales de Barcelona y de Sants le concedieron una medalla con brillantes, en la cual aparecía la siguiente inscripción: “Barcelona y Sans en agradecimiento a los servicios de D. Ramón Serra y Monclús. 1848”. La condecoración le fue impuesta en el Salón de Cent del ayuntamiento de Barcelona, el 15 de junio y el destinatario del homenaje declaró que la conservaría hasta la muerte y que luego, debía ser donada a Santa Eulalia, patrona de la ciudad. Tres días antes, la reina le había concedido la Real Órden Americana de Isabel la Católica. El buen resultado en la investigación y la detención de los secuestradores de Sants, trajo la promoción de Serra- transcurridos tres meses del suceso- a comisario especial de vigilancia de la provincia de Barcelona. Hasta entonces, Ramon Serra, propietario barcelonés, había ocupado el cargo de comisario de seguridad del tercer distrito.
El ascenso lo situó en el puesto de superior de todos los comisarios barceloneses. Efectivamente, el 1 de julio de 1848, en el punto álgido de la guerra, Manuel Gibert, gobernador civil de Barcelona, siguiendo las indicaciones de Manuel Pavía, capitán general de Cataluña, instituyó la “Comisaría especial de vigilancia de la Província de Barcelona”. El temor de las máximas autoridades civiles y militares a la explosión revolucionaria que vivía el país, la cual aconsejó la reorganización policial, contagió a Narváez y éste financió generosamente la iniciativa. Basta con decir que el sueldo del cargo de comisario multiplicaba por diez el salario de un menestral bien remunerado. El nuevo órgano policial se estructuraba en un escalafón e incluía un subgrupo de policía secreta, compuesta por veinte o treinta hombres, los cuales fueron puestos directamente a disposición de Ramon Serra Monclús.
El subgrupo de agentes secretos, encabezados por Serra, constituía una verdadera policía política y es por ello que lo debemos considerar el primer precedente de la brigada político- social que, al cabo de cien años, con la dictadura franquista, reprimió a los adversarios políticos del gobierno y a la población, en general. A la vez, dentro de aquella policía secreta, la llamada “ronda de Tarrés”- de Jeroni Tarrés- formada por una banda de matones, se encargaba de los trabajos más violentos ordenados por el comisariado. Es decir, los de la ronda ejecutaban las represalias y las coacciones. Tarrés no despreció el empleo de los métodos más brutales y sus lacayos apalearon y asesinaron a ciudadanos en plena calle. Se decía que tenían carta blanca para actuar como considerasen necesario y ciertamente Tarrés, cuando finalmente fue juzgado por el asesinato de Francesc Tubert, alias el Ros d’Espolla, alegó esta patente oficial para justificar, a modo de obediencia debida, los crímenes que había cometido. De todas maneras, de Tarrés y de alguno de los mozos de su “ronda”- grandullones de gran presencia física- se explicaban proezas que promovían el respeto y hasta una cierta admiración, como, por ejemplo, que uno de ellos- quizá fue el mismo Tarrés- había viajado a pie desde Barcelona a Lleida y que habiendo llegado a la capital del Segrià jugó una partida de pelota, sin demostrar ningún síntoma de fatiga.
Entre el 1 de julio de 1848 y el 30 de abril de 1850, fecha en la cual fue disuelta la Comisaría Especial de Vigilancia- un año después del término de la guerra- esta oficina sumó cinco mil quinientas detenciones, de las cuales, la parte más importante correspondía a jugadores, prostitutas y opositores carlistas y republicanos, a los cuales la estadística clasificaba en diferentes epígrafes (miembros de partidas rebeldes, reclutadores de voluntarios rebeldes, provocadores de altercados por causa de las quintas, indocumentados…)[179].
Pero las circunstancias políticas y sociales cambiaron, de manera que la gente, incluso la pudiente, pensó que la actividad de la ronda de Tarrés había traspasado todos los límites tolerables. El 28 de junio de 1853, Ramon Serra Monclús dimitió del cargo de comisario debido a que se vio involucrado en las acusaciones que llevaron a Tarrés ante los tribunales y que costaron una condena de catorce años de prisión al capitán de los matones. Se dice que Serra también pasó una temporada encarcelado pero que fue liberado y entonces recuperó el cargo, del cual tuvo que dimitir nuevamente. Durante el levantamiento de 1854- que resultó especialmente grave en Barcelona, ya que fue apoyado por los obreros y que inició el bienio de gobierno progresista- Ramon Serra huyó de la ciudad. A partir de entonces, se acabó su buena suerte. Encontramos otra noticia del comisario fechada en el año 1864, originada en el caso Fontanellas y está claro que entonces no tenía ningún poder ya que estaba procesado por la Audiencia en otro asunto criminal, precisamente por complicidad con unos falsificadores de moneda.
El comisario Serra- según las informaciones de la prensa- fue un funcionario muy atareado y algunas de las actuaciones que llevó a cabo, como el registro y clausura de casinos clandestinos, la detención de jugadores de ventaja, la investigación de un asesinato en Vilanova i la Geltrú, la detención de unos ladrones barceloneses, mediante la colaboración forzada de la criada de la casa que pretendían desvalijar y el descubrimiento de fábricas de moneda falsa, entusiasmaban a los lectores del periódico. Por ejemplo, la prensa nos informa que, en el mes de abril de 1848, Serra desconfió de unos hombres que permanecían vigilantes en una calle barcelonesa. No les molestó y luego los siguió hasta que descubrió un almacen de género de contrabando. En el mes de febrero de 1849, Serra detuvo en Mataró a un francés conocido por el nombre de Monsieur Chambó, que se dedicaba a la falsificación de todo tipo de documentos, billetes de banco y deuda del Estado. Chambó había estado preso en la Ciutadella de Barcelona, cumpliendo una pena de 10 años de cárcel pero se escapó de la prisión mediante un truco no explicado. En realidad monsieur Chambó se llamaba Victor Darnés y era hermano del Darnés que fue guillotinado en Paris por haber atentado contra el rey Louis Philippe, disparándole un tiro. Victor recorrió Europa y se ganaba la vida fabricando armas y estafando a los ricos. Durante el mes de abril de 1849, poco antes de que terminara la guerra, Serra detuvo dentro de las murallas barcelonesas, a un capitán de la caballería de Ton Escoda. El detenido portaba mucha documentación comprometida y una pistola cargada y había entrado en la ciudad después de dejar su caballo en la puerta de la muralla.
Ramon Serra fue, por encima de todo, un policía político y participó de forma trascendente en la desarticulación del complot que, en otoño de 1848, los matiners republicanos organizaron para apoderarse de Barcelona. La prensa explicó que el 30 de septiembre, dos o tres días después de que Fernando Fernández de Córdova hiciera pública la existencia de la conjura, Serra había sorprendido en una casa de los arcos de Sant Agustí la reunión de una logia – suponemos que masónica- formada por carlistas y republicanos, donde intervino muchos documentos y un montón de proclamas de Cabrera. La noticia aclaraba que entre los detenidos se encontraba un cura y un militar, de los cuales, debido a sus respectivos oficios, se suponía que representaban al carlismo y al republicanismo. Según el periodista, los conjurados preparaban la entrega de Barcelona a Cabrera.
Serra, considerado bajo los principios de un Estado democrático de derecho, fue el típico policía con un aspecto oscuro remarcable. Como ya se ha dicho, controlaba la ronda de Tarrés, las complicidades de la cual con los grupos que hoy llamaríamos “máfias” del juego y de la prostitución, resultaba de conocimiento público. Ignasi Tarrés era mozo de escuadra y la ronda de matones que acaudillaba, protegía, sin disimulo, los intereses particulares de determinados burgueses y políticos. Serra ordenó a Tarrés que asesinara a Ros d’Espolla y este crímen, ejecutado en Arenys de Mar, significó el fin de la impunidad del jefe de vigilantes más temido en Barcelona. Pero antes, durante la noche de San Juan de 1851, la ronda de Tarrés asesinó al político republicano Francesc de Paula Cuello i Prats, quien siendo muy joven había sido encarcelado por cantar el himno de La Campana y que participó en los alzamientos barceloneses como seguidor de Abdó Terradas, fue redactor del periódico El Republicano y compañero de Narcís Monturiol. El entierro de Cuello contó con un enorme seguício fúnebre de ciudadanos que acompañaron el cadáver hasta el cementerio del Poble Nou. Las calles por las que transcurrió la comitiva estaban engalanadas con crespones negros.
En los asuntos oscuros en los cuales se sospecha que intervino Tarrés, bajo las órdenes del comisario Serra, debemos mencionar el caso de Claudi Feliu i Fontanelles. Este hombre afirmaba que era Claudi Fontanellas, hijo del banquero, marqués de Fontanelles pero fue objeto de un proceso por usurpación de personalidad. El hijo del banquero había sido secuestrado en el año 1845 y al cabo de 16 años, proveniente de América, apareció Claudio Feliu, bajo su nombre. La familia Fontanellas nunca denunció el secuestro- puesto que al parecer, el padre de la víctima lo incitó- y pasados los años nadie pudo probar que el chico siguiera vivo o estuviera muerto. Los que defendían la identidad del recién llegado como Claudi Fontanellas, sospechaban que Serra, mediante Tarrés, había intervenido en el secuestro.
Al fin, Tarrés, después que fue juzgado y encarcelado por el crímen de Arenys, se hizo voluntario de Joan Prim en la expedición que éste dirigió en Marruecos, donde parece que murió. Pero hay quien afirma que Tarrés volvió de África y falleció en Barcelona.
Es decir, Ramon Serra fue el prototipo de policía civil, de investigador a cargo de los presupuestos municipales – y, o, del Estado- que actuaba asumiendo competencias no delimitadas claramente, en una sociedad que se encontraba a medio camino de la consolidación del Estado liberal moderno. Serra no era militar, ni – exactamente- un mozo de escuadra, tampoco guardia civil y vivía en un país sometido al estado de excepción, ocupado por el ejército, en el que, fuese cual fuese la Constitución vigente, se desconocía la división de poderes. Por lo tanto, no deben extrañarnos las noticias de la prensa, enfocadas a la glorificación de un tipo de actuaciones que hoy, atribuidas a un policía de nuestros días y en un país europeo, consideraríamos que son propias de un personaje corrupto. No podemos dudar que Serra sabía a quien debía fidelidad. Serra trabajaba para mantener el órden, lo que no significaba otra cosa que la salvaguarda de los intereses de las clases dirigentes, incluídos los dueños de las casas de prostitución y de juego, así como los militares que gobernaban aunque, al fin, acababa por creerse tan poderoso que, si le convenía, no dudaba en extorsionar a los mismos a los que pretendía proteger. La misión principal de los policías como Serra consistía en contener la chusma, fueran los obreros, los jornaleros, los trabucaires, los visionarios sociales, los conspiradores políticos, los pobres y cualquier tipo de delincuentes incontrolados. Serra, en ocasiones, llevaba a cabo redadas en Sants, Hostafrancs y en las zonas portuarias, con el objetivo de coger al máximo de vagos, jugadores y prostitutas. Pero, en estos casos, el periódico siempre puntualizaba que se trataba de prostitutas “escandalosas”; es decir, las que se exhibían en la calle. Las otras meretrices, las organizadas en prostíbulos para la clientela burguesa, incluso eran protegidas por la ronda de Tarrés. Lo mismo sucedía en relación a los jugadores. En Barcelona siempre se ha jugado en la calle, sobre todo en las Ramblas y más concretamente, en el llano de la Boquería. En ocasiones, Serra y sus matones llevaban a cabo la limpieza general y encarcelaban unos cuantos chapuceros callejeros, o asaltaban locales en los cuales se jugaba a las cartas y a los dados, con la excusa que se trataba de juegos prohibidos, que los jugadores eran unos tramposos, que los locales no estaban declarados, que no pagaban las tasas municipales, o que infringían todas estas normas<[180].
Ahora bien, Ramon Serra fue seguramente el primer policía no uniformado, en nuestro país, que utilizó el método deductivo- o, por lo menos lo simulaba. Tenemos el ejemplo de los secuestros de Sants. Recordemos que en este caso, la prensa- reproduciendo lo que contaba Serra- explicó que a partir de un terreno pisoteado, al lado de la casa del sospechoso principal, el investigador dedució que en aquel sitio se habían reunido muchos hombres. El periodista también nos cuenta que Serra, basándose en el recuerdo de los sonidos que escucharon los secuestrados durante su cautiverio, pudo descubrir el pueblo y el lugar concreto donde éstos estuvieron retenidos. En definitiva, la historia de los “ladrones del pozo” fue presentada al público a partir de cierta coherencia, la cual apunta al método de deducción racional. Por todo ello y porqué Serra sabía como engatusar a los periodistas, el comisario sugiere la modernidad del tipo de investigadores que llenaron páginas y páginas de literatura a finales del siglo XIX y durante todo el siglo XX. A la vez, Serra constituye el símbolo del funcionario del nuevo Estado liberal conservador, fiel al régimen político del momento, metido en tejemanejes financieros, amigo de los potentados y que, cuando le conviene, se aprovecha de a los poíticos a los cuales sirve. En este sentido, Serra fue un catalán que simboliza el poder emergente de la clase de funcionarios estatales, faltos de las barreras de la legalidad democrática, en una sociedad cada vez más dominada por los valores de la economía capitalista.
21.3 Rafael Sala i Domènec. Planademunt.
Planademunt invade pueblos, maltrata ayuntamientos y se lleva rehenes. Antonio Pirala. Historia contemporánea. Anales de la guerra civil. 1873
El 9 de julio de 1842, el alcalde informó a subprefecto: “el suceso de ayer al atardecer, en Coll Roig […] entre carlistas y soldados de la reina, todos ellos españoles; de 35 a 40 carlistas prepararon una trampa a los militares del puesto en el mas Sobirà”. El capitán cayó muerto, “tres soldados fueron apresados, ninguno quedó herido […] el capitán carlista se llama Planes”. En realidad, se trataba de Rafael Sala, alias Planademunt. Raymond Sala. Trabucaires i fronteres. De Barcelona a Perpinyà pel Vallespir.
Rafael Sala i Domènec, alias Planademunt (Santa Pau, 1815- Girona, 1849) fue un cabecilla mítico de guerrilleros, de aquella especie que fundamenta la leyenda y permanece en el recuerdo popular durante generaciones. Recien empezada la primera guerra, durante el año 1833, se dice que guiaba un grupo de 70 infantes. Fue detenido y encarcelado en Girona pero se escapó de la prisión. Después de esta contienda, cayo prisionero de los gendarmes franceses, cerca de Avignon, los cuales le encadenaron con hierros, incluida una argolla en el cuello. Planademunt consiguió huir y caminó hasta llegar a los alrededores de Perpiñán. En el llano del Rosellón, o quizá en el Vallespir, unos pastores le ayudaron a serrar las cadenas. A partir de entonces se convirtió en el segundo jefe de trabucaires, solo por detrás de Felip. Luego fue juzgado en rebeldía y condenado a la guillotina en el proceso de los trabucaires celebrado en Perpiñán en el año 1846, puesto que la policía y las autoridades judiciales francesas creían que había sido uno de los autores intelectuales del asalto a la diligencia de Perpiñán a Barcelona, en febrero de 1845, cerca de Tordera y del secuestro de tres de los viajeros que se encontraban en el carromato, así como de la muerte, por lo menos de uno de ellos, el joven Joan Massot.
Planademunt luchaba en las comarcas gerundenses y llevó a cabo incursiones en las comarcas catalanas del norte; sobre todo, en el Vallespir. En realidad, vivía a caballo de la frontera y las autoridades francesas lo consideraban residente en el pueblo de Costoja, situado en el lado norte y a tocar de la línea. Dichas autoridades, incluso afirmaban que estaba casado con una sobrina del alcalde de dicha población. No sabemos que Planademunt, ejerciendo de jefe carlista, bajara más allá de la Selva. Durante la guerra de los matiners incrementó su partida de carlistas con cuarenta republicanos y actuó como jefe de celadores, procurando el cobro de contribuciones, sin desmerecer los ataques a las columnas de soldados liberales y las colaboraciones puntuales con Cabrera y otros comandantes carlistas o republicanos. Pero Planademunt fue un individualista, mezcla de conspirador, guerrillero, agente fiscal y soldado. Nunca se sometió plenamente a la jerarquía militar y aunque colaboró con otros jefes, evitó la incorporación permanente en la estructura del ejército carlista. Estartús intentó que se uniera a la organización que dirigía y fracasó. Antes, Felip también lo había intentado y tampoco lo consiguió.
En el ejército carlista, Planademunt alcanzó la graduación de coronel. De este hombre se explican las típicas heroicidades atribuidas a los bandidos sociales. Rafael mantuvo la fama más allá de su muerte e inspiró a Marià Vayreda, el cual lo utilizó para crear a Ibo, uno de los personajes centrales de su mejor novela, La Punyalada. Se conserva un retrato de Rafael, dibujado a la pluma, de estilo realista, sin las exageraciones románticas usuales en la época, en el cual es representado de cuerpo entero, vestido con el uniforme montemolinista, incluida la boina y el sable. Era un tipo delgado, de expresión seria, subrayada por un bigote que no le superaba la comisura de los labios. No ostentaba medallas, ni galones y en esta austeridad, falta de presunción y pomposidad, reflejaba una característica que distinguía, en general, a los matiners.
La detención de Planademunt en un hostal de la Garrotxa fue consecuencia de la trampa que le tendieron los mozos de escuadra, posiblemente mediante la ayuda de un delator. No conocemos los detalles del arresto pero sabemos que durante la primavera de 1849 la misma gente que hasta el momento habían prestado ayuda a los rebeldes, mostró sin disimulo la fatiga que les producía la lucha. Los desertores sumaban centenares. Largas columnas de hombres desencantados cruzaban el Principado en dirección a la frontera con Francia. Planademunt y muchos otros jefes de los rebeldes estaban desamparados, casi solos. No había dinero para pagar a los voluntarios, los grandes caserios de las montañas cerraban sus puertas y negaban la protección a los rebeldes. Planademunt fue conducido a la prisión de Girona desde Besalú. En la cárcel coincidió con Marcel·lí Gonfaus, alias Marçal. Rápidamente, Rafael fue juzgado por la comisión militar y a pesar de la intervención del obispo de Girona, cayó, pasado por las armas, a la mañana siguiente. El periodista que dio la noticia quiso presentarlo como un cobarde, incapaz de mantenerse firme ante el pelotón de ejecución. Nos da la impresión que las autoridades, conocedoras de la dificultad que presenta la destrucción de un mito, se esforzaron en desacreditarle a los ojos del pueblo. Marçal salvó la vida por razones de alta política- afirmó el informador. Planademunt no podía haber salvado la suya ya que era demasiado odiado por las autoridades liberales.
21.4 Francesc Baliarda i Ribó, alias Noi Baliarda.
Existe un deber sempiterno, constante […] el deber de ser valientes. El primer deber del hombre es, y debe ser siempre, el de dominar, el de subyugar el temor. Presa de los lazos del temor, no podremos jamás obrar libremente. Thomas Carlyle. Sobre los héroes.
Ya ha llegado el día/ Que el pueblo tanto quería:/ Huid, tiranos, el pueblo quiere ser rey/ La campana suena, el cañón retruena/ Vamos, vamos, republicanos, vamos. Abdó Terradas i Paulí. La Campana. Himno. 1842.
Francesc Baliarda i Ribó, alias Noi Baliarda (Sant Andreu del Palomar, Barcelona, 1813-1850) tejedor de oficio, se alzó de joven contra la autoridad, en el momento que fue llamado a filas. Entonces dirigió una “fadrinada” (levantamiento de los quintos) en Sant Andreu, la cual fue reprimida a tiros por el ejército. Enseguida, Francesc se convirtió en voluntario de Joan Prim, luchando a su lado durante la primera guerra carlista. Después, se convirtió en partidario del gobierno de las juntas y se revolvió contra Prim cuando el reusense llevó a cabo el bombardeo de Barcelona durante la “jamancia”.
Baliarda, convertido en un republicano radical, nunca abandonó las armas y participó en la guerra de los matiners, combinando estrategias con las fuerzas carlistas, hasta el punto que fue uno de los cabecillas republicanos que, en los casos que le convino, prestó voluntarios a Cabrera y acogió en sus filas a voluntarios carlistas. Actuó, sobre todo, en el Barcelonès, el Garraf, el Vallès y el Maresme pero su radio de acción alcanzó el Penedès. Ramon Cabrera necesitaba a Baliarda ya que éste mantenía la tensión alrededor de Barcelona, ridiculizando al gobierno con la ocupación reiterada de los pueblos del llano, a la vista de las murallas – L’Hospitalet de Llobregat, Sants, Gràcia, Sant Martí de Provençals, Horta y Sant Andreu. Cabrera valoraba la capacidad que tenía el Noi de controlar las entradas y salidas de la capital, tanto por el norte, en la línea del Besòs, como por el sur, en la línea del Llobregat.
Durante la primavera de 1849, una vez la guerra fue dada por finalizada, Baliarda siguió luchando de forma intermitente contra el gobierno de Madrid. En abril y mayo de 1849, en el momento que todos los comandantes de los matiners licenciaban a sus voluntarios y corrían hacia la frontera, Baliarda se paseaba, tranquilamente, por Torre Baró, Horta, Santa Coloma de Gremenet y Sant Andreu, acompañado por un grupo de cincuenta fieles.
En el inicio del verano de 1850, algunas noticias de la prensa se referían indirectamente a un nuevo intento de alzamiento republicano, supuestamente dirigido por Narcís Ametller y ejecutado por Baliarda. Durante estos días, la prensa publicó informaciones sobre detenciones y fusilamientos de seguidores del Noi. Por ejemplo, el 26 de julio se celebró el consejo de guerra para juzgar a un adicto de Baliarda, el cual fue hallado cerca de Martorell, mientras convalecía de una herida en la mano. En la misma fecha, fue detenido un agente del Noi que pretendía captar a soldados para que se pasasen a los republicanos. El 3 de agosto, los mozos de escuadra persiguieron a siete hombres que habían sido vistos en el momento que cruzaban el rio Ter, por la Cellera. Los policías suponían que se trataba de elementos de la partida de Baliarda y que pretendían llegar a Francia “viendo el mal resultado que su intentona ha tenido”- especulaba el redactor de la noticia. En definitiva, habiendo transcurrido más de un año desde que finalizó la guerra, el ejército y los mozos de escuadra todavía estaban muy atareados siguiendo los pasos del Noi de Sant Andreu.
El 21 de agosto, el corresponsal del Postillón en Perpiñán aseguraba que Baliarda había entrado en territorio francés y que un guía lo había conducido hasta Marsella. El corresponsal opinaba que el Noi visitaba la Provenza para encontrar a Narcís Ametller y vengarse personalmente del enredo en que le metió el gerundense al obligarle a alzarse en armas en una situación desfavorable. Pero, seis días después de la publicación de esta noticia, el 27 de agosto de 1850, se supo que Baliarda permanecía en Sant Andreu puesto que, por orden del brigadier comandante de los mozos de escuadra, Josep Viver, el subcabo Jaume Vilanova, acompañado de diez mozos, fue a la casa de la familia Baliarda para detenerlo. Los mozos llamaron a la puerta cuando daban las diez de la noche. La madre de Francesc se asomó a la ventana para abroncar a los mozos, alegando que aquellas no eran horas de molestar a la gente y que volvieran por la mañana. Los mozos, angustiados, oyeron mucha agitación dentro de la casa y quedaron ante el portal. Es de suponer que tomaron las precauciones necesarias y se escondieron ya que, de pronto, se abrió la puerta y desde el umbral tres hombres les dispararon con armas de fuego, aunque no hirieron a nadie. Los defensores de la casa volvieron a encerrarse en la misma y entonces los policías la rodearon. Se produjo un largo intercambio de disparos que se prolongó toda la noche. El mozo Silvestre Ciurana cayó muerto y su compañero Pere Lladós resultó herido. Los asediadores recibieron numerosos refuerzos, incluso del ejército. De madrugada, Baliarda salió de la casa por el patio trasero con la intención de aprovechar que todavía era de noche para atravesar el círculo de asediadores pero fue visto por el mozo Ramon Albert que le disparó con acierto mortal. Todos los pueblos de los alrededores de Barcelona tocaron a somatén. Josep Puig, de Artés, que fue otro de los fugitivos, también fue atrapado y muerto por los mozos. Pau, hermano del Noi, consiguió salvarse.
A la mañana siguiente, día 28, los cuerpos sin vida del Noi Baliarda y de Josep Puig- prometido de la hermana del Noi o quizá cuñado – se expusieron en medio de la plaza de Sant Andreu, encima de un carro y, ante la iglesia, en el mismo escenario de la “fadrinada” en la cual el Noi inició su vida de rebelde.
Las noticias que tenemos de la actividad de Baliarda nos muestran una personalidad parecida a la de Planademunt. En ambos casos adivinamos que nos encontramos ante unos hombres que ejercían un fuerte liderazgo, basado en el carisma personal y aquel tipo de ascendencia que poseen determinadas personas surgidas de las clases bajas a partir de las convicciones firmes que expresan, la habilidad y la valentía que demuestran en la lucha y el respeto a la escala de valores vigente en el sector social que les ampara. Tenemos prueba contundente de la valentía personal del Noi debido a la herida que sufrió en la batalla que libró cerca de Manresa, el 14 de septiembre de 1848. El tipo de herida- la bala le penetró por la parte superior izquierda de la espalda y le salió por el lado derecho del pecho, a un palmo aproximadamente por debajo del cuello- podría significar que el Noi fue hecho prisionero en un ataque de los enemigos y fusilado de forma apresurada. Efectivamente, los grabados de la época nos enseñan que el el ejército liberal practicaba el fusilamiento obligando las víctimas a que permanecieran arrodilladas, de espaldas al pelotón, los hombres del cual se mantenían en pie. Esa situación explicaría la trayectoria de la bala que hirió a Baliarda. Las batallas de la guerra de los matiners a menudo se desarrollaban caóticamente, los contendientes se mezclaban, no se mantenían las líneas, los avances y retrocesos se sucedían y unos y otros se tendían emboscadas improvisadas. No es de extrañar, pues, que Baliarda cayese en manos del ejército liberal y que los captores, apresurados por las circunstancias, hubieran querido matarlo antes del próximo impulso de los rebeldes.
Baliarda, fundamentalmente, fue un hombre de acción. Algunas de las actuaciones temerarias de la partida que dirigía, como el asalto al domicilio particular del general Lasala, realizado el 27 de febrero de 1849 – Lasala era el enemigo más directo de Baliarda y además se había atrevido a instalarse en Sant Andreu- constituyen aquel tipo de hechos que construyen mitos. Mientras el general en camisón, pedía ayuda desde el balcón, los asaltantes le quitaron el símbolo más apreciado del poder de un jefe militar: el sable. Durante mucho tiempo, los barceloneses se burlaron de Lasala por causa de esta circunstancia.
Baliarda y Planademunt también coincidían en su individualismo. Ambos acostumbraban a actuar por su cuenta, aceptando el papel puntual que les pudiera corresponder en los planes bélicos pero siempre que eso fuera fruto de un acuerdo previo, negociado de tu a tu, con otros jefes de partidas, o con los generales de su bando. Es decir, ni Planademunt admitió de buen grado la supremacía de Ramon Felip, o de Estartús, ni Baliarda obedeció demasiado a Narcís Ametller, o a Gabriel Bladrich, Ton Escoda o Francesc Ballera, aunque en ocasiones combinara sus fuerzas con las que dirigían los jefes republicanos mencionados.
El Noi de Sant Andreu y Planademunt también se parecían por lo que se refiere a su falta de escrúpulos en establecer alianzas tácticas y personales con los partidarios de las otras opciones ideológicas de los matiners. Estando próximo el final de la guerra, Baliarda engrosó su partida con treinta carlistas y sabemos que Planademunt, reclutó a cuarenta “jamancios”. Además, el Noi a menudo colaboró con Cabrera. En definitiva, nos podemos imaginar perfectamente un Baliarda carlista, si hubiese nacido en la Garrotxa y un Planademunt republicano, si hubiera visto la luz en un pueblo del llano barcelonés. Eso, aun sin dudar que Planademunt fuese un carlista convencido y Baliarda, un republicano total. Ambos rechazaron siempre cualquier acuerdo, cualquier tejemaneje con el enemigo. Ésta fue la razón por la cual, tanto la muerte de Planademunt como la del Noi, merecieron celebraciones especiales por parte de las autoridades, con discursos despectivos y resentidos que en otros casos se ahorraron. Precisamente, el choque de Poses con Baliarda, ocurrido a finales de noviembre de 1848- pocos días antes de que Bartomeu se pasara a las filas del ejército liberal- y la persecución de que fueron objeto los hombres del republicano por parte del vendido, después de la reunión de ambos cabecillas, nos inclina por sospechar que el Noi se negó a seguir a Poses en la deposición de armas que éste le habría propuesto.
Baliarda creó escuela. Hubo guerrillas republicanas durante muchos años después de la guerra de los matiners y fueron numerosos los luchadores de esta tendencia que se proclamaron herederos de Noi Baliarda. Entre ellos, quizá el más famoso fue el Xic de les Barraquetes.
Por las razones explicadas, desde el año 1907 – con la interrupción de los años de la dictadura franquista- la calle en la cual se levantaba la casa familiar de Baliarda, en el barrio barcelonés de Sant Andreu, lleva su nombre. Francesc Baliarda es uno de los únicos matiners que ha sido honrado con este reconocimiento, el cual, en el fondo, se debe al afecto que obtuvo el tozudo e incorruptible republicano de Sant Andreu por parte de unas cuantas generaciones de trabajadores barceloneses.
21.5. Josep Estartús i Aiguabella.
Cuanto más cambie, es más de lo mismo. Alphonse Karr. Las abejas (revista). 1849.
Bildad,[…] aunque era enemigo jurado de verter sangre humana, en cambio había vertido toneladas de sangre del Leviatan encima de su abrigo ajustado. Como puediera ser que ahora, el piadoso Bildad, en el ocaso contemplativo de sus días, reconciliase estas circunstancias en su recuerdo, es algo que no adivino […] como yo había intuido, acabó su carrera aventurera retirándose totalmente de la vida activa en la certera edad de sesenta años y ahora dedicaba los días que le quedaban al disfrute tranquilo de su renta. Herman Melville. Moby Dick.
Josep Estartús nació en Sant Privat d’en Bas el 21 de septiembre de 1811- o, de 1808, según su biógrafo, Jordi Moret i Marguí- y murió en su mismo pueblo natal en el año 1887. En 1838, la Capitanía General de Girona lo fichó como rebelde y lo describió con los siguientes términos: “Cabecilla de estatura regular, edad 28 años, pelo castaño, ojos azules, pequeños, nariz regular, barba poblada, cara llena, color trigueño y antes de pasar a la facción era blanco, color que conservará en el interior del cuerpo”. Estartús fue propietario de una masía y de tierras, las cuales pertenecieron a sus antepasados desde el siglo XIII. Un hombre con esta nisaga forzosamente debía ser tradicionalista, partidario del orden secular que mantuvo en la prosperidad a un montón de generaciones en los parajes productivos de la Garrotxa. Estartús fue otro catalán de la montaña que creyó que el liberalismo había irrumpido en el país para estropear tanta armonía.
Josep Estartús se incorporó a las filas carlistas, al frente de cuarenta hombres, en febrero de 1834. Venía del seminario donde estudió teología y en el cual Benet Tristany, canónigo de la Seu de Girona, le había influido para que tomara las armas. De entrada, le fue reconocido el grado de teniente. El 24 de abril del siguiente año recibió el nombramiento de capitán y entre julio y octubre, pasó de segundo a primer comandante. Durante el mes de julio de 1836, ascendió a coronel graduado y en el último año del conflicto, a teniente coronel. Acabada la primera guerra se exilió en una población de los Alpes y se ganó la vida como chocolatero en un taller de su propiedad. Después, volvió a Cataluña para participar en la guerra de los matiners.
Aproximadamente durante el mes de diciembre de 1847, el capitán general Pavía ordenó que le detuvieran. La patrulla encargada de buscar a Josep no lo encontró en el hogar familiar y en su lugar detuvo a su hermano, el cual, junto con el resto de la familia, fueron confinados en las Baleares. La autoridad requisó la masía de los Estartús y la convirtió en un fortín.
Habiendo finalizado la guerra de los matiners, el conde de Montemolín concedió a Estartús el grado de brigadier. Al cabo de veintiséis años, Estartús solicitó a Cabrera que le certificase el nombramiento y el general resolvió la petición con fecha del 11 de octubre de 1875, en los términos siguientes: “ D. Ramon Cabrera y Griñó, Capitán General del Ejército, Conde Morella, Marqués del Ter – CERTIFICA: que a propuesta mia y sirviendo a mis órdenes, le fue concedido al Mariscal de Campo D. José Estartús procedente de las filas carlistas el empleo de Brigadier por el conde de Montemolín cuyo despacho se remitió al interesado por mi conducto en el año 1849, que posteriormente figuraba de público y notorio en el partido Carlista como Mariscal de Campo nombrado por el Duque de Madrid, y que como tal caracter desempeñó la Comandancia General de la província de Gerona en 1872. A petición del interesado […]”. La demanda del certificado, cuando Estartús se había separado de las filas carlistas, parece demostrar la necesidad que tenía el solicitante de probar la graduación que había conseguido, seguramente, para ser aceptado con la misma en el ejército regular.
Estartús también participó en el alzamiento de 1855. En esta ocasión hizo pública una proclama de contenido muy ambíguo. Estartús acusaba a ingleses y franceses de haber sembrado la discordia entre los españoles y los culpaba del estallido de la última guerra civil. Este argumento no formaba parte del discurso carlista sinó que constituía el tipo de razonamiento que continuamente habían utilizado los liberales catalanes para justificar la inocencia de la población del Principado en relación al levantamiento de los matiners. Los liberales solían decir que Cataluña solo había servido de escenario escogido por las potencias extranjeras para dirimir sus diferencias. En la misma proclama, Estartús daba a entender que toleraría la renúncia de los voluntarios carlistas que no quisieran seguirlo aunque también garantizaba que premiaría a los que se presentaran. En realidad, el jefe de Sant Privat no se mostraba demasiado entusiasta con el nuevo alzamiento. Al cabo de cuatro años, en 1859, Estartús se acogió al indulto del gobierno y parece que ingresó, quizá solo nominalmente, en el ejército regular. Pero, seguía siendo carlista y por esta razón asistió a la asamblea de Vevey, convocada por Carlos VII el 18 de abril de 1870. Carlos convocó a Vavey a toda la aristocracia de su corte, a los diputados del partido, así como a los miembros de las juntas provinciales y a los militares de más alta graduación. En esta asamblea, Carlos destituyó a Ramón Cabrera de los cargos de jefe supremo del partido y de comandante supremo del ejército carlista por la resistencia que le opuso a encabezar un nuevo alzamiento armado. Josep Estartús fue de los pocos asistentes a la asamblea que se significó como partidario de Cabrera, con el que compartía un ideario conservador, alejado del absolutismo.
Durante el verano de 1872, iniciada la tercera guerra carlista, Estartús envió un memorial de agravios a Carlos VII y se retiró de la lucha. Las razones alegadas por Estartús para justificar su dimisión se basaban en la incompatibilidad de caràcter que mantenía con su segundo, Francesc Savalls. Estartús desarmó a su tropa y entregó las armas a la junta provincial carlista de Girona, con el objetivo que sus voluntarios, faltos de jefes, no se lanzaran al bandolerismo.
La documentación que se conserva de la última etapa de Estartús nos desvelan su caràcter y mentalidad. Josep Estartús fue, como Marcel·lí Gonfaus, alias Marçal y como Josep Masgoret, uno de los ejemplos más claros del tipo de carlismo montemolinista que tuvo éxito especialmente en Cataluña y que consiguió muchos partidarios decididos en las comarcas gerundenses. La aversión que Estartús sentía por Savalls, dejando a un lado las experiencias personales en que pudiera fundarse, arraigaba en las diferencias de caràcter que separaban a dichos personajes pero también en razones ideológicas. Estartús no sentía ninguna simpatía por los trabucaires ni por aquella facción túrbia de algunos carlistas que, en su opinión “ faltos de escrúpulos y repletos de ambiciones se desentendieron de los ideales y guerrean por lucro y vanidad”[181]. Refirièndose concretamente a Savalls, del cual pensaba que nunca había dejado de ser un trabucaire, opinó que sabía por experiencia que cuando se diera la orden de retirada aquel tipo y muchos otros no la acatarían, hasta que hubiesen conseguido llenarse los bolsillos: “Le conozco desde hace 40 años [ a Savalls] y le he visto siempre repleto de ambición y orgullo cualidades de los ignorantes que se reputan sabios. Si el Sr. Savalls tuviera juicio se percataria de que las manchas que lleva han de ensuciar, si antes no las lava, la faja que pretende”. La disputa entre Estartús y Savalls alcanzó su punto álgido cuando, en agosto de 1872, el primero cayó prisionero de la partida de Barrancot y juzgado sumariamente por un grupo de oficiales adictos a Savalls. Estartús huyó antes de que lo fusilaran.
Resulta significativo que, durante el mes de abril de 1848, la prensa incluyera a Estartús en el asunto de la persecución por parte de Marçal, del cabecilla de trabucaires apodado Bou. Incluso un periodista afirmó que Marçal y Estartús habían invitado Bou a cenar a fin de cogerlo desprevenido y envenenarlo. El comunicador no creía que eso fuera cierto pero en cualquier caso, el rumor explicado por el periodista nos demuestra que Estartús fue contrario a las acciones de bandidaje que llevaban a cabo algunos de sus correligionarios. En el memorial de agravios, el autor también avisaba que no quería ejercer el derecho que el rey le concedía de cobrar contribuciones puesto que no deseaba que lo etiquetasen de trabucaire. Proponía que para conseguir la financiación de la lucha se pidieran préstamos reintegrables a los pueblos. Después, escribió esta màxima: “Yo no puedo, ni debo, ser un capitán de ladrones”.
La mentalidad de Estartús le valió la fama de liberal, o de amigo de los liberales. En realidad, fue un conservador, contrario a la revolución, entendida como el desorden social y económico que conllevaba el liberalismo radical y el Estado centralizado. Algunos de sus comentarios, o de los escritos que conservó, demuestran el sentimiento de catalanidad y la religiosidad que lo amaraban. Previno al rey que la estructura del ejército carlista en Cataluña no debía basarse en las províncias ya que “Cataluña quiere ser una”, de manera que recomendaba que adoptara la estructura de milicias basada en divisiones y brigadas, ya que “ al paso que satisfaceríamos el anhelo del país, evitaríamos intrigas y discordias”. Entre los documentos de Estartús encontramos un escrito de Ceballos, comandante general carlista de la provincia de Girona, al iniciarse la tercera guerra y antiguo secretario de Cabrera durante la guerra de los matiners, que guardó, seguramente debido a que le gustaba la reflexión que contenía: “Siempre ha de tocar a los catalanes el ser los primeros en entrar en el baile y los últimos en salirse”.
En lo que se refiere a la religiosidad de Estartús, también hallamos una prueba en su reacción ante una de las insubordinaciones de Savalls. Estartús, bastante escandalizado, contaba a Carlos VII que, habiendo ocupado algunos pueblos, ordenó que los árboles de la libertad, plantados por los milicianos, fueran convertidos en cruces cristianas. Savalls rechazó la orden, aduciendo que respetaba el símbolo de la libertad. En otro escrito, nos enteramos de la devoción que Estartús tenía por la Virgen del Coral, a la cual se había encomendado al pasar la frontera hacia el exilio- el santuario del Coral se encuentra en el Vallespir, a tocar de la línea, en la collada de Ares. Estartús aseguraba que la protección que le había dispensado esta Virgen, durante su periodo de alejamiento, fue muy “visible”. Se refería, concretamente, a que en una ocasión que le dispararon a bocajarro, una pieza metálica de su uniforme le desvió la bala.
Pero al fin podríamos creer que este Estartús que ahora recordamos fue el Estartús viejo, desencantado y fatigado que su sobrino nos presenta siempre cerca de la lumbre, temeroso de entrar en las habitaciones frias de su casa. El definitiva, el Estartús que se complacía en cultivar rosas y claveles mientras esperaba que llegara la hora de acercarse a la tertulia del notario- tipo de ideología liberal- y el Estartús que se arrepentía de haber participado en dos guerras entre hermanos. Uno de los papeles que conservaba el viejo general fue encontrado en el bolsillo de un oficial liberal muerto en el campo de batalla. Se trataba de unos versos satíricos mediante los cuales dicho oficial que era madrileño ironizaba sobre la apropiación de la idea de España por parte de ambos bandos contendientes y consideraba que el pueblo llano se estaba matando, simplemente, para decidir si tenía que gobernar uno u otro Borbón. El autor de los versos confesaba que solo deseaba sobrevivir a la guerra y volver a Madrid.
Quizá sea cierto que el Estartús descrito hasta este punto, era un hombre ideológicamente distinto al Estartús joven que reunió cincuenta muchachos de su generación para luchar en los bosques de la Garrotxa y Alt Empordà, a las órdenes de Ramon Cabrera, de Benet Tristany, de Pere Massana o de Brujó. En realidad, durante la primera guerra, Estartús también fue compañero de armas de Patricio Zorrilla, personaje terrible, maestro de trabucaires insignes- entre ellos, de los acusados en el proceso de Perpiñán del año 1846. Pero por otro lado, es cierto que durante la guerra de los matiners ya percibimos indicios que pronostican el ideario del viejo Estartús. En cierto momento del año 1848, la prensa le atribuyó el siguiente comentario: “La bandera de Carlos está demasiado gastada y es necesario que busquemos otra de nueva”.
Los periódicos no supieron explicar ninguna barbaridad notoria que hubiera cometido Estartús, aunque en ocasiones, lo intentasen. Durante el asedio de Olot, el periodista comentó de forma sarcástica que el jefe carlista había ordenado a los alcaldes que apalearan a los que se atrevieran a introducir víveres en la ciudad. Ahora bien, por aquel entonces cualquier lector sabía que esta medida constituía, casi una fineza humanitaria puesto que los carlistas acostumbraban a dictar pena de muerte para los infractores de sus ordenanzas. En realidad, en una ocasión que nos relata Jordi Moret, Estartús confesó que sentía preferencia por los castigos corporales ya que pensaba que podían servir para corregir o reconstruir una vida, en vez de destruirla; por lo dicho, en vez de fusilar, se contentaba con “pasar por las baquetas” a los infractores[182]. Estos indicios se acumulan a las propias confesiones del viejo Estartús para demostrarnos que el hijo de la Garrotxa quiso comportarse como un militar de carrera, servidor de los ideales y del código de honor del tradicionalismo. Refería su fidelidad, precisamente, a los ideales, más que a las personas, ni que se tratara del rey. En realidad, en el lema carlista “Dios, Patria y Rey”, el monarca es el último de la lista. Por lo tanto, Estartús se esforzaba por ser todo lo contrario de un atolondrado, de un trabucaire, o de un fanático, del tipo que ahora llamamos integrista. Estartús presumía que no dependía de las armas para ganarse la vida, como demostró durante su exilio en Thonon- Les Bains (Alta Savoya). Ciertamente, Estartús es uno de los pocos militares carlistas que posaba de civil ante el fotógrafo. Observando estos retratos, nos damos cuenta de que nuestro personaje, en el fondo y en su madurez, quiso convertirse en un tranquilo propietario rural, un cazador de liebres y perdices; el dueño comprensivo que pasa cuentas a los renteros con un vasito de ratafía en la mano. Al fin, parece que Estartús se dio cuenta que tantas batallas como había librado no habían conseguido revertir el curso de las aguas del Llobregat.
[152] Imprenta Altés. Barcelona, 1926
[153] Curial. Barcelona, 1978.
[154] El 2 de diciembre de 1872, Savalls hizo pública una instrucción interna mediante la cual ordenaba el trato fraternal con los republicanos y que, si fuera necesario, los carlistas les prestaran ayuda con las armas, siempre que los regicidas no exigieran contribuciones a los pueblos y respetasen la propiedad privada. Pero, por aquel entonces, la recuperación de la antigua alianza carlo-progresista se desvaneció con la proclamación de la primera república (febrero de 1873). Durante el periodo republicano, Gabriel Baldrich fue nombrado capitán general de Cataluña y con el soporte de sus correligionarios y viejos matiners, Ton Escoda y el Xic de la Barraqueta, luchó contra sus antiguos aliados. Durante la última guerra del XIX, algunos veteranos carlistas murieron en el campo de batalla. Pere Sorribas, alias el Guerxo de la Ratera cayó en Senan, en el mes de mayo de 1872 y Josep Bru, alias Basquetes, más tarde, en Gandesa. El 5 de mayo de 1875, Pere Cendrós se presento al indulto en Montblanc. Fue encarcelado y luego desterrado a Ávila. Estos últimos datos constan en la obra de Robert Vallverdú i Martí, titulada “El tercer carlisme a les comarques meridionals de Catalunya, 1872- 1876”
[155] Durante la guerra corrió el rumor- no sabemos si interesadamente propagado por el gobierno- según el cual, una vez los matiners hubieran obtenido la victoria, el conde de Montemolín pagaría la ayuda que le había prestado Inglaterra firmando el tratado de libre comercio que quiso Espartero y que tanto asustaba a los industriales catalanes.
[156] La Sociedad. Revista religiosa, filosófica, política y literaria. Tomo II. Imprenta de A. Brusi. Barcelona, 1843.
[157] Alpargatitas, jilgueros.
[158] Itinerario descriptivo de la Cataluña. Texto extraido de “Panoràmica del Nacionalisme Català”. Volumen II. Edicions Catalanes de Paris. 1975. Fèlix Cocorull.
[159] Escritos reproducidos por el autor en la obra y volumen, citados en el anterior pie de página.
[160] El Postillón del 7 de enero de 1849, dijo: “Unos setenta mil hombres del ejército y demás fuerzas ocupan ya las provincias catalanas […]”.
[161] El mismo número de militares isabelinos que certifica Josep Carles Clemente en su obra “La guerra de los Matiners (1846-1849). Aspectos sociales y militares”. Servicio de Publicaciones del EME (Estado Mayor del Ejército). Madrid, 1987.
[162] “Records de la darrera carlinada”. Marià Vayreda. Edit. Selecta. Barcelona, 1982.
[163] Actas del ayuntamiento de Centelles. Archivo municipal de Centelles.
[164] “Castellano”, en acepción despectiva. De 33 soldados muertos en Martorell, durante la mitad del siglo XIX, solamente 6 era catalanes. El resto, dejando de lado a 1 francés y a 1 portugués, eran andaluces, aragoneses, castellanos, leoneses, navarros y valencianos.
[165] A principios del mes de mayo de 1849, apareció en la prensa la noticia del transporte de tropas por ferrocarril desde Mataró a Barcelona. Posiblemente, no era el primero. Los soldados transportados mostraron su alegría por la marcha a pie que se habían ahorrado. Durante la construcción de la vía ferrea, el gobierno militar tuvo que destinar tropas a la protección de los obreros que la construían pero da la impresión que las amenazas y ataques que sufrían los trabajadores tenían su origen en el descontento de los propietarios expropiados, más que en las acciones de los matiners.
[166] Obra citada: “La guerra de los Matiners (1848-1849).Aspectos sociales y militares)”.
[167] Actas del ayuntamiento de Centelles. Arxivo Municipal de Centelles. En la acta del mismo ayuntamiento, correspondiente a la sesión del 27 de marzo de 1849, consta el informe tramitado a petición de la comandancia militar referido a la fidelidad de tres hombres de la villa. En relación a Baltasar Barnils, el informe explica que se juntó con los rebeldes en el año 1847 pero que luego se acogió al indulto y residió, con su hermano, en el pueblo. Pero, un día, mientras cortaba leña en el bosque, fue sorprendido por Poses (Sant Feliu de Guíxols, pueblo natal de Poses, no está demasiado lejos de Centelles) y el cabecilla le amenazó de muerte si no se añadía a su partida. Se sumplían cuatro años desde que Barnils no residía en su casa. En el momento que se procedía a informar, Barnils permanecía en las filas de los matiners. No tenia padre y su hermano mantenía a la madre, de edad avanzada. El interés del informe radica, sobre todo, en la intervención de Poses. ¿Éste encontró a Barnils y lo amenazó, cuando el cabecilla ya se había pasado al bando de la reina?. Y, en cualquier caso, si durante el mes de marzo de 1849, Barnils aún permanecía en las filas de los matiners, ¿debemos pensar que por aquel entonces había abandonado a Poses, o que formó parte de los voluntarios que no quisieron seguirle en la deposición de armas?. Conocemos algún otro informe de este tipo, emitido a petición de la autoridad militar y constatamos que los ayuntamientos se las ingeniaban para no comprometer demasiado a sus vecinos, ni que fueran trabucaires conocidos. Los alcaldes, o negaban ciertas evidencias, o facilitaban datos confusos y variadamente interpretables.
[168] La preponderancia de los andaluces y castellanos en el ejército isabelino era la más alta (17,5% y 10,5%). Seguían leoneses, aragoneses y gallegos ( 7% por cada procedencia). Op. citada. Josep Carles Clemente.
[169] Sesión de las Cortes del día 20 de enero de 1849.
[170] El Xic de la Barraqueta se llamaba Vicenç Martí. Este famoso republicano que, durante el siglo XIX formó parte de todas las conjuras de su partido, murió en 1909. Comenzó su lucha a los 16 años, a las órdenes del Noi Baliarda. Durante la guerra de los matiners y a pesar de su juventud, consiguió el nombramiento de capitán. Se exilió en 1849 y volvió a Cataluña en 1853.
[171] “Biografía del Señor Don Carlos Luis María de Borbón y de Braganza, Conde de Montemolín. Abraza la historia de la guerra civil de los años 1847, 1848 y 1849”. Establecimiento Tipográfico a cargo de Manuel Morales y Rodríguez. Madrid, 1855.
[172] El mismo sueldo que recibieron muchos voluntarios carlistas durante la tercera guerra.
[173] En aquel momento la fuerza naval española tampoco podía ser demasiado importante. Sabemos, por ejemplo, que el gobierno solamente disponía de diez barcos de vapor, los cuales a menudo exigían reparaciones. El ministro de marina recomendó al capitán general de Cataluña que no forzara el uso de los vapores anclados en el puerto de Barcelona.
[174] “Un senyor de Barcelona”. Josep Pla
[175] “La jamancia, 1842-1843·. Rafel Dalmau, editor. Barcelona, 1961.
[176] “Els Tristany d’Ardèvol, carlins irreductibles. Genealogia”. Columna Edicions, S.A. Barcelona, 1993.
[177] El Postillón de 28 de abril de 1842 publicó una notícia por la cual suponemos que mosén Benet no fue el primer patriarca de la familia muerto por los mozos de escuadra o por el ejército liberal, entre la primera guerra y la de los matiners. La noticia citada decía lo siguiente: “Un corresponsal de Solsona nos asegura de un modo que no deja lugar a dudas, que cuando mataron al hermano de Mosen Benet, éste se hallaba con el y fue el último en salir de la casa”. Este hermano de Benet no podía haber sido Joan Tristany i Freixas- padre de los matiners Rafael, Francesc, Ramon, Antoni y Miquel- ya que sabemos que Joan murió en el año 1852, ni tampoco podían ser Josep o Miquel- muertos, respectivamente, en los años 1824 y 1834- en combate con las tropas de Van Halen- de manera que solo nos queda Melcior, nacido en el año 1800.
[178] Eso dijo el biógrafo del conde de Montemolín, Ramon Vinader, autor de la “Biografía del señor Carlos Luis María de Borbón y de Braganza, Conde de Montemolín”, el cual, sin rodeos, culpó a los Tristany del fusilamiento del barón de Abella. Ciertamente, existen escritos de Rafael Tristany dirigidos a Cabrera que demuestran que el cabeza de la familia carlista siempre mantuvo informado al capitán general de los montemolinistas respecto los intereses del barón, al cual calificó de “hombre vil e infame”. Pero también sabemos que la Capitanía General de Cataluña del gobierno de Isabel II tramitó grandes cantidades de dinero a los Tristany y que, finalizada la guerra, requisó muchas propiedades a los señores de Ardèvol, con el objetivo de recuperar dichos pagos.
[179] “El govern civil de Barcelona al segle XIX: desenvolupament institucional i acció política”. Tesis doctoral de Manel Risques Corbella, dirigida por el Dr. Borja de Riquer i Permanyer. Universidad de Barcelona, 1994.
[180] El Diario de Barcelona del 4 de mayo de 1848, informó que en la calle Fernando de Barcelona se congregó una multitud para ver pasar la comitiva de cuarenta jugadores de cartas marcadas, los cuales habían sido detenidos en un local “clandestino” de Hostafrancs y que desfilaron escoltados por los mozos de escuadra. Está claro que lo que importaba a la autoridad es que el local era “clandestino”. El hecho de que los jugadores detenidos usasen cartas marcadas constituía una hipótesis añadida a fin de desacreditar los locales de este tipo que no habían sido declarados y no pagaban las tasas más o menos establecidas y los sobornos de las autoridades.
[181] Las frases entrecomilladas han sido extraidas del memorial de agravios que Estartús envió a Carlos VII y de la documentación que le acompaña, transcrita a máquina por su sobrino en 1934, conservada en la Biblioteca de Catalunya (Ms.3374)
[182] “Memorial Inèdit, escrit pel general Estartús on justifica la seva dimissió militar, precedida per la història, vida i costums durant totes les guerres carlines”. Jordi Moret i Marguí. Edicions Alzamora. Girona, 2000.